Mes: febrero 2022

Enemigos íntimos

La política como espectáculo ha vivido uno de sus grandes episodios en la última semana. El Partido Popular ha escenificado una especie de tragedia griega en la que ha habido de todo: hechos imprevisibles, espectáculo, giros continuos de guion, efectos sorpresa, crímenes pasionales, evidencias de corrupción, traiciones, celos, deserciones, miserias humanas… Todo ello se ha asemejado a un programa de los de Mediaset para entretener donde sólo necesitáramos dosis importantes de palomitas. Pero más allá de la lectura frívola que se puede hacer de todo ello, lo preocupante es el deterioro de la política que se escenifica de manera descarnada. ¿Cómo creer en algo después del catálogo de bajas pasiones en estado puro que nos han exhibido? Pablo Casado siempre ha sido un líder débil, un trepa de manual con dudosa formación que supo aprovechar en el 2018 los intensos odios de Soraya Sáez de Santamaría y Dolores de Cospedal. Ahora muere políticamente de forma similar. Nadie preveía, sin embargo, que sería tan torpe en la gestión de esta crisis. Ya hace tiempo que las fuerzas fácticas del conservadurismo, tanto las económicas como las mediáticas le dan, más que por amortizado, por incapaz. Tienen prisa por recuperar hegemonía y poder y les cuesta imaginarlo como presidente de Gobierno.

El estudiado embate de Ayuso ha sido una escenificación trumpista bien preparada. Pasar a la ofensiva como mejor defensa, estrategia victimista, emocionalidad, verdades alternativas y una versión propia del ataque por las hordas en el Capitolio en forma de asalto “popular” en la calle Génova. Casado no era consciente de haber construido con su amiga Ayuso un monstruo de ambiciones inmensas e imparables. No midió que las amistades de hoy pueden ser los peores contrincantes del mañana. Mientras Casado ha escenificado en estos tiempos una estrategia errática entre la moderación y la derecha más dura como se ha visto en la reciente campaña autonómica de Castilla-León, Díaz Ayuso todo el mundo sabe que es ya la heroína de la derecha más desacomplejada, simbolizando el libertarismo reaccionario tan en boga en todas partes. De todas formas y atendiéndonos a los hechos de la última semana, es bastante elocuente que lo que era una denuncia por posible corrupción acaba con la destitución del denunciante y no, pidiendo explicaciones y responsabilidades a una denunciada no sólo con fuerzas evidencias de veracidad, sino que sobre ha tenido la desfachatez de reconocer los hechos de forma chulesca. La bandera de regeneración de un Partido Popular tan dañado por la corrupción que había enarbolado Casado acabó pisoteada con el plebiscito de los adeptos del pasado sábado a las puertas de la calle Génova. La fe y la devoción en los liderazgos populistas no acepta ninguna sombra de duda ni sospecha. Los familiares beneficiados o aprovechados no resultan más que un tema menor, pura obsesión estética de la cultura de izquierdas.

Pero más allá de odios personales y del factor humano de esta crisis, existen opciones profundas de posicionamiento y de contenidos políticos para las que decantarse, las cuáles necesitarán más cosas que dimisiones o congresos extraordinarios. Sobre todo, saber cuál es la estrategia política del conservadurismo español y cómo afronta el reto de la aparición más allá de sus siglas de una derecha extrema con fuerte atractivo electoral en las actuales circunstancias. No es lo mismo optar por un liberal-conservadurismo de tipo alemán, moderado, incuestionablemente democrático y que no hace concesiones a la xenofobia y exclusión de la que es portadora la extrema derecha; o bien se adoptan las formas y contenidos del populismo trumpista pactando e identificándose con los postulados de Vox. Estas dos culturas conviven en el Partido Popular y con Pablo Casado optaron por un fracasado camino de en medio. Al electorado le estimula más Ayuso sin duda, pero no está muy claro que su éxito electoral en Madrid sea exportable a toda España. Una vía emocional que los puede llevar a ser irrelevantes por su incapacidad para atraer al votante de centro, como por la imposibilidad de ser homologables entre una derecha de Europa Occidental que todavía parece tener muy claro cuáles son las líneas rojas que, respecto a la extrema derecha, no se pueden atravesar. Resolver ese dilema resulta fundamental. Como lo es que no habrá estabilidad política en España sin un centroderecha fuerte y organizado que además de ser elemento de alternancia de gobierno, deje de inducir temores a la ciudadanía progresista por no haber perdido del todo aspectos culturales muy rancios, algunos tics autoritarios y rémoras de su pasado franquista.

En favor de la filosofía

El gobierno catalán propone quitar la filosofía como materia optativa de la ESO, como ya se hizo en la legislación estatal que sirve de marco. Si la presión de los académicos y la sociedad no fuerza un cambio de planteamiento en la política educativa, esta disciplina que ya estaba minorizada en la condición de “optativa”, desaparecerá del currículo formativo. Sólo se ofrecerá y todavía de forma disminuida, en el bachillerato. Son malos tiempos para aquellas materias que ayudan a conformar el pensamiento, estructurar el razonamiento y crear espíritus libres. Más allá de la filosofía, las humanidades también juegan un papel cada vez menor. No son funcionales de forma inmediata, pues no interesan. En los proyectos formativos, sólo va quedando espacio para lo meramente instrumental, para lo que aporta habilidades aplicadas y tecnológicas. Aprender a razonar, estructurar el conocimiento en grandes sistemas no se considera ya algo relevante. Esto resultaba básico cuando el sistema educativo tenía como finalidad primordial la de formar a personas libres que incorporaran potentes nociones de ciudadanía y buenas bases de cultura humanística. En el mundo ideológico del neoliberalismo y el ultraindividualismo imperante, se encarga al sistema educativo, en todos sus niveles, de formar a futuros empleados que, aparte de herramientas, dominen habilidades en saberes mecanizados y fragmentados, además de haber adquirido una buena capacidad de docilidad y aceptación de lo establecido. Ah, y una fuerte propensión a competir toda la vida con sus semejantes.

La filosofía contiene el pensamiento de que nuestro mundo ha ido generando y acumulado desde de Grecia y a lo largo de 2.500 años. Nos habla de las reflexiones que se han hecho y pueden hacerse sobre la esencia, las propiedades, las causas y los efectos de las cosas naturales, de los hombres y el universo. Nos explica sistemas de pensar que se han erigido de forma sistemática. No veo que esto resulte un tema menor en la educación de los jóvenes y que no les sea clave hacia el futuro. En educación, parece que aplicamos aquella máxima negativa de que conviene más, primero, lo urgente -dotar de empleabilidad- de lo importante -proporcionar conocimiento para una vida plena-. Hay quien argumenta que lo que no va a hacer la filosofía en desaparición en la secundaria ya se encargarán de aportarlo las materias de ética. Es como decir, que es suficiente con que aprendan normas y que no necesitan conocer el sustrato, el pensamiento, a partir del cual la ética y la moral se configuran. Además, estas materias se encuentran el sistema educativo en la condición de “espejo” de las asignaturas de religión para aquellas familias que optan por una educación laica. Pero al final resulta paradójico y poco defendible que en el sistema escolar tenga mayor presencia la religión que la filosofía. Toda una declaración de principios.

La lógica de la utilidad se ha ido imponiendo en el mundo de la educación y la cultura. El conocimiento, especialmente en las últimas décadas, se ha identificado progresivamente con el interés económico y mercantil, dejando de lado la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, la filosofía, las lenguas clásicas, la fantasía, el arte o bien el pensamiento crítico. Se ha ido borrando el horizonte amplio, civil, que debería inspirar la actividad humana. El pensador italiano Nuccio Ordine, ha escrito sobre un hecho que puede parecer paradójico, como es la gran utilidad de los saberes inútiles que, justamente, por no producir ganancias inmediatas o beneficios prácticos nos ayudan a dotar de musculatura nuestra capacidad de pensamiento ya proporcionarnos nos un universo moral. Ya hace años que el dramaturgo Eugène Ionesco también alertaba de que todo lo útil impide la comprensión del arte y nos incapacita para disponer de un sentido social y colectivo. Nos convendría no perder la conciencia de que los saberes humanísticos, la literatura como la cultura en general, forman el líquido amniótico en el que se desarrollan las pulsiones de libertad, justicia, laicidad, igualdad, solidaridad, tolerancia, bien común o espíritu democrático. El gusto de vivir. Lo decía Ovidio, «por más que te esfuerces en encontrar que hacer, no habrá nada más útil que las artes, que no tienen ninguna utilidad». En Francia, Víctor Hugo ponía en cuestión la excesiva focalización en lo material y la pérdida de importancia en el sistema educativo, ya en la segunda mitad del siglo XIX, de los contenidos humanísticos; sobre el peligro de que se iluminaran las ciudades, pero que se fuera imponiendo la oscuridad en las mentes. Entendía que lo humanístico podía hacer de “antorcha” para la comprensión del mundo y para el desarrollo de nuestra dimensión ética.

Parlamentos

Las cámaras de diputados son depositarias de la voluntad popular. Un poder fundamental en el Estado de Derecho cuya función radica en el control y construcción normativa del sistema político y donde, en definitiva, descansa la legitimidad del sistema democrático. El ámbito en el que se expresa la diversidad y la pluralidad de la sociedad. Justamente el término que lo define hace referencia a ser un espacio de diálogo y debate, también de confrontación, pero al fin y al cabo de acuerdo y consenso. Una institución que debe ser respetada y en la que las formas, la representación simbólica, tienen cierta importancia. Los representantes ostentan la dignidad que les confiere la elección, pero su actitud y comportamiento debe hacerlos merecedores de tal consideración y respeto por parte de la ciudadanía. Una cierta y necesaria teatralización de las funciones, el ritual, no debería transmitir la sensación de que es un zoco árabe. La prioridad debería ser legislar al servicio del conjunto de la ciudadanía. Más allá de la pasión que se puede poner en el ejercicio parlamentario, debería prevalecer la buena educación, la contención y evitar espectáculos que tiendan a la comedia, al sainete, a lo grotesco o, directamente, al teatro del absurdo. «Política es pedagogía» afirmaba un reputado político catalán de la época de la Transición.

El Congreso de los Diputados dio la semana pasada, a expensas de la convalidación del decreto de la Reforma Laboral, un espectáculo nada apetecible. El tema resultaba tan crucial en el fondo como también había condensado hasta el extremo una disputa derecha-izquierda ya exageradamente polarizada. Por la mayoría gubernamental se trataba de aprobar uno de los proyectos estelares de la legislatura. Hacerlo fracasar significaba por una derecha hispánica muy radicalizada poner fecha de caducidad justamente en el actual ciclo político. En los posicionamientos finales poco importaba el contenido de la norma o sus efectos benefactores por los trabajadores. Un tema no menor que se obvió en la disputa fue que el texto era el resultado de un pacto social acordado entre sindicatos y patronal que abría la posibilidad de disminuir la precariedad laboral y mejorar los salarios reduciendo la temporalidad contractual a través de la preeminencia de los convenios sectoriales, equilibrando algo las fuerzas tan desajustadas en los últimos tiempos entre el capital y el trabajo. Unos escenificaban el “no” en espera de que el resultado fuera “sí” por una cuestión de marcar perfil propio o bien para no hacerse la fotografía con según quien, aunque se la acabaron realizando con la extrema derecha. La operación extremadamente teatral y llevada secretamente por la derecha para hacer fracasar la aprobación a última hora por medio de tránsfugas, se fue al garete porque un diputado del PP se equivocó de forma reiterada a la hora de emitir el voto. Se ve que le ocurre habitualmente. Más que el resultado final y el sentido profundo del acuerdo, lo que ha quedado es el sainete ridículo que se escenificó.

El Parlamento como cuadrilátero: las batallas «a golpes» más memorables de  la política

En el Parlament de Catalunya acabamos de vivir un episodio más de realidad imaginaria y paralela que hace unos años nos tiene bastante acostumbrados. Esta vez se trataba de desobedecer una orden de obligado cumplimiento procedente de la Junta Electoral Central, relativa al desposeimiento de la condición como tal de un diputado. Una nueva ocasión para sobreactuar, apelando al embate contra las leyes y el Estado, fijando el incumplimiento como un objetivo político crucial. La presidenta Laura Borràs, muy dada a la sobreactuación, afirmaba de forma engolada que no pensaba acatarlo en modo alguno y decía estar dispuesta a cerrar el Parlamento. Un hecho este del que se desdijo, quizás porque alguien le debió hacer ver que esto sólo ocurre en las repúblicas bananeras o lo practican gobiernos escasamente democráticos vigentes en algunos países de Europa del Este. Al final, y tras culpar a funcionarios y disparar contra sus correligionarios, acabó por no jugarse la inhabilitación y cumplir escrupulosamente lo que venía mandado, manteniendo, eso sí, la actitud arrogante y el verbalismo de la rebeldía. El ridículo ha sido espantoso. Pero un episodio más de fuegos artificiales y de convertir la cámara catalana en un ámbito dado a la escenificación sectaria y a la irrelevancia.

El regreso a la tribu

Existe una creciente conciencia sobre la crisis que viven los sistemas y el propio concepto de democracia. Las razones son múltiples. En cualquier caso, resulta remarcable y bastante evidente la progresiva erosión de la cultura política liberal. El aspecto más castigado es el de la tolerancia, base sobre la que se sustenta cualquier apuesta de sociedad y asegurar la convivencia de lo diferente. Hemos transitado en los últimos tiempos desde el pluralismo fundamentado en la tolerancia hacia un tribalismo irrespetuoso e incluso ofendido ante la diferencia. El resultado es una polaridad ideológica y política, pero sobre todo emocional, que genera situaciones conflictivas y de negación que llevan a esto que se llama la “cultura de la cancelación”. El individualismo extremo impulsado desde los ochenta ha terminado mudando hacia un identitarismo que, paradójicamente, niega los mismos principios sustentadores de las sociedades liberales. Los más pesimistas creen que estamos frente al principio del fin del modelo liberal que conocíamos y que constituyó la base de nuestro mundo en los tres últimos siglos. Se mantiene de la terminología y las formas del Estado de derecho clásico, pero se subvierten los valores y equilibrios más allá del mantenimiento de las elecciones como modalidad de legitimación. Se pervierte la división de poderes y se genera una dinámica polarizadora que falsea la libre concurrencia de proyectos, políticas y opiniones por una fuerte tendencia al unanimismo forzado.

Los cambios en la conformación de la opinión pública acaecidos en los últimos años de la mano de lo digital, pero también de las mutaciones en la práctica del periodismo ayudan a entender los notables cambios en los comportamientos sociales. Se han diluido las fronteras entre información, entretenimiento y publicidad. Los medios, en aras de su supervivencia, han colaborado. El inmenso ruido comunicativo requiere mensajes extremadamente simples y que, sobre todo, capten la atención. Ésta es muy limitada y su captura tiene cada vez más valor económico. Se imponen pues los mensajes breves, impactantes, ruidosos, fáciles y emocionales. La finalidad es mostrar la pertenencia al grupo y reforzar su inclusión y cohesión. Cuando Trump apeló a los hechos alternativos para refutar la evidencia entramos en el ámbito de un relativismo absoluto. Ya no existía la posibilidad de conocimiento en sentido genérico y abstracto. Se imponía una «epistemología tribal». De forma paralela triunfaba lo que Adorno definió como el “narcisismo de la opinión”. Una especie de obligación a expresar el punto de vista propio de forma categórica y escasamente matizada. Hay que tener opinión, aunque no se tenga criterio. Se debe formar parte de uno de los bloques contrapuestos, es necesario inscribirse en la dialéctica amigo-enemigo. Más que los valores del propio grupo, es fundamental la existencia de un enemigo al que odiar. No debe ser posible eliminar la trinchera cavada y mucho menos atravesarla. Estamos ante lo que la teoría política ha llamado «partidismo negativo».

Tribalismo del consumidor: una batalla por la paz financiera

El populismo en su versión derechista, o de nueva extrema derecha, pretende recuperar la vieja fórmula de la soberanía estatal, con fronteras precisas y delimitadas, homogeneidad cultural interna y valores tradicionales frente a la nueva diversidad defendida desde el progresismo. Resulta bastante paradójico, el hecho de que esta derecha pretenda rehacer la cohesión y los vínculos de proximidad que la globalización que tan festivamente defendía generó. Es como si los efectos unificadores del modelo neoliberal, las migraciones masivas o el refugio en la multiplicidad de la diversidad no tuviera nada que ver. Enfrente, la izquierda más identitaria que de clase, impulsa luchas sociales específicas sin un proyecto de transformación económico y político global, como si el futuro se pusiera en manos de la adoración de pequeños dioses particulares erigidos o cooptados en el extenso mercado de la diversidad. Ya no existe una noción de ciudadanía única o de comunidad nacional específica, sino un sinfín de grupos de identidad que se arrogan el derecho a la primacía de sus preocupaciones y a condicionar el conjunto social. Lo cierto es que en el último cuarto de siglo todos los grandes relatos se han derrumbado. Las personas, carentes de referencias razonables, se comportan de forma cada vez más irracional, frenética y con tonos desagradables. El mundo se interpreta en términos personalidad individual. La política anima a las minorías a atomizarse, organizarse y pronunciarse a la defensa de su yo. Hoy en día, la vida pública está llena de personas ansiosas de librar batallas por una revolución que no deja de ceñirse a una tribu y que poco tiene que ver con la posibilidad de emancipación económica y social real.