Resulta indudable que los cargos públicos son consustanciales a los regímenes democráticos, imprescindibles para la representación colectiva y para la gestión de lo común. Discutir que tengan que estar suficientemente remunerados para vivir de ello me parece fuera de toda discusión. Hacerlo suele estar en la base del discurso antidemocrático o bien de la creencia aristocrática, de que esto sólo deben hacerlo la gente adinerada, como si fuera una distracción para estómagos satisfechos y deocupados. Aunque en los segmentos elitistas del sector privado se paguen salarios impúdicos -solo hay que ver los honorarios de los presidentes de las empresas del Ibex-, esto nunca puede justificar que en el sector público se haga algo similar. Qué es y no es justo pagar a los cargos políticos resulta algo difícil de establecer. De forma genérica se podría afirmar que debería ser suficiente, justo y proporcionado a la responsabilidad. Si queremos que en política jueguen los mejores, los salarios no pueden ser muy bajos. Sin embargo, si son muy altos acceder a un cargo público se convierte en un objetivo para ascender social y económicamente y, esto, da empuje a los arribistas y a la creación de una élite que hará lo que sea para no bajar del vehículo gubernamental. Los excesos no suelen darse tanto en los cargos primeros, sino en segundos y terceros niveles donde se alcanzan gaps elevados entre lo que se gana en la política, o bien lo que se ganaría ejerciendo la profesión que, supuestamente, sólo se ha abandonado temporalmente. «Fuera de la política hace mucho frío», afirmaba cínicamente un beneficiario.
En política española no hay grandes excesos y, curiosamente se cometen mucho más en la política comunitaria. Sin embargo, sorprende la escasa proporcionalidad. Que una parte de los presidentes autonómicos cobren más del doble que el presidente del Gobierno de España llama la atención y, probablemente, el salario de Pedro Sánchez (75.000 euros anuales) está poco acorde con la responsabilidad y los dolores de cabeza que sufre. Que el presidente de la Generalitat lo doble, será que se tiene en cuenta que aquí la vida es más cara. En cualquier caso, que el máximo dirigente del país reciba un salario equivalente al de un alto directivo de empresa parece lógico y poco abonado a hacer escarnio. Otra cosa es el tema del Parlament de Catalunya. Aquí el historial es mucho más cuestionable. Salarios exagerados y prebendas de todo tipo a políticos y altos funcionarios sin ningún tipo de justificación. Se ha levantado la liebre con el caso de Laura Borràs, pero el tema se arrastra desde hace tiempo. Sueldos muy altos, dietas ingentes y sin justificación, indemnizaciones de salida de presidentes o de toda la mesa, remuneraciones que se mantienen durante años más allá del mandato o salarios vitalicios para la presidencia. Lo que ahora se ha sabido resulta impúdico e injustificable. Todo el mundo puede entender que las autoridades públicas requieren de una transición para volver a su profesión, pero no tanto que una vez que gocen de un alto cargo, ya no tengan que trabajar nunca más. Esto ocurre con la presidencia del Parlament si se consigue llegar a un mandato de dos años.

Que Laura Borràs se defienda de forma enconada en el juicio que se le hace por haber fragmentado contratos de forma fraudulenta es lógico ya que justamente le asiste el derecho a defenderse. No lo es tanto, sin embargo, que haya querido mantener formalmente el cargo de presidenta durante todo este tiempo pues ha hecho un flaco favor a la institución poniéndola en situación de interinidad, mezclando un tema particular con la política y envolviéndose con ella. Si fuera condenada, habría conseguido computar tiempo suficiente como para lograr salario vitalicio y otras prebendas. ¿Sería esto lógico? ¿Sería ética y estéticamente aceptable? Lo cierto es que no. El Parlamento tiene ahora la ocasión de enmendar excesos y convertirse en una institución que resultara más ejemplificadora de lo que lo ha sido.