Aunque en unas elecciones al final lo que se dirime es qué mayorías se pueden dar a partir de la voluntad ciudadana para gobernar, en realidad y desde el punto de vista del elector, se pueden poner muchas y variadas cosas en juego. Hay múltiples motivaciones. Se puede apostar por propuestas puramente por lo que ofrecen en un momento dado, por sentido de oportunidad o por una noción de equilibrios y reequilibrios de las fuerzas en liza. También se puede votar a la contra o sencillamente apostar por opciones extremas no tanto por convicción como para expresar algún descontento profundo. Se puede votar por ideología, por practicidad, para cambiar o, incluso, por el aburrimiento de ver siempre las mismas caras. Se puede optar por no ir, que es también una manera de expresar desmotivación, distancia o asco. Se puede elegir el mejor programa, el liderazgo más atractivo o sencillamente lo que se cree más oportuno en un momento preciso. Finalmente, también se puede votar para demostrar un sentido de identidad: soy de alguien, formo parte de una manera de pensar, este es mi bando. Voto emocional, de vínculo más allá de talento, proyectos adecuados o idoneidad. Al margen de la credibilidad de la propuesta o la demostración o no de capacidad de gestión; sin razonar si lo que voto es realista, posible o lleva a algún lugar. Una pregunta esta última que iría bien que nos hiciéramos siempre.
En Cataluña, el bloque independentista se ha esforzado mucho en los últimos años para que el voto fuera identitario y, de hecho, se ha presentado unido en algunas contiendas para escenificar y forzar el vínculo a un bloque de una parte de la ciudadanía que lo ha blandido públicamente orgullosa en forma de símbolos evidentes -lazos amarillos o chapas- para que quedara clara la pertenencia. El relato propuesto por estos partidos ha mudado un poco según circunstancias, pero se ha planteado cada elección como algo más, se les ha querido dotar de una carga simbólica que el tema real de elegir un parlamento del que saldría un gobierno resultaba secundario: las últimas elecciones autonómicas, elecciones plebiscitarias, la puerta a una declaración de independencia… En estas que se plantean ahora, el reto es mantener el sentido de identidad, el bloque, después de tantas promesas incumplidas de proporcionar jornadas históricas y de una gestión real que oscila entre irrisoria e inexistente. Se apela a alcanzar la cifra simbólica de votantes del 51% aunque no se sabe muy bien para hacer qué. «Lo volveremos a hacer» es un mantra sólo válido para el consumo de los muy obnubilados. Afirmar que se reiterará en vías muertas y acciones fracasadas no resulta una gran propuesta ni, a estas alturas, puede animar mucho a ir hasta el colegio electoral. El problema de las opciones independentistas en este momento es que no resultan muy creíbles y no proponen ni en los objetivos, ni en la estrategia, nada nuevo. ¿Final del camino? Se marcan de cerca las unas a las otras, y así nadie se mueve. Llevan casi diez años de gobierno y la sociedad catalana está dividida y frustrada, mientras el país está en situación de declinación económica profunda y las políticas para hacer frente a la crisis sanitaria son contradictorias. Mientras tanto, los socios de gobierno se tiran los trastos a la cabeza y no especifican más proyecto que continuar siendo el gobierno, más que nada y, sobre todo, para que no lo ocupen «los otros». Por si acaso no se consigue movilizar suficientemente al electorado con mensajes identitarios, esta vez además se recurre a la deslegitimación de las elecciones después de haber hecho un intento desesperado y jurídicamente insostenible de posponerlas o bien de insinuar posibles fraudes en el voto por correo. Todo ello tiene reminiscencias trumpistas.

El independentismo, pues, se presenta a estas elecciones peleado, con las manos vacías y sin ninguna propuesta -creíble y plausible- de cara al futuro. Pide que se le renueve una confianza que ha derrochado y que ahora de ninguna manera se ha ganado. En las encuestas, sus votantes los suspenden claramente en su acción de gobierno. Frente a esto, hay apuestas que no aceptan una lectura polarizada de la sociedad catalana y proponen dotar al país de un proyecto realista de cara al mañana, recuperar la concordia y el espíritu de consenso de cara a pilotar la recuperación económica y política de un país que, como su club de fútbol más emblemático, se encuentra fracturado, sin dirección y en horas bajas. Se necesita un cambio, un revulsivo. Y eso dependerá de si se impone entre los electores la pulsión del repliegue melancólico en la identidad o bien gana la convicción razonada y positiva de proporcionar un futuro abierto y esperanzador.