Autor: Josep Burgaya

ETA en campaña, otra vez

Una de las mejores cosas que se han producido en España en los últimos años ha sido la disolución y desaparición de ETA, hace ya 12 años. Más de 1.000 muertes, cientos de atentados y una acumulación de sufrimiento injustificable. Durante mucho tiempo, las noticias sobre nuevas acciones armadas nos golpeaban a menudo. Una guerra desmedida e incomprensible que ningún ideal político podía justificar y, menos aún, en un estado democrático. Ciertamente que su final, no significó la conclusión de todo. Quedaban multitud de víctimas y sus familiares que deberían seguir viviendo con la sensación de que pagaban un precio muy alto sin saber muy bien porqué. A menudo sintiéndose poco acompañadas y sin que la mayoría tuvieran el consuelo de que se les pidiera disculpas. Quedaban también los flecos de los casos no resueltos, los asesinatos sin clarificar la autoría, juicios pendientes. También cientos de terroristas encarcelados, muchos con condenas largas, con el peligro de que sus familiares quisieran mantener la cultura de la confrontación. Superar situaciones dramáticas, recuperar la normalidad, desgraciadamente exige generosidad y también un cierto grado de olvido. Para pasar página, recuperar la normalidad democrática, no se pueden mantener cuentas pendientes. Tiene algo de injusto, pero la alternativa de continuar con la violencia es mucho peor. Durante años hicimos un costoso aprendizaje.

La izquierda aberzale vasca hizo una apuesta por defender sus planteamientos en la política. No merecen agradecimiento por ello, pero ha sido extraordinariamente positivo para todos que lo hicieran. Bildu, que es su marca actual, ha realizado un trayecto importante, además, hacia el realismo político. Se alinea con políticas progresistas de Estado y esto es bueno para todos y demuestra haber abandonado definitivamente los sueños del levantamiento y conflicto armado. Pero a veces, aunque sea de manera simbólica, reivindica su pasado y cuando lo hace, perjudica la reconciliación, a la democracia y, creo, que se perjudican a sí mismos. Hay fantasmas del pasado que no es muy recomendable blandir. Presentar en las listas electorales de Bildu etarras condenados por delitos de sangre, es una muy mala idea se mire cómo se mire. Hay cosas que no pueden blanquearse ni normalizarse. Aunque legal, resulta repugnante y, para mucha gente, revivir el dolor y una especie de provocación. Que la presión les haya hecho rectificar, no quita que el daño ya está hecho, demostrando que la historia reciente del País Vasco ha dejado muchas rémoras mentales y políticas que aún deben sanearse.

Lógicamente la derecha española más cavernaria – ¿hay otra? – ha aprovechado la ocasión alineando la totalidad de la izquierda, y especialmente el PSOE, con el terrorismo y sus herederos para reforzar su discurso polarizador y salvapatrias. Recurso al estómago, que no a la razón. Su planteamiento no responde a la realidad. El PSOE sufrió en las carnes de sus militantes el peor de la violencia y justamente el Gobierno del PSOE fue quien rindió a la banda forzando su disolución. El Partido Popular, como también Vox, están en lo de “contra ETA vivíamos mejor”. Cuando la organización armada es ya pasada, sólo ellos la reviven para utilizarla como arma arrojadiza. Se resisten a pasar página porque el discurso centrado en ETA y las imaginarias connivencias de la izquierda, creen, les ayudan a captar algunos votos especialmente primarios. Una lógica argumental absolutamente irresponsable en busca de una polarización política que resulta irrespirable. Dialéctica guerracivilista en la que los rivales o contrincantes políticos son “enemigos a batir” utilizando una retórica agónica y el lenguaje de la violencia. Gran parte de la derecha española y occidental ha abandonado hace tiempo los valores liberales y democráticos que le habían caracterizado y que hicieron posibles alternancias políticas cómodas a la mejor Europa. Ha prescindido de la inexcusable práctica del respeto, reconocimiento y tolerancia con el adversario, lo que es hacerlo con la sociedad. Se ha asilvestrado de forma notoria y aunque se presenta ridícula y puede inducirnos al humor, tiene un componente disolvente del sistema político y la cultura democrática que lo pagaremos caro.

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Sobre el problema del agua

Llevamos unos años con serios problemas de sequía. Afectan a la agricultura y ponen en peligro el suministro de boca debido al notorio agotamiento de las reservas acumuladas para su abastecimiento. Existe una parte circunstancial en esto debido a la oscilación natural de la pluviosidad, pero también la evidencia de un problema de fondo que tiene que ver con el calentamiento global y un cambio climático que, como se ve con mucha diversidad de fenómenos, ya no es una posibilidad o peligro, sino una realidad. Hemos sido poco previsores en los efectos sobre el clima de nuestra actividad frenética y la naturaleza ha empezado a pasar la factura. Y, ciertamente, en poco tiempo parece haber una aceleración de los efectos que resulta angustioso. El agua será cada vez más un bien escaso y como bien público insuficiente y necesaria dosificación deberá ser tratado. Está escrito que en el futuro inmediato el agua en forma de lluvia disminuirá y, aunque hayamos sido poco previsores, habrá que hacer algo. La buena noticia es que hay margen. Pero disminuirá la posibilidad por el mal uso y por el despilfarro que venimos practicando. Abordar el tema de forma profunda resulta ineludible por los poderes públicos. Parece que les haya cogido por sorpresa y con el paso cambiado. No han hecho más que campañas voluntaristas para concienciarnos como ciudadanos, como si de nuestros hábitos dependiera la solución. Y no es así.

Situamos el problema. En Cataluña consumimos anualmente unos 600.000 millones de metros cúbicos de agua, de los que 500.000 millones son agua de la red. El 72% del total va a la agricultura, el 9% a la industria y sólo un 19% va a consumo doméstico. Aunque todo se puede mejorar, la industria, a base de normativas, ha hecho bastante bien su trabajo. La paga cara y está obligada a depurar y reciclar. En el consumo doméstico, más allá de que no está de más hilar más fino en nuestros hábitos, lo que tienen numerosos problemas de desperdicio son unas redes de distribución urbana, antiguas y con escaso mantenimiento, donde se pierde entre el 20 y el 30% de la que circula, según visiones más optimistas o pesimistas. Hacer más eficiente y segura la distribución permitiría un grandioso ahorro. La partida grande del agua, con mucha diferencia, es el regadío agrícola y el consumo ganadero. El mayor esfuerzo de racionalización y eficiencia debería hacerse aquí. No se trata de poner en cuestión la importancia económica y social de la agricultura y la ganadería, de lo significativa que es esta actividad. Pero el problema principal está aquí y no en el gasto que hacemos en casa lavándonos los dientes. El precio irrisorio con el que la obtienen no ayuda. No debería ser aceptable el riego por aspersión o la, practicada forma todavía, de inundar los campos. Existen procedimientos muchísimo más ahorradores y eficientes con sistemas de gota a gota. Pero, porque invertir en ella si no estás obligado a ello.

Se podría avanzar mucho en un mejor uso del agua implantando de forma generalizada su recuperación y reutilización, con sistemas de recirculación. No podemos fiarlo todo en el agua caída del cielo. El concepto de alcantarilla donde van a parar aguas grises y negras deberíamos desterrarlo. Gran parte del agua que utilizamos, de hecho, casi toda, adecuadamente tratada con depuración biológica puede volver a la red o se puede utilizar en el regadío. Si, es obvio, se necesitan obras de infraestructura, normas claras y decisiones políticas más previsoras y atrevidas de las que ha habido hasta ahora. El recurso al sistema de desaladoras del mar que hay quien cree que es la panacea sólo puede ser complementario, ya que los costes energéticos lo hacen un sistema muy poco sostenible. El lujo de mantener verdes los campos de golf en verano y llenar incontables piscinas privadas que proliferan por todas partes, habrá que planteárselo. Así como unos contingentes turísticos insostenibles en Barcelona o en las poblaciones de veraneo, no sólo por el consumo de agua, que no parecen muy compatibles con las necesarias restricciones estivales. Lo que nada aporta a todo ello, es un cierto mensaje de “culpa” que hacen en este tema las autoridades con relación a los ciudadanos. Se necesitan políticas, inversiones y medios para atacar la raíz del problema y, a ser posible, paliarlo. Apelar al voluntarismo culpable, en esto como en otras tantas cosas, da para lo que da.

¿Qué modelo de ciudad?

Éste es un concepto que ya se utiliza poco en la política actual. Como, sobre todo, ahora se trata de hacer espectáculo y apelar al voto emocional, se huye de cualquier discusión de cierto calado sobre cuál es el proyecto de futuro que se quiere para la ciudad que se imagina. A las puertas de unas elecciones municipales, parecería lógico hacerlo. Hay algo muy importante que no es espontáneo y no se improvisa, que es el del planeamiento urbanístico, del que dependerá no sólo ni especialmente el trazado de las calles y las densidades, sino la conformación del tejido urbano, sus usos, la mezcla o no de funciones y grupos sociales, el grado de amabilidad o dureza del espacio público, la movilidad o la disponibilidad de servicios.

Es diferente entender la ciudad como un ecosistema complejo al servicio de la gente y sus necesidades o bien un lugar con multitud de solares con los que especular. Cómo se orienta y el papel que se da al comercio resulta muy indicativo. Apostar por las grandes superficies perimetrales en las ciudades, facilitar la proliferación de polígonos comerciales poco tiene que ver con hacer ciudad, más bien es vaciarlas de contenido y actividad destruyendo de paso el tejido urbano central sobre lo que el comercio de proximidad pivotaba. Significa decidir para una economía de grandes marcas de distribución, que operan en el low cost o lo aparentan y que actúan contra los productos de proximidad y del territorio, además de menospreciar la calidad y reventar las ciudades. Es apostar por una economía con empleo de baja calidad, con salarios misérrimos y por destruir el aspecto ocupacional y vivencial del comercio y los servicios cercanos, lo que solía contribuir a generar importantes espacios de sociabilidad. Los ayuntamientos, sin pensar demasiado en los efectos, dan licencias de apertura de los nuevos establecimientos porque viven de las tasas que cobran, del Impuesto de Actividades Económicas o, sencillamente, porque les gusta hacer la genuflexión frente a los poderosos. El resultado, ciudades despejadas de actividad, sin la sobreposición de usos que las dinamizaban, que tan rica y variada han hecho la vida en las ciudades mediterráneas.

Ciertamente, que también la proliferación del comercio online ha hecho mucho por destruir las redes comerciales de nuestras poblaciones, pero aún más una política urbanística de la que lo mejor que se puede decir es que se hace sin pensar. Cuando cierra el comercio de nuestras calles, así como los servicios o cines, no sólo proliferan los bajos en alquiler, venta o traspaso. Se impone la dejadez, se muere la vida y se convierten en más inseguras las calles. Como en el modelo anglosajón, se nos hace mudar hacia la cultura del automóvil con el que nos desplazamos a los multicines periféricos, a los supers, hípers, comercios de todo a 100 que convierten a nuestros entornos urbanos en cada vez más idénticos, intercambiables y, sobre todo, más ostentosamente feos. En las ciudades que hacían de capitalidad de un entorno amplio, los compradores y visitantes habituales ya no entran, quedándose en las numerosas cafeterías y lugares de comida basura que proliferan en estos polígonos postindustriales y dedicados básicamente al comercio y actividades de entretenimiento.

Los centros urbanos, históricos, van quedando en el mejor de los casos como un belén arquitectónico y urbanístico para disfrute de turistas y con unos pocos negocios de baja calidad destinados a los pasavolantes. Los centros de las ciudades, sobre todo si tienen vestigios del pasado de cierta categoría, se les ha convertido en parques temáticos o de atracciones para visitantes no muy exigentes, pero dejan de conformar una ciudad real, vital. Sabe mal cuando en torno a unas elecciones se nos habla de manera abstracta y bastante cínica que se protegerá el comercio de proximidad como si fuera una prioridad cuando, con la política urbanística se está haciendo, de facto, todo lo contrario. Nos toman por gente muy simple. Existen honrosas excepciones de ciudades y proyectos políticos concretos, pero son una minoría. Política municipal, es sobre todo y fundamentalmente urbanismo, entendido éste en sentido amplio y completo. Y si hay algo rigurosamente político -e ideológico-, éste es el urbanismo.

El fácil recurso a la xenofobia

En Europa vuelve a haber un flujo migratorio importante que llega de forma entre dramática y trágica a sus costas a través de organizaciones mafiosas y con barcazas la mitad de las cuales se pierden o hunden antes de llegar. En estos momentos la presión y a la vez la polémica política se produce sobre todo en Italia. A los importantes contingentes de llegada se añade el tener un gobierno de extrema derecha que, hace años, manipula de manera demagógica este fenómeno de cara a sacar rédito electoral. Giorgia Meloni, la nueva primera ministra de Italia ha moderado su extremismo durante los primeros meses de gobierno, pero ahora no ha dejado pasar la ocasión de calificar la migración como una conspiración destinada a realizar una “gran sustitución” de la población occidental originaría.

Existe una gran dificultad para desmontar los mitos interesados que se construyen sobre la inmigración. A partir de ella, la derecha populista más extrema en Estados Unidos, Francia, Italia o España ha construido el concepto movilizador de “el gran reemplazo”. La inmigración entendida como un movimiento organizado de desplazamiento y marginación del hombre blanco hegemónico con la colaboración de una cultura izquierdista tratada de propensa y dócil al islamismo. En Alemania, un grupo de extrema derecha, Pegida, es el acrónimo de Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente. Así, en realidad, el discurso antiinmigración y de defensa de la hegemonía blanca y de la cultura occidental incorpora a la islamofobia como un elemento característico. Pulsión, por cierto, que desplazaría al ancestral antisemitismo del fascismo europeo de los años treinta. La xenofobia se utiliza para alentar el nacionalismo étnico, la hostilidad hacia los grupos que representan al “no nosotros”. Muchas veces, los medios de comunicación colaboran bastante en crear una imagen sobredimensionada del fenómeno migratorio. Las encuestas indican que, en países como Francia o España, la percepción sobre los cupos migrantes más que duplica los números reales. Además, la mayor parte de noticias que se publican o emiten lo hacen con tono negativo, lo que contribuye a reforzar la tendencia a criminalizar a los recién llegados. A la derecha, le basta con reforzar esta dinámica. El populismo representa una reacción de repliegue y exclusión, construir la fraternidad a través del rechazo de quienes no son similares. El «gran reemplazo» no tiene justificación demográfica ni estadística, pero su fuerza reside justamente en la simplicidad que le convierte en ideal para las teorías de la conspiración.

Para el populismo derechista, es relativamente fácil identificar a unas élites que se han desterritorializado y emancipado del conjunto de la sociedad como un grupo especialmente interesado en fomentar la llegada de población inmigrante que hace evolucionar a la baja el mercado de trabajo. Esto a costa de desnaturalizar la propia cultura del país de acogida, subvertir los valores y otorgándoles idénticos derechos y beneficios sociales que a la población autóctona. Para la derecha y sus bases sociales, las naciones han entrado en decadencia y la recuperación del poder y la cohesión social pasa por hacerse fuertes en los valores propios, denostando el modelo multicultural y cosmopolita de unas élites ya “desnacionalizadas”. Los eslóganes de cabecera lo dicen todo: «Francia para los franceses» según la Agrupación Nacional; “Volver a tomar el control” en el Brexit; «Nuestra cultura, nuestro hogar, nuestra Alemania» para Alternativa para Alemania; «Polonia pura, Polonia blanca» para el Partido de la Ley y la Justicia; o “Que Suecia siga siendo sueca” según los Demócratas Suecos.

También es cierto que existe un “buenismo” clasista y oportunista por parte de sectores que viven absolutamente al margen de la inmigración, salvo que los tengan como empleados precarios. Es difícil negar la importancia de los cupos migratorios para reequilibrar la dinámica natural de la población europea y de la aportación muy significativa de los nuevos ciudadanos. Pero también es cierto que el acomodo de grandes contingentes en poco tiempo es muy dificultoso. A menudo, no se adapta a las necesidades de trabajo y se tensionan los servicios públicos. Discutirlo para afrontar las dificultades sobrevenidas resulta imprescindible, e incluso terapéutico, pero existe una corrección política de tipo progresista que niega esta posibilidad, lo que permite que esto se traslade a las guerras culturales de nuestra sociedad polarizada. Debería ser posible hacer «políticas de inmigración», lo que no debe comportar perseguirla ni criminalizarla, sino sencillamente normalizarla y sacar estos flujos del control de las mafias y de los peligros que asumen para trasladarse a Europa. El sistema de contratos de trabajo en origen tiene bastante sentido, a la vez que establecer cupos que puedan ser incorporados en beneficio de todos. También, Europa y el mundo desarrollado deberían practicar políticas de mayor igualdad en los intercambios y ayudas al desarrollo en aquellos territorios que, al menos históricamente, desestabilizaron a través del colonialismo. Esto, sin duda, sí contribuiría a reducir estas trágicas dinámicas de fuga de la pobreza.

La geopolítica existe

Muchos problemas actuales tienen una innegable dimensión geopolítica. La emergencia de China, su avance lento e imparable hasta obtener la hegemonía económica primero y militar después, es el contexto, se cierne sobre muchos conflictos vigentes. Estados Unidos se siente desafiado y sus golpes de palo de ciego en política internacional, especialmente evidentes bajo la presidencia de Joe Biden, pueden entenderse por la desazón que provoca la inevitable hegemonía futura del gigante asiático. El dinamismo de la economía, la creciente influencia internacional no sólo en Asia, sino en África o América Latina, su desarrollo militar, su capacidad financiera que la hace tenedora de buena parte de la deuda americana, la capacidad tecnológica o el diseño de la Nueva Ruta de la Seda, parecen señales claras tanto de la capacidad como de la voluntad de entrar en una nueva era.

China es una potencia rival para Estados Unidos y Occidente, y es difícil que no sea así teniendo en cuenta el papel histórico de Europa en el continente asiático. No sólo crece económicamente, sino que tiene un proyecto, una civilización que desarrollar en la que se confunden un capitalismo extremo con formas políticas autoritarias que, más que con Marx o Mao, tienen que ver con una ancestral cultura imperial. Pero, además, China es un producto de Occidente, consecuencia de la necesidad a partir de los años ochenta de obtener recursos y una mano de obra industrial abundante y barata. Occidente industrializó a China, fomentó una revolución industrial acelerada, la convirtió en la fábrica del mundo. Sólo era una cuestión de tiempo que quemara etapas y estuviera en disposición de cambiar las reglas del intercambio a la división internacional de la producción. No se entendió así, pero la deslocalización industrial significaba el principio del fin de la hegemonía occidental. Creer que la marca, el capital intelectual y la red de distribución nos haría inmunes fue un gran error. Se había pasado, en palabras de John Urry, de una primera modernización “pesada”, que requería la estabilidad proporcionada por un pacto localizado con el trabajo, a una modernización “líquida” en la que el capital ya no necesita compromisos territoriales ni pactos con el trabajo. Era crucial no estar en ninguna parte.

La estrategia de los bajos costes era perdedora a medio plazo. Con la pandemia y la carencia de capacidad de respuesta, el mundo occidental entendió, por primera vez, que había perdido la partida. Ni siquiera podía fabricar mascarillas o suero. El globalismo nos había hecho vulnerables mientras China comerciaba, ayudaba y ocupaba los territorios perdedores de la globalización. Y en esta situación, Estados Unidos vuelve a marcar el camino a una subyugada Europa. América pretende ampliar el horizonte de hegemonía luchando contra China, una postura compartida por todo el arco político. El futuro de Taiwán se presenta, así, como la gran piedra de toque. China ha sabido esperar. El momento de la ocupación no está lejos y será altamente simbólica. Estados Unidos, comprometido con la defensa de la independencia de la isla, podrá hacer poco más que exhibir su frustración.

Volver a la lógica territorial en el ámbito económico, deshacer el camino del globalismo, desmontar las cadenas de valor globales es una apuesta políticamente muy rentable, especialmente para el nacionalismo identitario que campa en las filas republicanas más allá de Trump, pero es un mal negocio para las grandes corporaciones. Significa renunciar a una parte no despreciable de los beneficios y, además, perder una parte importante del mercado mundial. China tiene un gran mercado interior que puede abastecerse con los recursos propios. La pandemia hizo valorar la posibilidad de reindustrialización occidental, y se han hecho cosas en este sentido, aunque no de forma sustancial. En lo fundamental, se sigue produciendo en Asia, la vulnerabilidad occidental se mantiene.

Parece evidente tanto en términos demográficos como de dinamismo y capacidad de innovación que Europa, como gran parte de Occidente, está en decadencia y que, quizás el Estado de bienestar fue posible en unas coordenadas históricas que en este momento ya no se dan. Respondía este concepto a la época de Guerra Fría y quizás más que un proyecto constituyó una anomalía histórica. El capitalismo se impone con los valores asiáticos. El “siglo de Estados Unidos” parece prácticamente terminado y sustituido por la potencia genuinamente autoritaria y capitalista, como China. Como lo plantea Slavoj Zizek, asoma una nueva Edad Oscura, en la que estallan pasiones étnicas y religiosas y los valores de la Ilustración retroceden ante un capitalismo de base autoritaria, ya sea en Corea, China, Rusia o Hungría.

Kings League

Es el tema de moda, el que sin duda se ha hablado más en estos días. Como ocurre con las cuestiones que son novedad y todo el mundo habla de ello, parece que se debe tener una opinión elaborada, que sea además clara y contundente, sin matices. Para unos, el invento de Gerard Piqué y el grupo de “famosos” que le acompañan es una genialidad, un producto de entretenimiento nuevo y fulgurante, moderno, que supera de mucho el interés que puede generar el aburrido mundo del fútbol tradicional. Una propuesta disruptiva que habría venido para quedarse y ocupar un lugar entre niños, adolescentes y jóvenes que se aburren en los campos de fútbol ya que pasan pocas cosas, no existe el ritmo cambiante y sincopado que requieren los acelerados nuevos tiempos. Para otros, estamos ante una ocurrencia frívola y sin sustancia, un entretenimiento de baja estofa que nada tiene que ver con el deporte. Una pretendida competición, que no lo es, ya que las normas son cambiantes sobre la marcha y donde las estrellas no están en el campo sino en el palco. Un espectáculo más bien esperpéntico formado por jugadores de fútbol de categoría regional, combinados con figuras decadentes que pasean su sobrepeso y falta de forma por un terreno de juego que, básicamente, es un plató. Poco tiene deporte o juego. Fundamentalmente una excusa para hacer un buen negocio y reforzar el ego de cuatro espabilados.

Yo soy más bien escéptico sobre la continuidad y el futuro de un espectáculo con poca gracia y menos sustancia. De momento tiene el beneficio de lo nuevo y de lo que todo el mundo comenta algo. Aparte de las redes, los medios tradicionales le han hecho la campaña promocional a base de hablar en todo momento, sobre todo porque se exhibían famosos. Un pez que se muerde la cola. Ciertamente llenar el campo del Barça y hacer aguantar a la gente seis horas allí, tiene cierto mérito. Habrá que ver cuántos repiten la experiencia de una competición donde los referentes son los presidentes de los equipos y no sus jugadores. Una sacudida al casposo mundo del fútbol no le vendría nada mal, no tanto por el juego en sí, como en unas estructuras organizativas que lo mejor que puede decirse es que resultan impresentables. Pero el cambio no vendrá de este esperpento llamado Kings League, que contiene todos los defectos del modelo deportivo que conocemos y al que sólo le añaden frivolidad y espectáculo de circo de segunda. A diferencia de los deportes, nada aporta con relación al esfuerzo físico, la estrategia o de belleza estilística. Aún menos vínculos emocionales y entrega del aficionado a unos colores o a determinados jugadores. Es un producto efímero como casi todo en el mundo digital. Una metáfora de los tiempos líquidos sin raíces ni atención persistente que predominan en nuestra época.

Una parte de los deportes actuales, de hecho, están mudando hacia el modelo americano de convertir los estadios en parques temáticos del entretenimiento y, a su vez, en grandes superficies comerciales. Impactos múltiples y en serie para toda la familia. Entretiempos constantes para beneficio de la publicidad televisiva y para exhibir en directo todo tipo de frikis mostrando habilidades de interés discutible, música pegadiza, animadores y, aún, chicas de buen ver exhibiendo cuerpo y dotes de bailarinas. Todo ello, intenso, aturdidor, nada interesante y de bastante mal gusto para gastar unas horas que más que de ocio, son de consumo. El comercio nunca descansa. Se trata de permanecer siempre absortos, depositarios de múltiples impactos cambiantes y nunca expectantes o reflexivos y disfrutando de una sola cosa. Kings League es la exageración de todo esto, una gran operación comercial acompañada de exhibiciones de protagonismo narcisista que sobran aún más. Aparecer en helicóptero en el césped del Camp Nou, denota el exceso de ego de algunos a la vez que una práctica que no veo demasiado compatible con la pretensión de la sostenibilidad que se exhibe únicamente como eslogan de marketing. Si Gerard Piqué es el modelo y ejemplo de nuestros niños y jóvenes, el emprendedor de referencia, estamos arreglados.

Federalismo y gobernanza en un mundo global

El espectacular ensanchamiento de los espacios económicos y sociales debido a la mundialización no se ha visto acompañado de una amplitud similar respecto a los espacios políticos, ni se vislumbra una evolución mundial hacia un Estado cosmopolita. Desde el punto de vista de la gobernanza, se hacen imprescindibles dos procesos paralelos que, aunque puedan parecerlo, no son contradictorios, sino complementarios. La existencia de potentes instituciones internacionales, habilitadas para tomar decisiones de gran calado, no excluye el necesario reforzamiento de los Estados-nación como ámbito de toma de decisiones políticas y de regulación. Las estructuras nacionales, fragmentadas y en competencia son demasiado débiles ante el globalismo y el poder de las grandes corporaciones, que les chantajean para volverse volátiles. Pero es necesaria cierta compartimentación del poder, así como de algunas dinámicas económicas y sociales, para evitar justamente procesos globales incontrolables. Lo nacional y lo mundial deberían entrar en una relación nueva, en una ecuación renovada de atribuciones, de políticas y de poder.

El federalismo constituye el principal modelo a seguir en el proceso de articulación de la política mundial. Es el único capaz de compatibilizar y garantizar las distintas identidades locales, nacionales e internacionales en armonía con las exigencias de la interdependencia, la integración y la globalización. Necesitamos, pues, un principio político capaz de favorecer y posibilitar un proceso de autointegración activa y gradual de los Estados y regiones singulares en una dependencia práctica internacional. El federalismo, probablemente, sea la teoría política adecuada para el mundo actual que requiere articular lo local y lo global. Una concepción política alternativa y diferente a soberanía compartida, según la cual una diversidad de colectividades parcialmente autónomas y soberanas pueden cooperar dentro de una forma gobierno de múltiples niveles, y en base a la negociación, consentimiento y cooperación. La interconexión, la interdependencia y el cruce local, regional, estatal y global desafían las formas y modelos de organización política tradicionales. El Estado ya no es en modo alguno la única fuente de diseño y elaboración de políticas públicas que afectan a sus miembros.

El equilibrio constituye la idea, el método y el criterio básico, lo que el federalismo pretende institucionalizar a través de la organización y estructuración política de nuestras sociedades. El equilibrio organizado institucionalmente, esto es el federalismo. Cada vez es mayor la percepción que se tiene a nivel mundial de que la era de la soberanía exclusiva e incontestable del Estado está llegando a su fin, pero también hay que organizar la gobernabilidad global impidiendo que las grandes corporaciones y el capital financiero operen en el marco planetario totalmente fuera de control. Conviene aclarar, que los Estados seguirán haciendo una función importante, propia e irremplazable, pero eso sí, no ya de forma exclusiva y hegemónica. Los Estados son demasiado pequeños a nivel mundial para asegurar la doble función de toda autoridad: garantizar la seguridad y prosperidad de todos los miembros de la colectividad y conseguir, al mismo tiempo, una eficaz participación en los asuntos mundiales. Es necesaria la cooperación, la integración y la unidad entre regiones, Estados y continentes.

Se deben articular dos polos: la atracción de la globalización bajo la presión de la nueva revolución tecnológica y la fascinación por la singularidad cultural, nacional y local. Esta doble tensión se confirma pues de la unión en la diversidad. La belleza de lo diminuto, de lo pequeño y de lo más cercano. Federal se refiere y utiliza para describir un modo de organización política que vincula unidades diferentes en un sistema global, permitiendo, al mismo tiempo, que cada una mantenga la integridad política fundamental. El federalismo es más una metodología que una ideología. Pretende dar respuestas globales, integradas y puntuales a los problemas que también considera globales tanto desde el punto de vista de las estructuras como del contenido social; y reconociendo siempre la múltiple pertenencia del ser humano respecto a diferentes colectividades y grupos sociales. Grupos humanos nacidos de múltiples solidaridades naturales y voluntarias. Cada uno con su sentido de identidad. Es necesaria, pues, una vía adecuada para garantizar la pluralidad de las obediencias y lealtades.

Al salario de la política

Resulta indudable que los cargos públicos son consustanciales a los regímenes democráticos, imprescindibles para la representación colectiva y para la gestión de lo común. Discutir que tengan que estar suficientemente remunerados para vivir de ello me parece fuera de toda discusión. Hacerlo suele estar en la base del discurso antidemocrático o bien de la creencia aristocrática, de que esto sólo deben hacerlo la gente adinerada, como si fuera una distracción para estómagos satisfechos y deocupados. Aunque en los segmentos elitistas del sector privado se paguen salarios impúdicos -solo hay que ver los honorarios de los presidentes de las empresas del Ibex-, esto nunca puede justificar que en el sector público se haga algo similar. Qué es y no es justo pagar a los cargos políticos resulta algo difícil de establecer. De forma genérica se podría afirmar que debería ser suficiente, justo y proporcionado a la responsabilidad. Si queremos que en política jueguen los mejores, los salarios no pueden ser muy bajos. Sin embargo, si son muy altos acceder a un cargo público se convierte en un objetivo para ascender social y económicamente y, esto, da empuje a los arribistas y a la creación de una élite que hará lo que sea para no bajar del vehículo gubernamental. Los excesos no suelen darse tanto en los cargos primeros, sino en segundos y terceros niveles donde se alcanzan gaps elevados entre lo que se gana en la política, o bien lo que se ganaría ejerciendo la profesión que, supuestamente, sólo se ha abandonado temporalmente. «Fuera de la política hace mucho frío», afirmaba cínicamente un beneficiario.

En política española no hay grandes excesos y, curiosamente se cometen mucho más en la política comunitaria. Sin embargo, sorprende la escasa proporcionalidad. Que una parte de los presidentes autonómicos cobren más del doble que el presidente del Gobierno de España llama la atención y, probablemente, el salario de Pedro Sánchez (75.000 euros anuales) está poco acorde con la responsabilidad y los dolores de cabeza que sufre. Que el presidente de la Generalitat lo doble, será que se tiene en cuenta que aquí la vida es más cara. En cualquier caso, que el máximo dirigente del país reciba un salario equivalente al de un alto directivo de empresa parece lógico y poco abonado a hacer escarnio. Otra cosa es el tema del Parlament de Catalunya. Aquí el historial es mucho más cuestionable. Salarios exagerados y prebendas de todo tipo a políticos y altos funcionarios sin ningún tipo de justificación. Se ha levantado la liebre con el caso de Laura Borràs, pero el tema se arrastra desde hace tiempo. Sueldos muy altos, dietas ingentes y sin justificación, indemnizaciones de salida de presidentes o de toda la mesa, remuneraciones que se mantienen durante años más allá del mandato o salarios vitalicios para la presidencia. Lo que ahora se ha sabido resulta impúdico e injustificable. Todo el mundo puede entender que las autoridades públicas requieren de una transición para volver a su profesión, pero no tanto que una vez que gocen de un alto cargo, ya no tengan que trabajar nunca más. Esto ocurre con la presidencia del Parlament si se consigue llegar a un mandato de dos años.

Que Laura Borràs se defienda de forma enconada en el juicio que se le hace por haber fragmentado contratos de forma fraudulenta es lógico ya que justamente le asiste el derecho a defenderse. No lo es tanto, sin embargo, que haya querido mantener formalmente el cargo de presidenta durante todo este tiempo pues ha hecho un flaco favor a la institución poniéndola en situación de interinidad, mezclando un tema particular con la política y envolviéndose con ella. Si fuera condenada, habría conseguido computar tiempo suficiente como para lograr salario vitalicio y otras prebendas. ¿Sería esto lógico? ¿Sería ética y estéticamente aceptable? Lo cierto es que no. El Parlamento tiene ahora la ocasión de enmendar excesos y convertirse en una institución que resultara más ejemplificadora de lo que lo ha sido.

8-M

Sé que me meto en un jardín, porque hay quien cree que quienes no formamos parte de un colectivo afectado no estamos autorizados a hablar de él. Pero lo haré. Sabe mal todo el entorno político y de confrontación ideológica que ha habido en torno a la conmemoración del día de la mujer trabajadora. Habitual jornada de celebración de los avances en la lucha por la igualdad de género y para recordar el mucho camino que queda por recorrer: la persistente violencia machista, las situaciones de sometimiento, los techos de vidrio para acceder a cargos de todo tipo, las diferencias salariales, el mantenimiento de roles insostenibles… La confrontación abierta y brutal en España entre las diferentes visiones del feminismo creo que aportan poco al avance más rápido hacia un futuro que debe ser no sólo absolutamente igualitario técnicamente, sino que, además, implique que algunos modos, habilidades, sensibilidades y valores de los que son más poseedoras las mujeres que los hombres se generalicen. La relación con el poder y su uso sería un ejemplo de lo que quiero decir. Aunque resulta evidente que la sensibilidad hacia la discriminación de las mujeres suele ser diferente según la adscripción de género, esta batalla debemos ganarla entre todas y todos. Nos incumbe por igual.

Que existan formas de entender diferenciadas sobre el sentido del feminismo resulta muy normal. La pluralidad por sí misma no es nunca un problema sino una bendición. Lo que ya no es tan bueno es que la disparidad se convierta en conflicto y se usen formas tan abruptas y descalificadoras. Existe una confrontación cultural en este tema que es global, pero que en España se mezcla en un entorno político en el que las izquierdas batallan por colocar su discurso diferenciado y captar adscripciones. Así, estamos ante una pelea por la hegemonía cultural. Existe, sin duda, un primer feminismo muy funcional, cuyo objetivo es la estricta igualdad de hombres y mujeres en la empresa, la política, la sociedad y las relaciones familiares. Romper el techo de cristal en el trabajo, donde los puestos clave y los consejos de administración todavía tienen una presencia femenina escasa. Se trata de superar la discriminación laboral y salarial que arrastramos históricamente, pero a medida que se avanza en este objetivo no se plantea cuestionar a la sociedad establecida, como tampoco mucho los roles de género. Apareció hace ya décadas, un feminismo de “segunda ola”, con impulsos transformadores poniendo en primer plano la “diferencia”, desarrollando una crítica estructural al androcentrismo capitalista y la dominación masculina a través del heteropatriarcado. La “interseccionalidad” quería combinar y no establecer prioridades entre la emancipación social y la consecución de la igualdad (“Soy mujer y de clase baja”, decía María Mercè Marçal). Hasta aquí, las diversas intensidades o prisas por recorrer el camino no establecieron ninguna fractura entre feminismos. Predominio del progresismo, pero con coloraciones políticas muy diversas. Sin embargo, hace unos años que ha crecido una movilización feminista dotada de mayor radicalidad, que pone el tema de la identidad en medio del foco mientras cuestiona no sólo la normatividad sobre el sexo, sino también el género, mientras se separa la cuestión de cualquier consideración social. Estamos frente a vínculos políticos explícitos en la lucha cultural contra la izquierda socialdemócrata. Hacen bandera de la filosofía que contiene la “ley trans” o bien la técnicamente fallida del “sólo si, es si”.

A pesar entender mejor y encontrar más funcional la «segunda ola», no me veo capacitado para valorar lo que de interesante aporta esta visión más radical. Estoy seguro de que en un debate sosegado tiene mucho que decir y a añadir. Pierde sus razones, con las formas sectarias y fanatizadas que lo plantea, al establecer una estrategia agonista que resulta destructiva y olvidando considerar que los avances en este sentido deben ser menos ideológicos y más compartidos para una mayoría de la sociedad que, en este tema como en otros, tiene un ritmo más pausado de progreso que aquellos que caminan en la vanguardia y hacen de agitadores. Venimos de dónde venimos y sería necesario que los desarrollos culturales y fácticos fueran sólidos. Y no hablo sólo de los sectores más tradicionales que todavía nos quedan. Desgraciadamente, hemos cambiado mucho menos de lo que quisiéramos. La semana pasada visité el Mobile, sitio moderno por excelencia, ligado a la economía del conocimiento y la tecnología. No es sólo que hubiera un predominio abrumador de hombres, es que una parte importante de las mujeres hacían de azafatas con las funciones y atributos que se les suponen. Antiguo. A menudo se mantienen los viejos estereotipos con ropajes nuevos, o ni eso. Quizás apostar por los cambios graduales, reales, tiene más sentido.

Ferrovial como ejemplo

Esta empresa ha anunciado que realiza una fusión inversa, y una sociedad holandesa justamente suya, la adquiere y, así, una empresa española de referencia deja de serlo, trasladando su sede corporativa y fiscal a los Países Bajos. Juego de manos. Mala imagen y mal precedente para la economía española, ya que una de las “majors” del Ibex se va apelando a las ventajas que le proporciona radicarse fuera, lo que puede servir de inicio y estímulo para que lo hagan otras. En realidad, Ferrovial no es estrictamente una empresa, sino un grupo con cientos de sociedades filiales y participadas cuya actividad de buena parte es internacional. En España, sólo tiene el 20% de un negocio que abarca obras de infraestructura de todo tipo, especialmente públicas: carreteras, aeropuertos, autopistas, grandes construcciones, energía, agua, residuos… Una empresa que nace a principios de los años cincuenta, cuando la España franquista empezaba a optar por el desarrollo de grandes obras y necesitaba operadores propios y fieles. Se creó de la mano de una familia acólita del Régimen, los Del Pino, emparentados con los Milans del Bosch y que después lo harían con los Calvo Sotelo. La familia sigue controlando el negocio con el 33% del capital. Durante los primeros cincuenta años vivió de las grandes adjudicaciones a dedo que hacía el franquismo: asignación casi exclusiva de las obras ferroviarias, después las primeras autopistas, la primera línea de Tren de Alta Velocidad. Compra Agromán y entra en las grandes obras de la Barcelona Olímpica además de la Expo de Sevilla o el Museo Guggenheim de Bilbao. También se hizo un sitio en servicios urbanos, tratamiento de aguas con Cadagua, residuos urbanos con Cespa… Con el nuevo siglo, lleva a cabo un gran salto internacional hasta convertirse en una multinacional presente en gran cantidad de países, construyendo y gestionando infraestructuras estratégicas. Más allá de lo simbólico, que también es importante, hace mucho tiempo que dejó de ser una empresa “española”.

De hecho, como todas las grandes corporaciones desde la globalización económica que empezó hace casi cuarenta años, no tienen “patria”. Su ámbito de acción es el mundo y tanto en la producción como en la radicación, pero especialmente en función de la fiscalidad son de donde conviene o de ninguna parte. Ferrovial factura, en el consolidado, 7.500 millones de euros anuales y su valor bursátil está en los 18.000 millones de euros. Tiene muchos litigios pendientes con la hacienda española -unos 254 millones de euros- y, afirman para demostrar que no se van por razones fiscales, que sólo se ahorrarán unos 40 millones de euros anuales. Que lo hacen para adquirir mayor reputación internacional y acceder a mejores líneas de financiación. De hecho, no se pueden quejar de la presión fiscal española ya que su contribución en calidad de impuesto de sociedades es ínfima pues se benefician de bonificaciones en forma de crédito fiscal por las pérdidas durante la pandemia y utilizan sabiamente los precios de transferencia dentro del grupo para realizar beneficios en paraísos fiscales. Antes de radicarse en los Países Bajos, el grupo es ya poseedor de 65 sociedades en refugios fiscales, lo que de hecho hace la totalidad de las empresas que cotizan en el Ibex. Para los accionistas españoles, cobrar los dividendos en el exterior también les va a salir muy a cuenta. Más allá del tema fiscal, el carácter simbólico de su marcha no es menor. El Gobierno español así lo entendió y salió en tromba a criticarlo. Y tienen razón. No es sólo que la empresa tiene un carácter estratégico y se pierde cualquier tipo de incidencia y control, sino que resulta algo injusto que un grupo especialmente beneficiario de las adjudicaciones públicas y de todo tipo de favores y protección gubernamental desde su creación hace más de setenta años, ahora se va dando un portazo que, además de razones de bolsillo, tiene de políticas. Quienes lo hacen, saben bien que refuerzan la estrategia del Partido Popular contra los socialistas, a quienes acusan falsamente de hacer una excesiva presión fiscal y de ser “enemigos” de las empresas. Es bueno recordar en este punto, que justamente esta empresa se ha movido siempre, en España, en régimen de oligopolio y con un proteccionismo público que poco tiene que ver con la competencia abierta y la libertad de mercado. Jugadores partidarios de librar la partida con cartas marcadas. Aunque ahora su escenario sea el mundo el carácter rancio de sus orígenes franquistas nunca han desaparecido del todo.