Mes: febrero 2023

Ser del Barça es…

Lo digo claro: a estas alturas ser del Barça es una condena. Los vínculos emocionales que estableces con un club de fútbol no sabes cómo te caen encima y no hay forma humana de superarlos. Una adicción que me gustaría vencer, porque no se puede mantener la fe en un Dios tan falso y carente de toda ética. Ni siquiera tienen vergüenza quienes lo pilotan. Un mundo lleno de comisionistas, gente corrupta que se apropian y hacen el peor uso del dinero del “socio”. El aficionado cierra los ojos y no escucha el ruido ensordecedor del dinero que va cambiando de bolsillo en un reparto pornográfico. No ocurre nada. Todo el campo es un clamor de silencio. A veces he pensado y he dicho que lo que ocurre en el Barça, su mala gestión, la melancolía del aficionado, el arraigado victimismo no es sino un síntoma de los males del país, una metáfora de la sociedad catalana. Lo retiro. Si el mundo del fútbol es un inmenso husillo por todas partes, a nosotros nos ha tocado la parte más pestilente. Hace unos días fui al campo y, ingenuo, pensé que la grada protestaría contra una junta directiva que ha dejado el nombre de la institución a la altura del betún. Nada, todo el mundo calladito. La falta de un mínimo sentido moral de quienes dirigen el club, parece contagiarse a los seguidores. No sé si la gente es consciente de que el relato ancestral del club sobre la persecución y los desaires arbitrales ha terminado para siempre. Tampoco se podrá ir nunca más por el mundo con aires de exclusividad, con ademán de superioridad.

La gente que cuenta en la sociedad catalana, lo que se llama la burguesía, hace tiempo que abandonaron el liderazgo de la institución. Quizás los De Carreras o los Muntal no tenían una mirada larga, pero al menos nos ahorraban tener que pasar vergüenza. Lo dejaron en manos de arribistas franquistas como Núñez o Gaspart, quienes duraron más en el gobierno del club que Pujol en el de Cataluña. Gente oscura que mezclaron el club con sus negocios, que se rodearon de comisionistas y que pagaban religiosamente a los periodistas de cara a que sólo hablaran de fútbol y cultivaran el imprescindible victimismo. Los jóvenes que les vinieron a sustituir tenían formas diferentes, pero eran más ineptos y con más ganas de hacerse ricos. Laporta es un saltimbanqui de manual, que además de embutirse físicamente, es capaz de hacer todos los papeles que sea preciso, ya sea pasar de compañías franquistas a líder independentista sin despeinarse. El derroche de recursos del club es ingente, aviones privados y locales de señoritas incluidas, además de pagar comisiones indecentes a todo tipo de intermediarios y aprovechados. Si alguien se tomara la molestia de seguir el dinero, seguro que hacen una trayectoria bastante circular.

Hay quien dice que debemos esperar las explicaciones de por qué se pagaban cantidades ingentes a un exárbitro que formaba parte de la comisión técnica que designaba la adjudicación de jueces. Que esperen sentados. No habrá explicaciones, porque todo el mundo intuye perfectamente porqué se hacía. Y no se dirá públicamente. Si acaso, se recurrirá a que es un montaje de los medios de Madrid contra el Barça y que todo el mundo lo hacía, algo que más que una coartada resulta una confesión. En un mundo algo más convencional y donde la ética tuviera algún papel, habría dimitido mucha gente justo después de pedir disculpas por el daño reputacional ocasionado. Si no se les hubiera ocurrido, la masa social se lo habría exigido. Pero nada. Practicaremos todos juntos la táctica del avestruz y esperaremos a que amaine. Sin embargo, no decaerá porque el tema tiene derivadas penales e implicaciones fuera de España que impedirá que al final los dirigentes de aquí y de allá se tapen las vergüenzas. En un país que, incluso en la publicidad institucional, se mezclan los conceptos de Cataluña y del Barça, los costes de todo esto van bastante más allá del fútbol. Por último, hay que recordar que antes de los efectos del caso Enríquez Negreira el club tiene una deuda de 1.500 millones de euros, pierde al menos 300 millones al año y se acaba de embarcar en un préstamo de 1.500 millones más para renovar el campo. ¿Qué puede terminar mal? Seguramente, la respuesta la debe tener Goldman Sachs.

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Biden

Su triunfo en las elecciones presidenciales en el 2020, la mayoría de gente lo vivimos con alegría y esperanza. Lo necesitábamos después de la vergüenza y el temor que nos provocaba Donald Trump. Aparentaba ser un viejo decente y progresista muy moderado, a la americana, del que no esperábamos mucho más que un comportamiento digno. Durante los poco más de dos años de mandato no ha generado una imagen pública que nos proporcionara demasiada seguridad, justamente porque genera dudas sobre su salud y sus movimientos en público nos hacen sufrir porque está siempre a punto de caer. Los balbuceos y momentos de confusión cuando habla pueden hacer pensar que no está en suficientes condiciones para afrontar unas presidenciales y un segundo mandato que, de producirse terminaría a los 88 años. Cuesta imaginarle en una batalla a degüello con Trump en el 2024. Tampoco tiene sucesor en el Partido Demócrata, al menos de momento, y la vicepresidenta Kamala Harris aún no le ha llegado la hora de que levante el vuelo. Cuando empezó el mandato, algunas decisiones bastante dudosas y poco diestras en política internacional, hicieron también poner en duda que fuera el hombre apropiado para lidiar con el post-trumpismo. Todas estas sensaciones que nos ha transmitido, junto a la dinámica bélica de Ucrania y la confrontación geopolítica con China, no nos ha dejado ver, sus buenas decisiones, insólitas en Estados Unidos, en la política interna.

Afrontó la enorme crisis económica generada por la epidemia de la Covid-19, haciendo lo que erróneamente no se hizo en la crisis de 2008. Insufló dinero al sistema tanto en forma de inversión pública como en gasto social y familiar para paliar sus efectos recuperando el empleo. Esto, financiado con parte con aumento de los impuestos a las corporaciones y las grandes fortunas y, al mismo tiempo, recurriendo temporalmente al déficit y al aumento de deuda. Política progresista de manual, keynesianismo, que ni mucho menos se ha osado hacer en Europa, al menos en estas proporciones. El déficit y la deuda deben afrontarse en épocas de expansión y no de crisis, pues al hacerlo se convierten en acciones procíclicas. Destinó a esta crisis 1,9 billones de dólares para evitar el aumento del paro y la disminución del consumo. Luego cuando a la epidemia ha seguido la crisis por la inflación debido a los problemas de suministros provocados por la invasión de Ucrania, se ha hecho todavía un mayor aumento de la inversión, con 1,4 billones destinados a las familias (el equivalente a todo el PIB español, para entendernos) y otros 2,3 billones para fomentar la competitividad, afrontar el cambio climático y mantener el empleo. A diferencia de las políticas económicas europeas que han apostado por priorizar contener la inflación aumentando los tipos de interés y enfriando la economía, en Estados Unidos se ha hecho un análisis diferente: ésta no es una dinámica inflacionaria por exceso de demanda, sino por los obstáculos bélicos que impiden mantener la oferta. No es exactamente lo mismo, ni requiere de las mismas recetas. Hoy en día, la inflación interanual en Estados Unidos es del 6,4%, mientras que en la Eurozona es del 10,6%. Por lo que respecta al paro, en Estados Unidos es del 3,4%, mientras que en Europa la media es del 6,5%.

Ciertamente que el sistema americano requiere de cambios estructurales que Biden no puede afrontar, aunque lo intenta, porque no tiene mayoría en la Cámara de Representantes y se le bloquea la imprescindible reforma del sistema sanitario para que llegue a todo el mundo, hacer frente al lobby de la industria farmacéutica, el afrontar la profunda crisis social que pone de manifiesto el ingente consumo de opiáceos que llevan a cientos de miles de muertes anuales por “desesperación”, para combatir la pobreza extrema concentrada en los barrios marginales de las grandes ciudades y en el antiguo “cinturón de óxido” desindustrializado, para realizar una reforma fiscal profunda. Pero, sobre todo, necesitan los Estados Unidos recuperar la cultura democrática y recoser un país fracturado políticamente, que tiene la mitad de su población comulgando con las ruedas de molino de las conspiraciones y las posverdades de la extrema derecha. El discurso sobre el estado de la nación que pronunció Biden hace una semana, merece ser escuchado. Destila auténtico progresismo y sensibilidad social. Sabe mal que, desde hace años, ni siquiera la socialdemocracia europea ha ido tan lejos y a la cual pone en evidencia. Ni en discursos, ni en políticas. La sombra de Angela Merkel es muy alargada.

Terremotos y pobreza

La Naturaleza, que nos lo da todo, también nos lo quita y hace sentir de vez en cuando su capacidad destructiva de forma desaforada. Lo que es habitualmente espacio de vida se convierte de repente en espacio de tragedia. El brutal terremoto que ha afectado esta semana a un importante territorio de Turquía y Siria nos ha sorprendido por su capacidad destructora. Un episodio sísmico brutal y afortunadamente infrecuente que se ha explayado en un amplio territorio llevando desolación y muerte de forma ingente. Rara vez se dan estos fenómenos con tanta intensidad y con epicentros tan superficiales como para provocar el daño generado. A día de hoy, se habla de más de 20.000 muertos y de varias decenas de miles de heridos que colapsan los malogrados y escasos hospitales de la zona. El problema es la gran cantidad de desaparecidos bajo los escombros de los edificios derrumbados. Las cifras de hoy son sólo una muestra de las que habrá al final de este drama. Teniendo en cuenta las condiciones materiales y económicas de parte de la zona afectada, muchos de los fallecidos y heridos ni siquiera se contabilizarán. Aunque los terremotos no se pueden prever, éstos se han producido en una zona de especial magnitud sísmica conocida. No había previsión de que pudiera ocurrir, ni ninguna medida de contingencia preparada por unos estados que, curiosamente, tienen poca presencia efectiva en la zona y se han preocupado más bien poco por el desarrollo de estos territorios.

Seguramente habrá quien atribuya este desastre a las acciones imponderables y caprichosas de la naturaleza, al movimiento de las placas tectónicas, a fenómenos que ocurren siempre en zonas ya muy castigadas, como si fuera una especie de castigo divino que sólo admite la respuesta de la resignación. Pero no es exactamente así. La pobreza de la zona tiene mucho que ver con el colapso de miles de edificios que han sepultado a la gente que malvivía, así como de la falta de recursos para hacerle frente. Malas construcciones en zonas de peligro sísmico resultan una apuesta suicida, como es la incapacidad de respuesta de unos estados que, justamente, están en guerra en estos territorios desde hace muchos años. No hay progreso económico, falta maquinaria y los recursos sanitarios son casi inexistentes. Es territorio del Kurdistán, donde el estado turco libra una guerra sorda para los occidentales desde hace años y épocas con episodios de violencia extrema. Hay muchas armas, pero no todo lo necesario para la vida. La tentación del estado turco a confundir el socorrer a esta gente con el continuar la represión y control militar será muy grande. La situación no es mejor en el territorio sirio afectado. Aquí la llegada de ayuda estatal no es posible dado que es zona de guerra y de control por parte de milicias enfrentadas en el gobierno de Damasco. No pueden esperar ningún tipo de tregua del brutal régimen de Bashar el Asad. No hay ni siquiera corredores seguros para hacerle llegar la ayuda de la solidaridad internacional. Nunca sabremos del todo la brutalidad ni el sufrimiento que allí se está produciendo.

Ciertamente, en ocasiones la Naturaleza se comporta de forma cruel y mata. Cuando lo hace en zonas pobres y bastante pobladas resulta especialmente estremecedora. Las imágenes de desolación y sufrimiento que nos hacen llegar los medios de comunicación son para echarse a llorar desconsoladamente. Pero más allá de la mala suerte de esta gente, no deberíamos olvidar que lo que mata especialmente es la pobreza y que ésta no es una casualidad natural, sino una condena absolutamente humana debida a formas económicas totalmente injustas, pero también a gobiernos que practican la desidia respecto a sus gentes y que condenan a determinados territorios al retraso perpetuo. Buena parte de los efectos terribles de estos terremotos tienen que ver con esto. No hay medios de ningún tipo, los equipos de emergencia tardan en llegar, la gente debe desenterrar a sus muertos con las manos, las ingentes multitudes que se han quedado sin techo sufren el invierno y las lluvias prácticamente al raso. Más allá de la indignación de los afectados y de nuestra escasa solidaridad que se desvanecerá con rapidez, los muertos se enterrarán y nada cambiará. Los sátrapas que gobiernan a esta gente continuarán estando donde están y subyugándolos de manera autoritaria y cruel. Al turco Erdogan, se le disculpa casi todo. No en vano, hace una función geoestratégica de primer orden. Quizás, a no tardar, incluso se le premie admitiéndole como miembro de la Unión Europea. Vete a saber.

El miedo de las clases medias

Toda sociedad y todo individuo sienten y se les manifiestan múltiples formas de miedo. Pero quizás nunca como ahora el miedo atenaza y condiciona a los grupos sociales intermedios. De entrada, por una cuestión de lógica. Padecen miedo aquellos que tienen algo que perder. Las clases medias crecen y se consolidan en el mundo occidental especialmente durante las tres décadas gloriosas del Estado de bienestar. En España se produjo más tarde. Si el conflicto de clases había sido muy áspero en los primeros cuarenta años del siglo XX, muy polarizado a similitud del siglo anterior y dónde las salidas totalitarias resultaban una apuesta burguesa frente a una clase obrera revolucionaria que tenía delante el modelo soviético de superación del capitalismo, después de una guerra que había dejado más de cincuenta millones de muertos y había dado lugar a sinrazones como el Holocausto. Se imponía una cierta componenda entre capital y trabajo. El miedo inherente a la incertidumbre del mañana quedaba mitigado por las seguridades que el Estado se encargaba de proporcionar. De paso se desarmaba a la clase obrera clásica y su sentido de pertenencia como grupo, reforzando el ascensor social y un nuevo sentido de inclusión a un grupo heterogéneo en progreso. El centro de la sociedad pasaban a dominarlo los sectores intermedios de empleados, profesionales y autónomos, los cuales en una feliz definición de los sociólogos alemanes Ulrike Berger y Claus Offe (1992), calificaron como una “no-clase” insustancial. Las generaciones occidentales de después de 1945 no conocerán el totalitarismo ni la guerra. Se acostumbrarán a la seguridad, el bienestar, los derechos y el ascensor social. El horizonte resulta expansivo y el devenir un escenario en el que actuar y triunfar. Pero la posibilidad de perder lo que se tiene, a partir del cambio de siglo y sobre todo con los efectos de la crisis de 2008, genera sus espantos.

Una clase media que se ha ido definiendo cada vez más un sentido aspiracional que no por niveles de renta o funciones en el proceso productivo que se puedan considerar homogéneas. Una diversidad de ocupaciones, ingresos y culturas cada una de las cuales cuenta con sus propios objetivos y que tiene que gestionar un buen catálogo de frustraciones y miedos. Estamos hablando de técnicos con diversas cotas de cualificación, de funcionarios de diversos estratos de mando y responsabilidad, a los trabajadores de un cierto nivel de las finanzas y de las empresas tecnológicas, la pretensión de los cuales es la de vivir como el treinta por ciento más rico de la sociedad. Definirse de clase media, básicamente es un intento de soltar lastre social y cultural. Trabajadores de la sanidad y la enseñanza, profesionales liberales y también trabajadores autónomos activos en el sentido que tenía este término antes de la uberización de la economía, lo gig y las cooperativas de trabajadores subcontratadas por las grandes empresas. Un grupo social que hizo sentir cada vez más su voz como electores a los que se consideraba estabilizadores por su tendencia a la moderación que se cree inherente a tener algo de patrimonio y a los que se iba orientando la publicidad de bienes de consumo de larga duración. La clase mayoritaria de la sociedad, que determina tendencias y que se siente el sujeto de referencias de los gobernantes ya que conforma el grueso de la “opinión pública”.

Resulta paradójico que un grupo social que continúa siendo privilegiado respecto a buena parte de una sociedad donde avanza el terreno de la precariedad y la exclusión, se sienta a la vez tan frágil y vulnerable, lo cual le lleva a toma de posturas redentoras e histéricas en política. Se acabó formar parte de la centralidad política, de bascular entre ofertas moderadas para facilitar la alternancia. Radicalidad, griterío y refugio identitario. Los diferentes populismos están preparados para acogerlas en sus brazos y proporcionarles un horizonte de emancipación. Las clases medias devienen revolucionarias a través de propuestas extremadamente reaccionarias. Lo que hace el demagogo justamente es utilizar e intensificar el miedo de la gente y establecer un chivo expiatorio al que culpabilizar y que sirva para exorcizar nuestros demonios. Para el populista, el miedo es elevado a categoría que permita discernir lo verídico de lo que es falaz. Se trata de definir dos campos antagónicos alineando al grupo social temeroso y vulnerable frente a otro grupo social asociado al dominio, la corrupción o el engaño. Se trata de fijar un oponente, una “casta” a la que poder demonizar. Como explica Heiz Bude (2017), “el miedo vuelve a los hombres dependientes de seductores, de mentores y de jugadores. Quien es movido por el miedo evita lo desagradable, reniega de lo real y se pierde lo posible”. En Cataluña, algo conocemos de todo esto.