Mes: marzo 2022

Desconcierto

Una de las virtudes políticas de Pedro Sánchez ha sido, sin duda y durante bastante tiempo, la de transmitir serenidad, cierto sentido de la pausa. Frente a problemas ingentes, de difícil gestión y dudosa salida, y con una oposición que ha planteado la llegada del apocalipsis día sí día también, el recurso a la acción tranquila y sensata, el no entrar en la psicosis del nerviosismo ha funcionado razonablemente bien. En la gestión de la pandemia, cuando todo era oscuro, Salvador Illa aportaba confianza y racionalidad. Cuando el tema de Catalunya parecía alimentar las posturas más extremas, lo que podía entenderse como una quimérica apuesta por el diálogo ha acabado por dar la razón al presidente Sánchez. LO más caliente del conflicto parece estar ahora bastante desactivado. Pero la invasión de Ucrania ha desatado muchas cosas. Efectos múltiples difíciles de mitigar. Aquí más que tranquilidad lo que emana del gobierno central es directamente descontrol e inacción, una especie de bloqueo paralizador. No sé si los errores son sólo de comunicación, o no se percibe exactamente la dimensión de la tragedia. Los malestares económicos y sociales se multiplican y la espiral de contestación y toma de la calle se multiplican. No es suficiente con contentarse en decir que esto son movilizaciones inducidas desde la extrema derecha. Aunque sea así en parte, la respuesta del gobierno denota una notable desconexión de una realidad donde los malos humores justificados progresan de forma geométrica.

El tema del precio de la energía se arrastra desde hace muchos meses y el encarecimiento del gas por la cuestión de Ucrania no ha hecho más que dispararse. Hace mucho que debía haberse reaccionado conteniendo los precios de la energía eléctrica, abandonando un sistema marginalista de subasta que es incomprensible, ineficiente e injusto. El aumento ahora del precio de la gasolina pone en pie de guerra al sector del transporte por carretera. Lógico. No se puede argumentar que ya se decidirá algo a finales de mes después de un muy anunciado tour de Pedro Sánchez por las cancillerías europeas. La reacción debía haber sido inmediata. Es una cuestión de emergencia, pero también de liderazgo. El tope del precio de los carburantes resulta urgente e inevitable. En política es clave dominar los tiempos, y parece evidente que se han dejado de controlar hace días. Una huelga de camioneros provoca, se sabe de siempre y en todas partes, un efecto multiplicador de las situaciones de crisis, genera caos: bloqueo de carreteras y accesos a las ciudades, desabastecimiento de las industrias y supermercados, psicosis de escasez con tendencias en el acaparamiento… Un contexto para que a la derecha le resulte fácil hacer un retrato de derrota gubernamental y prepare el asalto al poder. Una situación idónea para Vox que le permite promover, de forma similar que en Francia, un movimiento de descontentos con chalecos amarillos, fuera del control de las organizaciones sindicales y políticas tradicionales. Desgobierno.

El repentino cambio de política exterior con relación al Magreb ha terminado de remachar el clavo de la confusión que generan últimamente las acciones e inacciones gubernamentales. Pueden existir explicables razones geopolíticas para alinearse con Marruecos y ahorrarse los recurrentes episodios de presión con las oleadas migratorias, problemas con la pesca o amenaza de la soberanía sobre Ceuta y Melilla. En la situación internacional, Occidente cierra filas y Estados Unidos considera Marruecos un aliado clave para controlar el estrecho y el acceso al Mediterráneo. Pese al compromiso marroquí de dotar al Sahara de un estatuto de autonomía, el gobierno español no podrá evitar la imagen de haber abandonado el Frente Polisario y la mucha gente recluida en los campos de refugiados argelinos a su suerte. Para la cultura y solidaridades de la gente de izquierdas éste es un tema sensible que facilita, aún más, el distanciamiento y los motivos de enfrentamiento con los teóricos aliados gubernamentales. Acercarse a Marruecos implica de forma mecánica confrontarse con Argelia, país que, por cierto, nos abastece de gas natural y que, como parece lógico, ha puesto el grito en el cielo. El fondo del cambio de alianzas puede ser discutible, pero el volantazo repentino sin avisar ni consultar está resultando inaceptable. Se alimenta la imagen de desbarajuste y la mayoría de gobierno se tambalea aún más. Hay algo que los ciudadanos valoramos de nuestros gobernantes, es que sean previsibles. Cuando se tiene la sensación de improvisación, de falta de coherencia e hilo argumental, comienza una desafección que no suele tener camino de regreso.

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Guerra y neorrealismo

Los equilibrios son siempre, por definición, inestables. Creíamos que el orden mundial configurado desde el derrumbe del sistema soviético era bastante sólido y tendría una larga duración. Lógicamente, en el trasfondo se desarrollaba una larga partida de ajedrez por la sucesión a largo plazo de la hegemonía americana por parte de la poderosa China. Entendíamos, sin embargo, que la rivalidad y el cambio de predominio necesitaría un par de generaciones y que la “guerra” entre las dos potencias sólo sería comercial y para tomar posiciones en el mapa de los grandes corredores geoestratégicos, el control de tierras y recursos escasos. Europa vivía con cierta placidez entre crisis y crisis intentando mantener una cohesión difícil en el seno de la Unión Europea. No parecía, más allá de la complicada gestión de la pandemia, que debiera producirse nada trascendental en muchos años. Pero, de repente, todo se ha acelerado. El imprevisto movimiento de Putin cambia no sólo el tablero global, sino que obliga a Europa a mudar sus prioridades. El zar postsoviético ha querido hacer valer el control interno de un país poco democrático y la posesión de arsenales nucleares para remodelar una partida global en la que tenía en los últimos años un papel únicamente de figurante. La impericia de la política europea después de la Guerra Fría no le ha dado justificación para la barbaridad que está cometiendo, pero sí le ha facilitado una coartada. Declinación económica y política combinada con proyectiles nucleares resultan una mala mezcla. Al gobierno chino no le va del todo mal esta aceleración, puesto que es el país beneficiario, aunque el descontrol del socio ruso le pueda generar algunas incomodidades en el corto plazo.

Termine como termine, esta invasión de Ucrania nos devolverá a una nueva política de bloques. Un escenario poco atractivo, especialmente para los europeos que lo viviremos de manera especialmente intensa y en la primera fila. La experiencia nos indica que se irá a la construcción de un nuevo equilibrio militar con Rusia. Esto comporta, guste más o menos, políticas de defensa expansivas y de rearme. Las prioridades políticas en los países de la Unión Europea ya han cambiado. Hemos quedado inmersos en pocos días en un hiperrealismo en el que los gastos e inversiones que no sean muy estratégicas se desplazan hacia revertir la dependencia energética y a restablecer en términos militares lo que se llamó después de la Segunda Guerra Mundial “equilibrio del terror”. En este contexto, no quedará mucho espacio para la poesía. Aunque cayera Putin y Rusia se democratizara, la fractura creada tardará muchas décadas en poder suturarse. Demasiada destrucción, sufrimiento y muerte provocadas como para restablecer el estado de las cosas y olvidarlo en un tiempo razonable. Rusia es un país muy grande, con una vocación paneslavista demasiado arraigada como para que ucranianos, polacos, rumanos, finlandeses…, puedan superar sus justificados temores. Ya existían demasiadas referencias históricas que inducían al miedo. La de ahora, retransmitida casi en directo por televisión, se mantendrá largo tiempo en la memoria colectiva y costará que deje de ser una pesadilla.

No sólo cambia la política internacional. Los países deben hacer frente a nuevas dinámicas de la economía, sustitución de importaciones, retraso de las transiciones energéticas, modificaciones presupuestarias y, sobre todo, recuperación de protagonismo de los clásicos partidos de la centralidad, más dados al realismo que los partidos periféricos. Esto resulta bastante evidente en España. El mantenimiento del gobierno de izquierdas actual parece bastante improbable e insostenible. A la izquierda más radical le tiemblan las piernas, no sólo por no haber interiorizado la función que una vez iniciado los conflictos bélicos hace el armamentismo, sino también porque quedan rémoras ideológicas -quizás sólo estéticas-, de las simpatías hacia Rusia y un cierto antiamericanismo aún no del todo superado. Resulta difícil estar en el gobierno y en la oposición a la vez, especialmente cuando vienen tiempos de predominio de argumentos poco elaborados en nombre de la razón de Estado, de sal gorda. Alguien podría pensar que la política catalana queda fuera de esos efectos. Se equivocaría. Por el momento el sector de El Procés que, de forma alegre y frívola, jugó a obtener el apoyo de la Rusia de Putin ha quedado del todo desautorizado y con la ropa interior a la vista. Una forma de proceder que, más que indignación, nos provoca vergüenza ajena.

Tiempos de confusión

El posliberalismo se impone como actitud y pensamiento en muchos movimientos políticos, algunos de los cuales, especialmente en el Este de Europa, han logrado hacerse con el poder y constituir lo que el húngaro Orban llama estados iliberales. Se mantiene la terminología y formas del Estado de derecho, pero que subvierten los valores y los equilibrios más allá del mantenimiento de las elecciones como modalidad de legitimación. Especialmente, se pervierte la división de poderes, sometiendo, o intentándolo, el poder ejecutivo a los poderes legislativo y judicial y a generar una dinámica polarizadora que acaba con la libre concurrencia de proyectos, políticas y opiniones por una tendencia al unanimismo forzado a partir de todos los mecanismos en manos del Estado y, muy especialmente, a un uso especialmente perverso de las posibilidades encuadradoras del instrumental digital.

Precisamente, la Rusia de Putin representa un modelo de autoritarismo democrático. Un sistema autocrático constituido mediante elecciones, pero en el que no impera el Estado de derecho. Como pone de manifiesto con la agresión a Ucrania, ningún respeto por los valores inherentes al predominio de la libertad. Rusia, de hecho, no tiene una tradición ni una cultura liberal a la que atenerse. Pasó del zarismo al comunismo, sin un período burgués y de democracia parlamentaria. Su realidad actual poco tiene que ver con la recuperación y refugio en los valores tradicionales del país. A la caída del modelo soviético, tomaron el control económico y político los oligarcas y los “listos” del antiguo régimen que supieron reubicarse a tiempo, como fue el caso de Putin. Su desprecio por las normas y la cultura democráticas es absoluto. Combinan los términos de la democracia liberal con una sobredosis de nacionalismo y un imaginario de reconstrucción del gran imperio pasado.

Lo cierto es que toda sociedad, por tener un mínimo de cohesión, requiere elementos de adscripción. Conceptos de “ciudadanía” o de “civismo” son cruciales en las sociedades democráticas maduras, pero se han evidenciado como demasiado abstractos. Hay que conformar un “nosotros” que requiere aspectos emocionales de vinculación, pero lo importante es que estos tengan laicidad suficiente para que no se conviertan en formas de identidad nacional supremacista, irracional y excluyente. Las sociedades actuales son multiculturales o simplemente no son. Pero lo cierto, es que las políticas de la multiculturalidad tienden a generar una dispersión en “identidades menores” radicalizadas.

El populismo en su versión derechista, o de nueva extrema derecha, pretende retornar a la vieja fórmula de la soberanía estatal, con fronteras precisas y delimitadas, homogeneidad cultural interna y valores tradicionales frente a la nueva diversidad defendida desde el progresismo. Resulta bastante paradójico, el hecho de que esta derecha pretenda rehacer la cohesión y los vínculos de proximidad que la globalización, que tan festivamente defendió, ha creado. Enfrente, la izquierda transmutada en identitaria y ya no de clase, impulsa luchas sociales específicas sin un proyecto de emancipación económico y político global, como si el futuro se pusiera en manos de la adoración de pequeños dioses particulares erigidos o cooptados en el extenso mercado de la diversidad. Ya no existe una noción de ciudadanía única o de comunidad nacional específica, sino un sinfín de grupos tribales que se arrogan el derecho a la primacía de sus preocupaciones y a condicionar el conjunto social. Aquí, la importancia del enemigo resulta especialmente clave.

En esta “gran confusión”, en palabras del politólogo francés Philippe Cocuff, es la extrema derecha la que se mueve con ventaja. Utiliza un lenguaje provocativo, ridiculiza las preocupaciones sectoriales de los grupos progresistas y transmite una situación de caos. De hecho, es esa derecha extrema y desacomplejada la que actúa como rebelde ante la corrección política y la facilidad para ofenderse de la sociedad progresista. En Francia, Italia o España, es la nueva derecha populista la que marca la agenda política y establece los temas de debate público. La reacción como resorte de la izquierda bienpensante no hace sino multiplicar el efecto de sus mensajes y la sonrisa entre cínica y burlona de su nueva y amplia base social. Las ideologías tradicionales que resultaban fáciles de ubicar ahora ya no se mueven con las lógicas antiguas. De hecho, los vínculos caprichosos y caóticos que se establecen entre identidades e ideologías generan híbridos a menudo incomprensibles y aparentemente contradictorios. Moralismo estricto en grupos de izquierda y la extrema derecha leyendo a Gramsci o Lenin.

Guerra

Finalmente, la Rusia de Putin ha terminado por llevar a cabo aquello con lo que estuvo amenazando durante tiempo y que un cierto sentido de la cordura y de las proporciones nos hacía creer que no sucedería. Una guerra de tipo antiguo, de cuando las cosas desfilaban en blanco y negro, pero que es retransmitida en directo y que no creo seamos suficientemente conscientes de que tiene lugar en el corazón de Europa y cuyas consecuencias todavía no podemos ni imaginarnos. Efectos profundos y a largo plazo. La guerra son cuerpos de ejército, armamento, pero sobre todo personas a las que se les destroza la vida, que se les ha condenado a vivir asustados y en el horror. ¿Cómo es posible que la decisión de un autócrata pueda causar tanto dolor a tanta gente, tanta destrucción inútil? Cuando comienza una guerra hay poco que decir, las palabras pierden su sentido. Todo parece sobrante y ridículo. Nuestros problemas políticos y preocupaciones cotidianas pierden significación e incluso seriedad. ¿Qué interés pueden tener las broncas internas del Partido Popular o las disputas de patio de colegio entre facciones independentistas? La guerra que ha declarado Putin en Ucrania nos recuerda la dimensión de crueldad que puede tomar la vida, especialmente cuando se enfoca muy mal. Y no es sólo el sufrimiento que visualizamos y que obtiene el primer plano. Sobre todo, se pone de relieve la importancia de la libertad y la seguridad conculcada en nombre de vete a saber qué delirios imperiales o pulsiones por exceso de testosterona.

Nunca hay razones que justifiquen el camino de la guerra. No las hay acreditadas o justas. Menos aún existe ningún derecho ni razón que haga aceptable atacar a los demás, no respetar su soberanía. En el fondo, lo que estamos viviendo, más que una guerra entre dos países confrontados es una brutal agresión de unos hacia otros. Una demostración de desmesura. Si Rusia tenía alguna razón que esgrimir con relación al alineamiento de Ucrania con el bloque militar occidental de la OTAN, la ha perdido de forma absoluta con su brutalidad injustificable. La desigualdad de fuerzas es tal, de 1 a 10, que se convierte en el abuso del que se sabe extremadamente fuerte respecto a aquel que es débil de forma muy evidente. No puede ser honroso en modo alguno, suponiendo que en la práctica de la violencia fuera posible la existencia de códigos de honor a respetar. Ucrania y Rusia han tenido históricamente una larga y a veces no suficientemente confortable relación. No responden al perfil de comunidades homogéneas ninguna de ellas pues hay múltiples etnias, religiones, lenguas y culturas. Tienen mucho en común, pero lo que ha hecho Putin con su atropello y el intento de humillar a los ucranianos es crear justamente separaciones y odios que pueden durar siglos. Hay cosas que no se olvidan y, lo que es peor, generan cohesiones identitarias y filiaciones nacionalistas que no suelen traer nada bueno. En Ucrania lo «ruso» y lo específicamente «ucraniano» han convivido hasta ahora sin muchos problemas, precisamente porque son una mixtura, un híbrido de muchas cosas. Difícilmente después de esa agresión, esto sea nunca más así. Hay heridas que se alargan exageradamente en el tiempo y crean diferencias insalvables.

El problema principal en estos momentos, aparte de captar el grado de frialdad y psicopatía de Putin o el ver hasta dónde quiere llevar las cosas, es la salida de este trágico embrollo. A pesar de la complejidad, lo difícil no es desplegar los ejércitos, sino su repliegue una vez han salido de los cuarteles. No por cuestiones técnicas, sino por imperativos geopolíticos y de la propia dinámica interna de Rusia. Putin no tiene vuelta atrás. Quemó las naves y solo le sirve una victoria, aunque ya no puede ser rápida, abrumadora y definitiva como pretendía. Europa y todo el mundo occidental ya no pueden permitirse parches y están moralmente obligados a mantener el aislamiento de Rusia tanto en términos económicos como políticos. Se juegan conceptos que están en el tuétano de nuestra cultura y visión del mundo: libertad, soberanía, Estado de derecho, seguridad, respeto, valores democráticos… La respuesta interna de los rusos a Putin ayudaría mucho a deshacer esta situación, a la vez que permitiría distinguir a la ciudadanía de un país magnífico de sus nefastos dirigentes. Sin embargo, el clima de represión interna lo hará muy difícil.