La libertad individual y colectiva se sostiene sobre normas compartidas el funcionamiento y garantía de las cuales se basa en el mantenimiento del principio de autoridad que está depositado en las instituciones del Estado. Cuando esto se debilita o se rompe se producen situaciones caóticas, conflictos violentos que, si no se cortan, derivan en inestabilidad y en la instauración de dinámicas del «todo vale». Asistimos ya hace tiempo a numerosos episodios de desgobierno público en el que el principio de autoridad desaparece, con grupos humanos actuando de manera violenta y nihilista, al margen de normas, y actuando contra las fuerzas de orden público que son, justamente, la encarnación pública de los preceptos y de la autoridad. Los comportamientos violentos y agresivos con la policía han aumentado y mucho en los últimos años, y parece que las ganas de desconfinamiento y superación de limitaciones postpandémicas lo explique y lo deba que justificar. La desobediencia parece haber ido cogiendo cuerpo, pero no ejercida de manera pasiva como protesta o como reivindicación de derechos, sino practicada de manera agresiva y de confrontación explícita y brutal con las fuerzas policiales. La profusión de «botellones» las últimas semanas, contraviniendo la prudencia sanitaria básica, no son sólo el resultado de un espontaneismo juvenil que muestra las ganas de fiesta después de mucha cuaresma. Se movilizan miles de personas que se convierten en una turba brutal y descontrolada, que lo arrasa todo a su paso, y que deja secuelas de violencia, destrucción de mobiliario urbano, agresiones y asaltos. La policía no sólo no puede cortarlo por miedo al mal mayor que se podría generar con su intervención, sino que tiene que huir perseguida y agredida por los elementos más locos de esta masa descontrolada. Se ha impuesto, en nombre de esta libertad nihilista, la negación de cualquier autoridad y lo que Sergi Pàmies ha definido acertadamente como la práctica de la «violencia recreativa».

En Cataluña, esto se ha convertido en un fenómeno que se produce día si día también ya sea a partir de concentraciones espontáneas generadas con llamadas en las redes sociales o como la manera de terminar cualquier fiesta popular, o ya no digamos las movilizaciones y concentraciones políticas. Ha adquirido tal normalidad, que ya no sorprende a nadie ni ninguna autoridad política se ve obligada a condenarlo y aún menos a salir en defensa de los Mossos, cuerpo el cual es escrutado y convertido en chivo expiatorio para aquellos cuya responsabilidad sobre ellos debería ser comandarlo y defenderlo más que participar en su desprestigio. Se podrán argüir causas sociológicas o económicas profundas para explicar los malestares que respaldan estos comportamientos cada vez más violentos por parte, especialmente, de los jóvenes. Si nos fijamos bien, sin embargo, tanto las reacciones violentas en los «botellones» como el ataque brutal que se hace a la policía en la parte final de las concentraciones políticas no los protagonizan chicos procedentes de la exclusión social, sino estudiantes y elementos de grupos sociales de buen nivel de bienestar. Hay un problema de justificación y legitimación de esta violencia desde instancias políticas y también de opinadores y algunos medios de comunicación. Hace tiempo que dura. Cuando se detiene, sólo muy de vez en cuando, a algún energúmeno que intenta pisar la cabeza a algún policía, hay quien desde cómodos atriles habla de «represaliados» y apela a una imaginaria «opresión» y a la práctica de libertad de expresión, en una visión muy a Díaz Ayuso del concepto de libertad. Que, por ejemplo, una vicerrectora de una universidad pública, afortunadamente cesada, publicara un tuit donde decía «¡ganas de fuego, de contenedores quemados y de aeropuerto colapsado!» denota que la enfermedad está extendida, o bien que un programa del prime time televisivo catalán se le sonría la gracia a un entrevistado cuando afirma ridícula e impunemente que «el terrorismo no debería ser delito en ningún país democrático», la cual ya es pura locura. Sorprende, que en sociedades acomodadas y más bien conservadoras como es la nuestra, atraiga tanto la práctica de la barbarie como divertimento y posibilidad estética y que se le proporcione tanta coartada y justificación alegre. No estoy seguro de que esto se acepte de manera tan deportiva cuando quien lo practique sea, por la auténtica frustración que proporciona la pobreza, la enorme masa de gente excluida que de momento vamos manteniendo y conteniendo en los márgenes. Entonces si, corremos allí todos, apelaremos a la autoridad para que nos defienda.