Definitivamente, a la gente nos gusta ser engañados. En política, damos por buenas propuestas que sabemos que no se cumplirán y nos adherimos al primer charlatán que sabe conectar con nuestros malestares prometiéndonos la redención, aunque intuyamos que es poco más que un decorado de cartón-piedra. No sé muy bien porqué, pero la figura del estafador nos atrae, nos acaba por resultar simpática y le compramos el relato embaucador, aunque todo apunte a que es pura bisutería. Da igual, queremos creernos la historia que se nos cuenta, aunque sea poco más que papel mojado envuelto en purpurina. No hablo ahora de política, al menos no de la misma en el sentido literal del término. Me viene a la cabeza esta reflexión raíz del asalto al FC Barcelona que han perpetrado Joan Laporta y su camarilla, sea dicho de paso, por medio de unas elecciones y, hay que diría, de forma completamente democrática. Desde el primer día que anunció que quería repetir presidencia, ha contado con muchos medios para hacerse notar y proyectarse, con el apoyo incondicional y acrítico de buena parte del periodismo deportivo, de las inflamadas huestes independentistas, practicando una exitosa estrategia comunicativa digna de cualquiera de los movimientos populistas que campan por Europa. Ha obviado, y nadie le ha hecho reproche, de su historial en el club con despilfarros ostentosos de nuevo rico, uso de jets privados, los negocios particulares con la hija del dictador de Uzbekistán utilizando jugadores del equipo, movimientos de dinero con fichajes difíciles de explicar o, también, el derrumbe del Reus Deportivo después de su paso por él. Ha sabido conectar con la tendencia a la melancolía del aficionado azulgrana abstraído aún con «el mejor Barça de la historia» que se asocia a la época de Laporta y de Guardiola. Se podría recordar, pero creo que nadie lo quiere, que aquellos éxitos tuvieron que ver con una generación irrepetible de jugadores con gran talento y que la opción Guardiola fue la tercera después de que dijeran que NO apuestas prevalentes como la de José Mourinho.

Con Laporta y su séquito, el socio barcelonista, más bien conservador y de una cierta edad que podría inducir a pensar erróneamente que sería más dado a la prudencia, se asegura mucha sobreactuación, declaraciones testosterónicas, un subido tono patriótico y una gestión económica que, probablemente, acabará entre mal y muy mal. El adulto del grupo en estos temas, Jaume Giró, se ha largado antes de empezar y quién lo sustituye es un nuevo rico que ha decidido «comprarse» el cargo haciendo una aportación al aval que necesitaba Laporta. Muy tranquilizador. Y es que el tema de cómo se ha llevado la cuestión del preceptivo aval de la nueva Junta directiva debería haber encendido las alarmas incluso a los más conformistas y no digamos de un periodismo deportivo que sigue sin decir nada, en un acto de complicidad que justamente no les correspondería. Según la ley del deporte, las directivas deben aportar en los clubes deportivos avales por valor del 15% del presupuesto. En este caso 125 millones de euros. Sorprende que la noche de la victoria no lo tuvieran ni siquiera apalabrado. Creyeron que, en caso de ganar, alguien lo pondría y, sobre todo, convertirían en un problema del club algo que le correspondía a Laporta y su corte. El Banco de Sabadell, prevenido, sólo puso 30 millones y aún con los consiguientes contravales pertinentes con el patrimonio de los miembros de la Junta. Es aquí donde aparecen avalistas de última hora que actúan como si compraran participaciones de una sociedad que se llama «Barça», exigiendo no contrapartidas de los avalados, sino del club el cuál además pagará los intereses pertinentes de esta aportación tan «desinteresada». Jaume Roures, ya sabemos cómo se lo cobrará. Dentro de no mucho se le entregarán los derechos televisivos y supongo que, como ha hecho en Francia, sencillamente no los pagará. Todo ello en un club en horas bajas: 1.100 millones de deuda, 850 millones de ellos a corto plazo; un fondo de maniobra negativo de 700 millones y el campo de juego para rehabilitar o hacerlo nuevo, además de tener que renovar una plantilla de valor muy deteriorado. A 30 de junio, las cifras serán de quiebra y alguien podría instar el concurso de acreedores. Entonces es cuando aparecerá algún fondo de inversión salvador, que probablemente ya está conectado y trabajando en el tema, y el “més que un club” terminará en manos de una sociedad anónima. Nadie se acordará ya del «socio», como decía siempre el expresidente Núñez. Al ser un tema pasional, la afición futbolística lo aguantará todo y, puede ser, que se encuentre la manera de culpar a los de fuera. Quizás nos lo merecemos. Hemos hecho todo lo posible para que nos tomen el pelo y se nos rían en la misma cara. Con estas apuestas que hacemos, ¿qué puede salir mal?