Mes: May 2021

Embridar las grandes tecnológicas

Asistimos al que parecen los primeros intentos serios de las administraciones públicas para conseguir que las grandes corporaciones tecnológicas se sometan a reglas. Veremos como acaba. La batalla será larga y dura y no es muy seguro que se gane en favor de la sociedad. La Unión Europea parece haber entendido que el capitalismo de las grandes plataformas más que disruptivo resulta ser un sistema depredador en la captación de rentas y un terrible acelerador de las desigualdades económicas y sociales. Conseguir que paguen impuestos, que no constituyan oligopolios o monopolios, que respeten los derechos de propiedad y que no dinamiten cualquier noción de privacidad resultará una tarea larga e ingente. Más allá de la capacidad de lobby de las grandes compañías como Google o Apple, a menudo la defensa que han hecho los Estados Unidos de estas prerrogativas autoconcedides, dificulta mucho una regulación que resulta imprescindible e inaplazable. Ahora, incluso los Estados Unidos de Joe Biden empiezan a tener problemas con la vocación de estar por encima de todo de Amazon.

Y es que el mundo de internet se ha ubicado como un espacio más allá de la territorialidad, y se aspira a que todas las leyes y normas que rigen la vida «analógica» no operen en este teatro de los sueños que se pretende que sea ​​la Red. La economía de plataformas genera unas dimensiones corporativas que hace casi imposible su control político y social, pero lo que lo imposibilita del todo es una actividad sobre la que se ha creado un manto místico que no puede ni se quiere que sea sometido a las leyes humanas, como si estuviera más allá del bien y del mal. Un territorio exento del predominio del Estado de derecho y de las legislaciones convencionales. Un mundo donde pretenden que lo único a proteger sean los derechos de propiedad de los algoritmos de sus operadores. Si las sociedades se enfrentan a situaciones de paro masivo, precariedad extrema y niveles de desigualdad inaceptables, se debe a que los gobiernos democráticos han renunciado hasta ahora a legislar sobre el impacto de la economía digital y los grandes efectos colaterales, económicos y extraeconómicos, que genera. Los niveles de concentración de riqueza y de poder en unas pocas manos no es algo connatural a la tecnología, sino a una trascendente falta de regulación de cualquier tipo. El poder tecnológico no tiene leyes, y se basa en la apropiación de riqueza generada por los ciudadanos -los datos-, el carácter monopolístico de su acción, la falta de límites al asalto de la privacidad que practican, la falta de legislaciones laborales adecuadas ya la elusión y fraude fiscal generalizado que practican.

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El globalismo absoluto y la dinámica de «ganador único» están devastando sectores productivos enteros. Allí donde penetra la economía de plataforma arruina multitud de empresas, acaba con gran parte del empleo y destruye ecosistemas socioeconómicos que costaron mucho crear. Aunque se sostiene que es un fenómeno de «destrucción creativa», en realidad funciona como una lluvia ácida que empobrece en muchos sentidos. La pretendida eficiencia absoluta de lo digital, en realidad resulta ineficiente para crear riqueza y bienestar compartido. Queda ahora lejos el mundo del capitalismo competitivo y con reglas de juego. Estamos en un capitalismo cognitivo sostenido sobre la intermediación en el que los mercados conceden recompensas descomunales a un pequeño número de «estrellas». Dieciocho de las treinta marcas principales según su capitalización bursátil son empresas orientadas a plataformas, mientras el desarrollo se basa en la captación y apropiación de datos. Un mundo hiperconectado que genera unas expectativas que no se podrán cumplir para la mayoría de los ciudadanos. Los riesgos sociales de la frustración resultan inmensos a medida que las poblaciones sientan que no tienen ninguna posibilidad de llegar a cierto nivel de prosperidad. Hoy, un trabajo de clase media ya no garantiza un estilo de vida de clase media, mientras las facultades de regulación de los Estados están siendo desafiadas en un grado sin precedentes.

Más allá de los aspectos de la economía de plataformas que deben ser establecidos por las leyes tributarias y laborales y que deben reflejar también en las leyes de defensa de la competencia, se requiere a algo parecido a una Ley General de Internet, que establezca derechos, garantías y prohibiciones que conviertan esta selva en un espacio civilizado y el servicio de la sociedad. Necesitamos leyes de protección de datos sólidos para este nuevo mundo feliz de los datos. El reto que la Unión Europea tiene sobre la mesa, también los Estados Unidos, resulta grandioso y muy trascendente.

Prisioneros del relato

Cien días después de las elecciones y de manera agónica, finalmente se conformará un gobierno independentista en Cataluña. Con toda la escenificación previa de desencuentros y con el abismo siempre como horizonte posible, la cuenta de pérdidas y ganancias que han hecho los dos partidos en juego los ha llevado a un acuerdo al que no parecen dar mucho recorrido ninguno de los firmantes. Hemos asistido a una batalla política y sobre todo mediática para intentar endosar los costes del fracaso al otro, pero el empate en los posibles efectos nocivos, así como un acentuando sentido de ocupación del poder ha dado lugar a un acuerdo en el que no cree nadie. Sólo se gana tiempo y comienza la cuenta atrás. Hay en competencia no sólo estrategias confrontadas, sino fobias y descalificaciones bien engrasadas y alimentadas durante los últimos tiempos. Entre el anuncio del acuerdo y el pleno de investidura ya se están dando episodios de hostilidad. El texto firmado tiene la ambigüedad suficiente para ser interpretado a conveniencia de cada uno y poder ser utilizado a gusto como arma arrojadiza. Resultaba bastante evidente que acabaría por hacer un pacto temporal, que se impondría una tregua, que no un armisticio. ERC ha sido prisionera del temor bien arraigado a ser tachados de traidores en un relato independentista que domina claramente el mundo de Puigdemont. También el no hacer ascos a la oportunidad de ocupar la presidencia de la Generalitat, esperando un efecto balsámico y casi prodigioso de esta institución. La experiencia del anterior presidente debería haber hecho evidente que los milagros en política son más bien escasos. Para ello, han tenido que soportar menosprecios y humillaciones repetidas del socio contrincante, interesados en hacerlos llegar a puerto minorizados en su autoridad. La renuncia a formar parte del Gobierno de Elsa Artadi no puede entenderse sino en esta clave.

No se puede negar que JuntsxCat ha jugado bien sus cartas. Algo especialmente relevante si atendemos a que, dentro, conviven al menos tres almas y no con mucha armonía ni con objetivos coincidentes. La pulsión pujolista de poder, sin embargo, se mantiene intacta y han sabido utilizar los temores y complejos del rival. Como en el filme de Nicholas Ray, Rebelde sin causa, han asumido el estoico papel de James Dean/Jim Stark aguantado la carrera hacia el abismo hasta que el competidor ha frenado abandonando el discurso de gobierno alternativo o en solitario que no tenía ninguna credibilidad, ni siquiera posibilidad de hacerse posible. No está nada mal que habiendo conseguido sólo el 20% de los votos y la tercera plaza en las elecciones, los de JuntsxCat se dispongan a gestionar el 70% del presupuesto de la Generaliat y disfruten del escaparate de la presidencia del Parlamento. También resulta paradójico que con un cámara en la que más del 70% de los diputados se dicen de izquierda, las decisiones claves las tome a partir de ahora la derecha. El precio pagado por ERC para una presidencia del Govern notablemente devaluada aún aumenta si tenemos en cuenta que ha quedado este partido totalmente prisionero de una estrategia que no es la suya, o al menos no es la que afirmaban tener. Las ocasiones para que el «procesismo» les pase factura serán muchas. La situación conflictiva y la estabilidad insegura de la mayoría de gobierno española tampoco les ayudará mucho.

La política, según Malagón | Ideas | EL PAÍS

A pesar de la excepcionalidad de los tiempos que vivimos, la política catalana parece cómodamente instalada en continuar practicando un espectáculo formal muy vistoso y entretenido, pero absolutamente irrelevante respecto al bienestar y las perspectivas de futuro de sus ciudadanos. Se les sigue sin dar las malas noticias con relación a unas expectativas y promesas creadas por el Procés, durante años, que distan mucho de poder ser alcanzadas en un plazo histórico razonable. Pero se mantiene el discurso y continúa la representación. El independentismo, como la orquesta del Titanic, continúa tocando una música que no se corresponde a una realidad circundante que requiere de otras partituras y, probablemente, de nuevos intérpretes. La disonancia cognitiva se ha instalado en la sociedad y la política catalana: desarmonía en el sistema de ideas, creencias y emociones que genera una disparidad entre lo que se piensa y se plasma con la forma en que se actúa. Tarde o temprano alguien tendrá que decir la verdad, tratar a la sociedad catalana como adulta, reconocer que «iban de farol» y que lo que se había prometido no es mucho más que una quimera, algo que, en todo caso, no puede ir más allá de un sentimiento que resulta difícilmente materializable. Sería un primer paso para recuperar el sentido de la realidad y, de paso, afrontar todo lo que no hemos encarado en la última década. No hacerlo, conllevará instalarnos, casi definitivamente, en la esquizofrenia.

Biden

No se puede negar que el nuevo presidente de Estados Unidos está sorprendiendo, y mucho, durante los primeros meses de su mandato. Especialmente en política interna. Un líder sin aureola ni carisma, más bien insulso, bastante convencional, muy religioso, de perfil centrista y moderado dentro del Partido Demócrata. Notoriamente tartamudo y con ciertas dificultades para responder con rapidez y facilidad, que a pesar de querer disimularlo se mueve con maneras torpes y que además de serlo, parece muy viejo. Poco glamouroso, no tenía ni el atractivo ni una historia tan bonita y tan cargada de símbolos como la que explicaba Obama y está faltado de los vínculos elitistas con Sillicon Valley, Wall Street y las grandes corporaciones que blandía y llevaron a la derrota a Hillary Clinton. No pisó ninguna universidad de la Ivy League, estudiando en una de más bien provinciana, y cursó derecho de manera bastante mediocre, tal y como le gustaba ridiculizarlo Donald Trump en campaña. Sin enarbolar ideología y por puro pragmatismo está imprimiendo un giro progresista a la política interior estadounidense que es totalmente inédito e incluso inesperado. Keynesianismo sin Keynes. Un inmenso plan de reactivación económica con estímulos y planes sociales, con políticas de intervencionismo público desconocidas en Estados Unidos desde los lejanos años del New Deal de Roosevelt. Sin complejos, anuncia una subida de impuestos a las rentas altas y en las corporaciones para financiar lo que resultaría, por primera vez, una auténtica construcción del Estado de bienestar en el país que hasta ahora había sido campeón del neoliberalismo. Políticas encaminadas a poner un cierto freno al globalismo, potenciando la producción interna, lo que lo conecta con los votantes de Trump y su America First, pero a diferencia de éste, quiere poner a Estados Unidos a la vanguardia del combate contra el cambio climático.

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Convencido de la fractura social que ha provocado la falta de empleo y la precariedad laboral como componentes de una inaceptable desigualdad social que no ha hecho sino crear excluidos e irritados a las últimas décadas, prioriza el uso de los fondos ingentes aplicados a la economía en la función de crear ocupación. Se trataría de frenar la deslocalización productiva priorizando la inclusión de la mano de obra no formada. Ha apostado por subir el salario mínimo a los 15 dólares/ hora y defender el papel del sindicalismo como mecanismo equilibrador de la tendencia natural del sistema hacia la iniquidad y el desajuste. «Wall Street no construyó este país, la clase media construyó este país, y los sindicatos construyeron a la clase media». Afirmaciones hechas en el Congreso de Estados Unidos y que no son de un declarado socialista como Bernie Sanders en un mitin, sino de un soso y moderado presidente demócrata en un discurso formal ante el poder legislativo. Ha desbordado el progresismo norteamericano y aún más sin duda a la temerosa socialdemocracia europea. Un giro inesperado al guion que parecía poco previsible por parte de alguien que no tiene grandes principios, pero que parece tener políticas. Como en la estrategia del buen ataque futbolístico, está demostrado que resulta más relevante «llegar» que no «ocupar» los espacios. La importancia del factor sorpresa. Políticas atrevidas para hacer frente a importantes problemas reales provocados, o más bien agravados, por la pandemia. Se dice que los políticos con fama y perfil de sobrios y prudentes tienen más fácil hacer cosas radicales, o intentar hacerlas. No dan miedo, no crean anticuerpos reactivos. Blanco, viejo y heterosexual. No asusta al perfil de votantes trumpistas de la América profunda. Su última propuesta de suspender las patentes de las vacunas de la Covid-19 ha cogido a contrapié a la Unión Europea, y no sólo a Angela Merkel que se ha puesto a la contra, sino a una izquierda europea que continúa faltada de valentía y de imaginación.

Probablemente volverán tiempos de decepción en la política estadounidense y el mismo Biden, dirigente práctico y sin hipotecas ideológicas, acabará por frenar sino contradecir su progresismo y atrevimiento actual. Quedará liquidada, sin embargo, la idea tan recalcada en la anterior crisis de 2008, que la austeridad económica sirva para afrontar recesiones y que sobre la creciente desigualdad se pueda construir ningún futuro socialmente aceptable. Y habrá puesto en evidencia una izquierda continental cautiva de su narcisismo y con una notable vocación para ser irrelevante.

Madrid marca el paso

La política española hace un tiempo que ya no se define en Cataluña sino en Madrid. No al Madrid capital sede de las instituciones y la administración del Estado, sino en la Comunidad de Madrid. La victoria abrumadora de Isabel Díaz Ayuso significa el triunfo, ahora sí, de un movimiento de nueva derecha populista fuertemente identitaria que se ha hecho con el control del Partido Popular, el cual ha sido arrastrado hacia posiciones extremas. Una corriente imparable que fue creciendo y consolidándose como una auténtica bola de nieve que ha acabado por sobrepasar a unas izquierdas perplejas que se han conformado con hacer el papel de la triste figura. Un relato de contenidos fáciles pero potentes que ha proporcionado a los sectores sociales madrileños irritados por los efectos de la pandemia y por un ascensor social que les es poco favorable, una salida hacia una especie de tribalismo «cañí» que ha conectado con la incorrección política con que se las gastaba Ayuso, así como con la provocación de posado cuasi fascista que exhibía Vox y la candidata Monasterio. Puestos a adscribirse a un nacionalismo, lo han hecho a uno conformado por «cañas y toros», gente que se ha sentido cómodo con la polarización extrema, el desafío y la gestión gamberra de la pandemia por parte de una presidenta convertida en el icono político para «ignorantes y bárbaros». Un experimento trumpista en toda regla, donde las mentiras se han propagado con total descaro, incluso haciendo bandera de ello, con una candidata con posado de ingenuidad, que tanto la han hecho propia los sectores acomodados del barrio de Salamanca, claramente favorecidos por sus políticas fiscales y de privatización de servicios públicos, como gran parte de los sectores populares de las barriadas del sur de la capital, a los que les ha mantenido las terrazas de bar abiertas y les han hecho promesas de falsa emancipación.

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Para que todo esto se diera, era necesario que el progresismo, las diversas izquierdas madrileñas colaboraran en hacerlo posible. Y lo han hecho. Aceptaron el desafío polarizador con que los tentaba la estrategia derechista y así le han servido una victoria inapelable. Aunque resulte increíble, la dialéctica entre «libertad y comunismo» que parecía una tontería, ha funcionado. La candidata popular logró que Pablo Iglesias hiciera el papel que les resultaba más propicio. Saltaba a la arena como redentor, con lo cual más que salvar Podemos lo que hacía era de gran activador del discurso populista adverso, movilizar el voto a la contra de alguien que, con o sin razón, la nueva derecha madrileña ha convertido en el chivo expiatorio de todos los males. Confiaban en su sobreactuación impostada y no los decepcionó. El debate ya no iba de políticas o de situaciones económicas y sociales provocadas por la gestión de la Comunidad, sino de principios abstractos mantenidos con griterío e incluso con violencia. No se hacía sino reforzar el relato y el marco mental establecido por esta derecha desacomplejada y airada en versión madrileña. Todo fue un calco de la campaña de Clinton contra Trump de las elecciones americanas de 2016. Actitud de supremacismo intelectual y moral del progresismo de los demócratas frente a unos seguidores de Trump a los que Clinton calificó de «deplorables». No había entendido las preocupaciones, las humillaciones ni la ira de una América profunda que, sobre todo, pedía respeto y que culpaba de todos los males al establishment y la cultura de la corrección política. Tanto para los ricos como para la gente de barriada madrileños, el poder constituido a combatir se llama Pedro Sánchez y su pacto de izquierdas. No han sabido refutar, especialmente entre su antiguo electorado, esta imagen creada de nuevas élites. Por si fuera poco, el papel del PSOE en estas elecciones ha sido penoso: cogido a contrapié, con un candidato de salida y poco convincente, cambiando de estrategia en plena campaña varias veces, con anuncia gubernamentales sobre temas fiscales que eran auténticos disparos al pie… La derrota ha sido contundente e indiscutible. Más que lamentaciones y pomposas declaraciones antifascistas, lo que habría que hacer ahora es autocrítica de los muchos errores cometidos. La derecha no ha ganado por «maldad intrínseca», sino por la incapacidad de la izquierda para entender las preocupaciones de los sectores sociales que le deberían apoyar, por su exceso de abstracción y desconexión de la realidad, así como la falta de un proyecto y unos discursos alentadores. Le ha sobrado actitud de «superioridad moral» y le han faltado humildad y políticas prácticas.

Sumas que restan

No hace ni siquiera seis meses que se anunció la absorción de Bankia por parte de CaixaBank, creando así el primer grupo bancario español, y ya tenemos unos primeros resultados que se podían fácilmente esperar: más de ocho mil despidos y el cierre de 1.500 oficinas. Dicho de otro modo, se recorta casi un 20% de la plantilla y se cierran más del 25% de sus oficinas. Era de previsible, aunque cuando se anunció la fusión a bombo y platillo se explicaron las enormes bondades de la operación y se negó a que esta fuese una de las principales consecuencias. Se dijo que la salud del sistema financiero español lo necesitaba y que las recomendaciones emanadas del Banco Central Europeo eran ir hacia instituciones bancarias más grandes y mejor capitalizadas. De hecho, fue el primer movimiento importante de una tendencia, poco liberal y adecuada de cara a los consumidores, consistente en reducir las ofertas bancarias españolas a tres y crear así un auténtico oligopolio. Se afirma que en este sector la dimensión resulta un tema capital. Las concentraciones tienen como finalidad la reducción de costes, el disponer de una mayor musculatura operativa para expandirse comercialmente, así como también mejorar las ratios de eficiencia y de solvencia. Las grandes cifras, sin embargo, ocultan que se ha producido una aceleración del modelo de banca que muda de manera rápida hacia el modelo online en el que la atención al cliente se ha convertido en una motivación claramente secundaria. Se cierran oficinas no sólo para evitar duplicidades producto de la fusión, sino porque «la oficina», que había sido el corazón comercial de este negocio y un marco donde atender y satisfacer los ciudadanos, se considera obsoleto en el mundo digital y una opción demasiado costosa. La lógica es la de unos accionistas que no esperan que se dé un buen servicio, sino que adelgacen los costes y aumenten los repartos de dividendos y mejore la cotización bursátil de la compañía.

Fusiones bancarias: la hoja de ruta incluye la banca pública - Diario16

De hecho, esta reducción de costes -unos 770 millones anuales, calculan- es doctrina general en todo el sector y no hace sino aumentar desde 2008, que fue cuando se llegó al máximo histórico de empleo en este ámbito de actividad. Se han recortado desde entonces las plantillas en 94.000 personas -un 35% de su totalidad-, y se calcula que en las operaciones que hay ahora en marcha como la de CaixaBank, acabarán por reducir el empleo en 17.000 personas más. De manera concreta, el BBVA ya ha anunciado un ERE que afectará a 3.800 empleados. La perversión del sistema lo simboliza el hecho de que, cuando estas reducciones se anuncian, el rebote de la entidad a la bolsa es claramente al alza. La escenificación más clara del espíritu del capitalismo de que la ganancia de unos descansa sobre la pérdida de muchos otros. Para evitar los posibles efectos reputacionales negativos, los anuncios de reducción de plantilla siempre vinculados a que se incentivarán las bajas voluntarias, que se compensarán las jubilaciones anticipadas o bien que se ayudará a los despedidos a encontrar una recolocación. Buenas palabras que pretenden ocultar que los «descontratados» abultarán antes de tiempo las cohortes que dependen de unas ya muy debilitadas arcas del sistema de pensiones y que, de hecho, esta estrategia de contracción la pagaremos entre todos. Este es un sector que, tradicionalmente, conoce bien el arte de socializar las pérdidas que genera y privatizar los beneficios que logra. Un sistema bancario que cada vez es más etéreo y centrado en el negocio de la gestión de planes de ahorro y fondos de pensiones, más que en atender a las pequeñas empresas o bien a las personas. Que esta evolución con componentes tan perversos y derivadas claramente negativas la fomente el regulador en lugar de frenarla o dificultarla es un tanto sorprendente. Y esto resulta especialmente destacable en CaixaBank, entidad la que, aún hoy en día, el 14% de su capital es público. Hay malas famas que se ganan a pulso. No está lejos el día en que el sistema bancario actual se dinamitará del todo con la oferta de servicios financieros por parte de las grandes plataformas digitales. Una mudanza lógica por parte de las generaciones más jóvenes. Entonces, nadie llorará por la desaparición de marcas que no se han ganado ninguna estima ni reputación.