Lo digo claro: a estas alturas ser del Barça es una condena. Los vínculos emocionales que estableces con un club de fútbol no sabes cómo te caen encima y no hay forma humana de superarlos. Una adicción que me gustaría vencer, porque no se puede mantener la fe en un Dios tan falso y carente de toda ética. Ni siquiera tienen vergüenza quienes lo pilotan. Un mundo lleno de comisionistas, gente corrupta que se apropian y hacen el peor uso del dinero del “socio”. El aficionado cierra los ojos y no escucha el ruido ensordecedor del dinero que va cambiando de bolsillo en un reparto pornográfico. No ocurre nada. Todo el campo es un clamor de silencio. A veces he pensado y he dicho que lo que ocurre en el Barça, su mala gestión, la melancolía del aficionado, el arraigado victimismo no es sino un síntoma de los males del país, una metáfora de la sociedad catalana. Lo retiro. Si el mundo del fútbol es un inmenso husillo por todas partes, a nosotros nos ha tocado la parte más pestilente. Hace unos días fui al campo y, ingenuo, pensé que la grada protestaría contra una junta directiva que ha dejado el nombre de la institución a la altura del betún. Nada, todo el mundo calladito. La falta de un mínimo sentido moral de quienes dirigen el club, parece contagiarse a los seguidores. No sé si la gente es consciente de que el relato ancestral del club sobre la persecución y los desaires arbitrales ha terminado para siempre. Tampoco se podrá ir nunca más por el mundo con aires de exclusividad, con ademán de superioridad.
La gente que cuenta en la sociedad catalana, lo que se llama la burguesía, hace tiempo que abandonaron el liderazgo de la institución. Quizás los De Carreras o los Muntal no tenían una mirada larga, pero al menos nos ahorraban tener que pasar vergüenza. Lo dejaron en manos de arribistas franquistas como Núñez o Gaspart, quienes duraron más en el gobierno del club que Pujol en el de Cataluña. Gente oscura que mezclaron el club con sus negocios, que se rodearon de comisionistas y que pagaban religiosamente a los periodistas de cara a que sólo hablaran de fútbol y cultivaran el imprescindible victimismo. Los jóvenes que les vinieron a sustituir tenían formas diferentes, pero eran más ineptos y con más ganas de hacerse ricos. Laporta es un saltimbanqui de manual, que además de embutirse físicamente, es capaz de hacer todos los papeles que sea preciso, ya sea pasar de compañías franquistas a líder independentista sin despeinarse. El derroche de recursos del club es ingente, aviones privados y locales de señoritas incluidas, además de pagar comisiones indecentes a todo tipo de intermediarios y aprovechados. Si alguien se tomara la molestia de seguir el dinero, seguro que hacen una trayectoria bastante circular.

Hay quien dice que debemos esperar las explicaciones de por qué se pagaban cantidades ingentes a un exárbitro que formaba parte de la comisión técnica que designaba la adjudicación de jueces. Que esperen sentados. No habrá explicaciones, porque todo el mundo intuye perfectamente porqué se hacía. Y no se dirá públicamente. Si acaso, se recurrirá a que es un montaje de los medios de Madrid contra el Barça y que todo el mundo lo hacía, algo que más que una coartada resulta una confesión. En un mundo algo más convencional y donde la ética tuviera algún papel, habría dimitido mucha gente justo después de pedir disculpas por el daño reputacional ocasionado. Si no se les hubiera ocurrido, la masa social se lo habría exigido. Pero nada. Practicaremos todos juntos la táctica del avestruz y esperaremos a que amaine. Sin embargo, no decaerá porque el tema tiene derivadas penales e implicaciones fuera de España que impedirá que al final los dirigentes de aquí y de allá se tapen las vergüenzas. En un país que, incluso en la publicidad institucional, se mezclan los conceptos de Cataluña y del Barça, los costes de todo esto van bastante más allá del fútbol. Por último, hay que recordar que antes de los efectos del caso Enríquez Negreira el club tiene una deuda de 1.500 millones de euros, pierde al menos 300 millones al año y se acaba de embarcar en un préstamo de 1.500 millones más para renovar el campo. ¿Qué puede terminar mal? Seguramente, la respuesta la debe tener Goldman Sachs.