Mes: octubre 2022

La corta vida de las lechugas

Gran Bretaña lleva años conviviendo con la inestabilidad política que suele ser inherente al fracaso económico y la falta de expectativas de futuro mínimamente claras. Una antigua gran potencia en declinación que no deja de dar golpes de palo de ciego para recuperar un estatus que ya no es posible. País desindustrializado donde la mayor fuente de riqueza es la actividad financiera que se realiza en la City de Londres actuando de plataforma hacia los paraísos fiscales. Tras la crisis de 2008, se focalizó el descontento en la Unión Europea, hasta alcanzar un Brexit que era una salida hacia la nada. El país fue liderado por un estrafalario Boris Jonhson que acabó cayendo no tanto porque la salida de Europa sólo les ha traído problemas, sino por sus alcohólicas fiestas privadas en tiempos de pandemia. Los conservadores, mayoritarios en el Parlamento, pero condenados por las encuestas electorales, ensalzaron a Liz Truss, una ultraliberal que planteaba recetas alocadas y disminución radical de impuestos en tiempos que se requieren Estados que den seguridades y no debilidad. Si Thatcher fue una tragedia para los británicos hace cuarenta años, su imitadora ha resultado pura parodia. Desde el principio algunos diarios británicos, cuyo humor es muy propio, especularon literalmente si llegaría a durar como primera ministra el tiempo de vida de una lechuga. El tema trajo mucho cachondeo e incluso apuestas. El resultado, tienen un ciclo de vida más largo las lechugas que esta debil primera ministra.

Sería un error creer que el problema de Gran Bretaña es que no tiene suerte a la hora de elegir a los mandatarios. Sería cómo decir que todos los problemas de Argentina provienen de la existencia del peronismo. Los dirigentes políticos suelen ser un exagerado reflejo de la propia realidad económica y social. Tienen un contexto. Y hace años que el del antiguo gran Imperio es de decadencia económica y de degradación de la cohesión social. Las políticas liberales extremas han triturado a las clases medias, así como a los sectores de trabajadores con salarios razonables y no precarizados. Animo a ver las dos últimas películas de Kean Loach (I, Daniel Blake y Sorry We Missed You), para entenderlo. El Estado de bienestar hace tiempo que ha naufragado en este país y cada vez es mayor el número de gente excluida. La polaridad social es extrema, mientras el laborismo ha sido, después de Tony Blair, incapaz de levantar un proyecto político emancipador creíble. Los malestares y rencores acabaron cristalizando en el movimiento que culpaba a Europa de sus resentimientos, de ser un mal negocio que les resultaba caro -lo que era mentira, pues eran receptores netos de fondos europeos-, proporcionándoles un refugio de identidad vinculado a la idea del “nosotros solos”. La Inglaterra profunda y la gente mayor compraron el discurso, mientras los sectores progresistas urbanos y los jóvenes se quedaban en casa. El resultado fue lo que fue.

¿Cambiarán las cosas con la elección ahora del multimillonario de origen indio? Poco, más allá de ser muy joven y reflejar la multiculturalidad británica. El tema de fondo no es reiterar con pequeñas variantes lo que no sirve, sino el cambiar el modelo y, esto, no puede hacerse sin nuevas elecciones. El tiempo del Partido Conservador y sus “genialidades” parece haber tocado fondo y con Rishi Sunak tiene poco más que un tiempo de prórroga. Éste, es un ultraliberal, que fue firme partidario del Brexit y que más allá de hacer políticas más previsibles que Truss, reiterará en la errónea pretensión de “enfriar” la economía para hacer frente a la inflación, si tenemos en cuenta que ésta no proviene del lado de la demanda sino de la oferta. Dicho de otra forma, los precios suben por efecto de aumento del coste de la energía y no por el exceso de consumo. Las recetas más liberales, que no se practican ni tan solo en Estados Unidos, lo único que hacen es llevar a la recesión, actúan de manera procíclica. Continuará con el nuevo dirigente el decantamiento cada vez mayor del país hacia el Atlántico, hacia Estados Unidos, en detrimento de su dimensión europea. Resulta curioso que en la muchas veces puesta como modélica democracia británica, se pueda ir cambiando de primer ministro con el voto de un par de cientos de diputados y sin pasar por las urnas. Así, al nuevo líder le falta algo que en democracia resulta básico, la legitimación.

Josep Burgaya

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Impuestos, los justos

El debate sobre la fiscalidad vuelve a centrar la pugna política en España y, probablemente, lo hará durante tiempo, al menos hasta que se celebren elecciones generales en un año. La derecha hispánica, tanto la de Feijoo como la de Ayuso y también la de Vox, han hecho suyo aquel precepto propagandístico del neoliberalismo que afirma que “los impuestos son una incautación de la riqueza privada y donde mejor están es en el bolsillo de los contribuyentes”. Obvia esta premisa algo tan fundamental como es que el presupuesto público que financia la acción de las administraciones se realiza con la recaudación impositiva. No hay servicios públicos, no hay políticas que garanticen la cohesión social como tampoco disponer de infraestructuras sin una fiscalidad adecuada, la cual, parece lógico, debe recaer de forma proporcionada y progresiva según el nivel de renta. El sistema tributario no sólo dota de los recursos imprescindibles al Estado, también puede contribuir a moderar o aumentar la desigualdad económica y combatir o no la pobreza. Oliver W.Holmes, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos condensó en una única frase la importancia de la fiscalidad: «los impuestos son el precio que pagamos por la civilización». No existe sociedad sin un sistema de contribución al bien colectivo, no hay democracia sin pagar impuestos.

En el debate tributario a menudo a la izquierda le cuesta salir del marco mental que le fija la derecha de ser siempre proclive a aumentar los impuestos, de ser depredadora. Carga con este lastre. Habría que explicar que el debate no es el de “bajar” o “subir” impuestos, sino en que se deben pagar los justos. Es decir, impuestos los necesarios para las necesidades de financiar las políticas públicas, y que el pago debe realizarse de manera adecuada a la renta y riqueza de cada uno. Justicia fiscal, éste resulta el concepto clave. Que las rentas del trabajo estén mucho más grabadas, porque es fácil hacerlo, que no las rentas de capital no resulta equitativo, como tampoco lo es que no paguen de forma extraordinaria aquellos que se enriquecen de forma exagerada en momentos de crisis a cuestas del bienestar de la mayoría, como sería el caso actual de las grandes energéticas o de la propia banca. Esta última hace sólo diez años que tuvo que ser salvada con abundantes recursos públicos que no devolvió. Debería explicarse que el nivel tributario se correlaciona de forma directa con la calidad del Estado de bienestar del que disponemos y de forma indirecta con el déficit y la deuda pública. Éste es el debate. Cuando en España el nivel de tributación respecto al PIB es del 34,5%, significa que estamos siete puntos por debajo de la media europea. Los países nórdicos, tan admirados, poseen niveles impositivos medios que superan el 50%. Por eso disponen del modelo de Estado de bienestar más completo.

Los sistemas tributarios actuales penalizan especialmente a las clases medias. Su proceso de laminado y desaparición tiene que ver con ello, aunque no sólo con eso. En la versión vulgar de la derecha sobre la tributación no se entra en las diferencias de naturaleza de los distintos tipos de impuestos y su carácter corrector o estimulador de la desigualdad. Se debería realizar una cierta pedagogía sobre el papel y función de los diferentes tipos impositivos y el efecto tan diferente de los impuestos directos y los indirectos. También explicar la diferencia entre los tipos nominales y los tipos reales que se liquidan. Las muchas posibilidades de elusión fiscal provocan que las rentas de capital coticen muy por debajo de lo escrito en la normativa. Y no hablemos de fraude ni de evasión de capitales, que sería otro tema. Nos referimos a que las empresas del Ibex35 de la bolsa española pagan una media del 8% en Impuesto de Sociedades, cuando el tipo establecido sobre el papel es del 25%. Y si hablamos de las grandes corporaciones y plataformas tecnológicas, estas sencillamente no pagan. Especulan con los precios de transferencia entre filiales para acabar cotizando, a menos que mínimos, en paraísos fiscales. Apple declara pérdidas en España y acaba pagando un tipo negociado del 0,005% en Irlanda. Ya lo dijo de forma elocuente y en un ataque de sinceridad el inversor financiero global Warren Buffet, “pago menos impuestos que mi secretaría”.

Se impone elecciones

Contra pronóstico, la militancia de Junts decidió salir del Govern. No fue sólo que los “octubristas” encabezados por Laura Borràs resultaron más convincentes, sino que hasta última hora Esquerra les lanzaba mensajes mostrándoles la puerta de salida. Y la tomaron. Este gobierno nació hace un año y medio ya muy tocado. Había una unidad verbal, pero la sensación siempre fue que Junts formaba parte de él a regañadientes o, como mínimo, con contradicciones internas y poca convicción. La presidenta del Parlament, iba ejerciendo de cabeza de la oposición. La estrategia política se había ido volviendo divergente entre aquellos que evolucionaban hacia un pragmatismo que situaba la independencia como un lejano objetivo final con los que se aferraban a un Procés que debía tener resultados inmediatos a partir de sucesivos embates contra el Estado. Pero había distanciamientos más allá de lo estratégico. Los postconvergentes nunca consideraron del todo legítimo el relevo en el liderazgo independentista, ya que sólo les separaba un diputado, y los líderes reales de cada bando no se podían tragar desde mucho antes de octubre de 2017, momento el cual, por cierto, las posiciones que mantenían Puigdemont y Junqueras respecto al carácter imperativo de la consulta eran contrapuestas a las que mantienen ahora. La huida de uno y la asunción de responsabilidades judiciales del otro no hicieron sino aumentar la aversión personal. El factor humano siempre es prevalente.

Acabado el culebrón que ha paralizado la política catalana durante semanas, ambos contendientes dicen sentirse liberados mientras se convierten en enemigos íntimos e irreconciliables. Para sus intereses inmediatos, la apuesta de Junts quizás resulta romántica pero no parece muy acertada. No sólo por no disfrutar de las posiciones e instrumentos que da estar en el Gobierno. A partir de ahora y durante mucho tiempo no tendrán con quien asociarse. Ubicados en el centroderecha, batasunizados, y extremadamente combatientes de Esquerra, no se les pueden augurar muchas posibilidades de futuro, aunque intentarán recuperar la hegemonía por medio de un movimiento personalista, mucho populismo y vínculos con lo que se llama, quiero creer que solo de manera metafórica, la «sociedad civil» organizada, es decir, el ANC. Alguien dice que todo es una victoria política de ERC que ahora puede disfrutar del Govern en solitario. De hecho, sólo lo afirman sus propagandistas. Fue el segundo partido en las elecciones, y sólo tiene 33 disputados de 135. Esto es mucho más que estar en minoría, hace imposible gobernar. Empezó la legislatura con el apoyo de 74 diputados. Es más bien un fracaso haberse quedado tan solo, se mire como se mire. Cuando esto ha ocurrido, habría dos salidas lógicas: convocar elecciones, o bien construir una nueva mayoría parlamentaria cambiando de socios. Todo sería legítimo. Lo primero dicen haberlo descartado por no considerar pertinente el calendario político con sucesivas elecciones y porque la demoscopia no les es favorable. La segunda posibilidad podría llevarse a cabo, ya que los posibles socios a su izquierda dicen estar dispuestos a echar una mano y proporcionar estabilidad, al menos durante un cierto período de tiempo.

Pero en Cataluña, desde hace una década, la política está acostumbrándonos a las excentricidades. Cada vez que Salvador Illa extiende la mano intentando poner puentes y superar trincheras, recibe descalificaciones y guantazos por parte de aquellos que lo necesitan. También aquí funciona especialmente el resentimiento -no sé si odios- cultivados por Oriol Junqueras. Excluir y querer gratuitamente los votos en nombre del apoyo al PSOE en Madrid parece algo fuera de lugar, especialmente teniendo en cuenta que, una vez aprobados los presupuestos del Estado de 2023, dejarán de inmediato ser necesarios. Hoy en día, para aprobar los presupuestos en Catalunya, no tienen ni uno más de sus escasos diputados. La amenaza de la prórroga se les volverá en contra ya que significa renunciar a la posibilidad de incorporar 3.000 millones adicionales a las cuentas. ¿Cómo se justificaría? A estas alturas, quizás el problema del presidente Aragonés radica especialmente dentro de su propio partido. Si en algo tiene razón Laura Borràs, es que este gobierno ha quedado deslegitimado y que lo que se haría en un país más convencional son elecciones.

El momento más peligroso de la guerra

Las guerras no tienen un momento bueno, pero tienen etapas, algunas de las cuales resultan especialmente preocupantes. La invasión por Rusia de territorios ucranianos ha sido una agresión inaceptable con efectos humanos, sociales y económicos de inmenso alcance y no sólo para ucranianos y rusos. Se han roto la necesaria estabilidad que requiere el progreso en buena parte del mundo y los desequilibrios generados nadie sabe muy bien adónde nos pueden llevar. Todo cálculo en el terreno bélico resulta una mera aproximación. Como en una partida de ajedrez, cada movimiento abre una realidad nueva. En ese caso, se juega muy cerca del abismo. Rusia preveía una guerra relámpago que, en pocos días le permitiría ocupar la región del Donbass y provocar el colapso del gobierno ucraniano el cual sería sustituido por uno afín. Nada de esto ha pasado. La rusofobia ancestral en este país provocó una dinámica de cohesión y la emergencia de un liderazgo fuerte por parte de Zelenski, un cómico convertido en político. La resistencia militar de Ucrania resultó insólita, en gran parte por la ayuda militar occidental, pero también porque en Rusia de la gran potencia militar que había sido ya sólo le queda el arsenal nuclear. La guerra se alarga, con múltiples episodios de una brutalidad inusitada, y unos efectos económicos muy profundos más allá de los contendientes y de las sanciones impuestas por Occidente en Rusia. Parece que Europa no había previsto lo que significaría su posicionamiento en relación con la dependencia energética y el acceso a determinados alimentos y materias primas.

Tras la fase inicial en que la guerra en sus aspectos bélicos estaba presente de forma muy destacada en los medios de comunicación occidental, fue perdiendo peso y casi desapareciendo. Nos cansamos de todo. Por continuada, la violencia iba dejando de ser novedad. Sólo nos despertaba de la somnolencia aburrida del tema, de vez en cuando, las fanfarronadas de Putin recordándonos la posibilidad de usar su armamento nuclear. Escalofrío mientras cenábamos, imaginando el futuro apocalíptico que esto generaría. El problema es que mientras, parece, que nadie ha apostado por forzar la negociación y acabar con una dinámica que nos condiciona muchísimo y que puede acabar muy mal. Parece que nos agrade la opción aguerrida de ir impulsando a los ucranianos a entregarse a una confrontación que les está destruyendo con la falsa posibilidad de que pueden acabar ganando y arrodillar al gigante ruso. Una eventualidad que puede resultarnos justa, épica y romántica, pero que es una quimera. La disponibilidad de abundante armamento nuclear, en manos de gente poco sensata y dispuestos a utilizarlo, marca una diferencia insalvable que no permite a quien no lo tiene, ganar.

Justamente en las últimas semanas vivimos una escalada de optimismo tanto en Ucrania como en Occidente, por la contraofensiva militar ucraniana y la recuperación de territorios. Zelenski, pero también nosotros, nos hemos instalado en el optimismo radiante de que esta guerra la ganará el polo de la «libertad». Es fácil leer análisis estos días que ya hablan de la derrota rusa, el repliegue y la caída de Putin y con él todo su régimen autoritario y falsamente democrático. Bonito de imaginar y posibilidad poco plausible. La crisis energética en Europa resulta ya insoportable, como lo es la inflación económica derivada que está poniendo en cuestión la recuperación económica y el bienestar social. Los países productores de petróleo aprovechan la ocasión y, de paso, nos encarecen el petróleo. El invierno europeo no será dantesco, pero sí muy difícil y complejo. Ucrania se siente ahora fuerte y le embriagan los logros militares, negándose ya a cualquier negociación. Aquellos que le proporcionan la financiación y el armamento deberían hacerlos entrar en razón. Los fracasos militares rusos pueden estimular salidas desesperadas que ni siquiera es bueno imaginar. Justamente, quien se encuentra fuera del primer plano de la guerra debería huir de comportamientos emocionales. La única solución, no óptima para nadie, pasa por detener la guerra y negociar una salida en paz.

Al final de la escapada

Es el título de una magnífica película de Jean-Luc Godard. Spoiler: termina mal. Después de meses y meses de un espectáculo que el país no merece, parecería que finalmente la ficción de unidad independentista se ha dinamitado. Que el socio de gobierno te amenace con una moción de confianza en pleno debate de política general, es sin duda un exceso que el presidente de la Generalitat no podía aceptar si quiere mantener una mínima dosis de autoridad. La personalización de las desavenencias con el cese del vicepresidente y máxima figura de Junts dentro del Govern, es más que una invitación a que se marchen. La situación era insostenible no desde hace meses, sino casi desde sus inicios. Desconfianza, deslealtades, posiciones confrontadas, bloqueos, desgobierno… Resultaba evidente que la estrategia de ERC de mantener la independencia sólo como objetivo final, pero dedicándose al realismo de gobernar y concertar algunos avances con el gobierno central por medio de la mesa de diálogo, tenía poco que ver con pretensiones de declaraciones unilaterales de sus aliados que tampoco explicaban cómo pensaban llevar a cabo. La estrategia de Junts ha sido la de hacer continuas afirmaciones grandilocuentes sin posibilidad de materializarlas, manteniendo la ficción y el engaño inicial en que se basó todo lo que ocurrió en el 2017. Puro voluntarismo sin posibilidad alguna de factibilidad. Afortunadamente, ERC, aunque con dudas e idas y venidas decidió abandonar el callejón sin salida.

Junts ha sido durante este tiempo una auténtica olla de grillos, con almas y estrategias internas difícilmente conciliables. Incluso algunos de sus líderes parecen representar posiciones confrontadas y contradictorias a lo largo del día. Se habla de un alma convergente, derechista y realista, con vocación de gobierno y de pretender la estabilidad. Algunos de sus consejeros realmente parecen tener esa forma de actuar. Pero de forma obvia son minoría en un partido convertido en una agregación donde predomina lo emocional y que Carles Puigdemont se ha cuidado de llevarlo a una actitud rupturista y antisistema. Casa bastante mal hablar seriamente de presupuestos y al mismo tiempo hacer ruido de proclamas del tipo “lo volveremos a hacer”. Directivos de la Caixa y radicalismo independentista no es que casen mal, sino que no resultan creíbles. En el otro extremo está el egocentrismo sobreactuado, casi naíf, de Laura Borràs y su club de fans. Víctima del personaje caricaturesco que ha creado, no ha dudado en llevar al Parlament de Catalunya al descrédito más absoluto. Es alguien que no encaja en una estructura de partido, ni siquiera en uno tan diverso y plural como Junts. Tiene vocación de liderar un movimiento personalista a su alrededor. Tiene ínfulas de Evita Perón de clase alta y puede acabar siendo la versión catalana de Giorgia Meloni. En medio de tanta diversidad e inflación de egos, una persona sensata como Jordi Turull ha intentado embridar a un partido imposible y una serie de estrategias impracticables. Convergencia y el ecosistema convergente ya no existen. Deberían asumirlo. Se acabó cuando Artur Mas se encaramó a la ola independentista.

En un país en el que la política fuera por caminos más convencionales, racionales y razonables, el gobierno habría finiquitado el miércoles por la noche. Pere Aragonès podría optar por ir a elecciones o alargar un poco la legislatura para esquivar las inminentes elecciones municipales y españolas, obteniendo un apoyo parlamentario discreto del PSC y de los Comunes. Probablemente esto no irá así y viviremos episodios de enfrentamiento fraternal del independentismo. En Junts están obsesionados con liderar el movimiento y nunca han aceptado que los resultados electorales dijeron otra cosa. No se irán del Gobierno de forma fácil. Lo alargarán. Alegarán una consulta a la militancia para decidir. El resultado, bloqueo y un in crescendo de grotesco espectáculo. Para acabar de abonarlo, estamos a las puertas del quinto aniversario de los hechos del 1 de octubre. Un contexto que juega a favor de proclamas emocionales y en la práctica del irredentismo. También para echarse, aún más, los platos por la cabeza. Continuamos anclados al querer conmemorar cosas que más bien requerirían de quien las protagonizaron buenas dosis de autocrítica. Pero la programación de TV3 de la última semana lo sigue evaluando de forma épica y gloriosa. Se rompió la sociedad catalana, se vulneraron las normas básicas de la democracia y se llevó al país al bloqueo y la frustración. ¿Qué hay que celebrar?