Pierre Victurnien Vergniaud, revolucionario francés antes de ser guillotinado durante el período del Terror hizo esta reflexión: “La Revolución, como Saturno, devora a sus hijos”. De modo menos sangriento, El Procés también va fagocitando a sus protagonistas. La destitución del mayor Trapero, jefe de los Mossos d’Esquadra, llevaba meses en espera. Se ha hecho en Navidad para quitarle relevancia informativa. Es una forma de proceder muy típica de la mayoría de los gobernantes. En cuatro años, este policía ciertamente peculiar ha pasado de ser un mito del independentismo a considerarlo como un enemigo a retirar. Un juguete roto en la polaridad extrema instalada en Catalunya, entre la que ha navegado durante un tiempo, pero las oleadas han sido excesivas y le han acabado ahogando. Ha sido un policía que, aunque se dejó querer por la política, esta dimensión no era exactamente la suya y su profesionalidad le impidió dejarse manipular de forma flagrante como se intentó reiteradamente. De hecho, se le ofreció ir de diputado a las listas de Carles Puigdemont, momento en el que tocó retirada estrictamente hacia su trabajo. Vivió su momento álgido cuando los atentados de las Ramblas de Barcelona, circunstancia en la que los Mossos demostraron una gran eficacia y nivel desarticulando y deshaciendo por la vía rápida el complot que lo había hecho posible. Sus ironías y sarcasmos en las ruedas de prensa le hicieron trending tópic y el independentismo vendía camisetas con su esfinge. Tocaba la guitarra y se encargaba de la paella en las soirées de Pilar Rahola en Cadaqués. Un modelo de charnego integrado y de funcionamiento del ascensor social. Se dejaba ver en el palco del Camp Nou y aparentemente la fama no le desagradaba. Un poco raro para la discreción que se espera de un policía.

En los “hechos de octubre” de 2017, su papel fue ambivalente. Optó por la prudencia que fueron incapaces de utilizar los políticos. Eligió una estrategia de estridente dejadez por parte de los Mossos para evitar enfrentarlos a votantes y organizadores de la velada, lo que le comportó un juicio en la Audiencia Nacional que le hubiera podido llevar a la cárcel, pero fue absuelto. Apostó por defenderse adecuadamente, renunciando a la condición de mito. El tribunal entendió que había intentado evitar males mayores, así como el descrédito de un cuerpo de los Mossos ya demasiado politizado. Al mismo tiempo, lo tenía todo listo por si debía hacer detenciones entre el gobierno que declaró la república no nata, si los jueces le pedían que lo hiciera. Así de profesional parece entender la función policial. Antes, en el juicio de los políticos de El Procés, su testimonio no gustó en absoluto a los encausados. Parece que Oriol Junqueras prácticamente le culpabiliza de su encarcelamiento. Una vez absuelto, fue restituido al cargo al frente de la policía catalana, pero era evidente que ya no satisfacía a los gobernantes. Los que le habían encaramado de forma exagerada haciéndole un héroe ahora le repudiaban. Sólo había que encontrar el momento y alguien dispuesto al encargo de quitárselo de encima y, además, difundir un aviso para navegantes. Así lo ha hecho el consejero Joan Ignasi Elena. En un último gesto de dignidad, Trapero no ha aceptado negociar y pastelear su nuevo destino. Parece decir: que me den lo que quieran y así no voy a tener deudas ni hipotecas con nadie. Su mirada triste de los últimos tiempos expresa el distanciamiento escéptico con la política y con los políticos.
Pero, como cuando antes íbamos a comprar el pan, en el cese de Josep Lluís Trapero ha habido un regalo adicional, que, aunque se ha querido que pasara desapercibido, no es menor. Se ha defenestrado también a Antoni Rodríguez, responsable de la unidad de anticorrupción desde la Comisaría General de Investigación. Parece que se le han ajustado cuentas, precisamente por ejercer su responsabilidad de forma independiente al poder ya las directrices políticas. Sus investigaciones han levantado varios casos que tienen en su centro gente del gobierno actual, como sería la cuestión del trocamiento fraudulento de pagos de Laura Borràs en el Institut Ramón Llull, o bien los mecanismos para la financiación de las zonas oscuras de El Procés donde parece estar implicado el exconsejero Miquel Buch. Más allá de la destrucción de símbolos y de relegamiento de policías muy profesionales, se le está haciendo un flaco favor a un cuerpo policial demasiado discutido, debatido, castigado y relegado por los mismos que lo dirigen. Una policía democrática requiere de profesionales bien formados y con medios, pero también de mandos y dirigentes políticos que entiendan su carácter de servicio público, así como de su necesaria neutralidad. No es ni debería ser un cuerpo para utilizar de forma sesgada y partidista por los gobernantes de turno.