Mes: enero 2021

El Estado de bienestar y sus detractores. Reseña en Alternativas Económicas

Reseña del periodista Siscu Baiges en la revista Alternativas Económicas, publicada en el número 7 del mes de octubre de 2013.

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El voto identitario

Aunque en unas elecciones al final lo que se dirime es qué mayorías se pueden dar a partir de la voluntad ciudadana para gobernar, en realidad y desde el punto de vista del elector, se pueden poner muchas y variadas cosas en juego. Hay múltiples motivaciones. Se puede apostar por propuestas puramente por lo que ofrecen en un momento dado, por sentido de oportunidad o por una noción de equilibrios y reequilibrios de las fuerzas en liza. También se puede votar a la contra o sencillamente apostar por opciones extremas no tanto por convicción como para expresar algún descontento profundo. Se puede votar por ideología, por practicidad, para cambiar o, incluso, por el aburrimiento de ver siempre las mismas caras. Se puede optar por no ir, que es también una manera de expresar desmotivación, distancia o asco. Se puede elegir el mejor programa, el liderazgo más atractivo o sencillamente lo que se cree más oportuno en un momento preciso. Finalmente, también se puede votar para demostrar un sentido de identidad: soy de alguien, formo parte de una manera de pensar, este es mi bando. Voto emocional, de vínculo más allá de talento, proyectos adecuados o idoneidad. Al margen de la credibilidad de la propuesta o la demostración o no de capacidad de gestión; sin razonar si lo que voto es realista, posible o lleva a algún lugar. Una pregunta esta última que iría bien que nos hiciéramos siempre.

En Cataluña, el bloque independentista se ha esforzado mucho en los últimos años para que el voto fuera identitario y, de hecho, se ha presentado unido en algunas contiendas para escenificar y forzar el vínculo a un bloque de una parte de la ciudadanía que lo ha blandido públicamente orgullosa en forma de símbolos evidentes -lazos amarillos o chapas- para que quedara clara la pertenencia. El relato propuesto por estos partidos ha mudado un poco según circunstancias, pero se ha planteado cada elección como algo más, se les ha querido dotar de una carga simbólica que el tema real de elegir un parlamento del que saldría un gobierno resultaba secundario: las últimas elecciones autonómicas, elecciones plebiscitarias, la puerta a una declaración de independencia… En estas que se plantean ahora, el reto es mantener el sentido de identidad, el bloque, después de tantas promesas incumplidas de proporcionar jornadas históricas y de una gestión real que oscila entre irrisoria e inexistente. Se apela a alcanzar la cifra simbólica de votantes del 51% aunque no se sabe muy bien para hacer qué. «Lo volveremos a hacer» es un mantra sólo válido para el consumo de los muy obnubilados. Afirmar que se reiterará en vías muertas y acciones fracasadas no resulta una gran propuesta ni, a estas alturas, puede animar mucho a ir hasta el colegio electoral. El problema de las opciones independentistas en este momento es que no resultan muy creíbles y no proponen ni en los objetivos, ni en la estrategia, nada nuevo. ¿Final del camino? Se marcan de cerca las unas a las otras, y así nadie se mueve. Llevan casi diez años de gobierno y la sociedad catalana está dividida y frustrada, mientras el país está en situación de declinación económica profunda y las políticas para hacer frente a la crisis sanitaria son contradictorias. Mientras tanto, los socios de gobierno se tiran los trastos a la cabeza y no especifican más proyecto que continuar siendo el gobierno, más que nada y, sobre todo, para que no lo ocupen «los otros». Por si acaso no se consigue movilizar suficientemente al electorado con mensajes identitarios, esta vez además se recurre a la deslegitimación de las elecciones después de haber hecho un intento desesperado y jurídicamente insostenible de posponerlas o bien de insinuar posibles fraudes en el voto por correo. Todo ello tiene reminiscencias trumpistas.

Daniel Guerrero | El esperpento catalán ~ Montilla Digital

El independentismo, pues, se presenta a estas elecciones peleado, con las manos vacías y sin ninguna propuesta -creíble y plausible- de cara al futuro. Pide que se le renueve una confianza que ha derrochado y que ahora de ninguna manera se ha ganado. En las encuestas, sus votantes los suspenden claramente en su acción de gobierno. Frente a esto, hay apuestas que no aceptan una lectura polarizada de la sociedad catalana y proponen dotar al país de un proyecto realista de cara al mañana, recuperar la concordia y el espíritu de consenso de cara a pilotar la recuperación económica y política de un país que, como su club de fútbol más emblemático, se encuentra fracturado, sin dirección y en horas bajas. Se necesita un cambio, un revulsivo. Y eso dependerá de si se impone entre los electores la pulsión del repliegue melancólico en la identidad o bien gana la convicción razonada y positiva de proporcionar un futuro abierto y esperanzador.

Trump y Cataluña

Lo mejor que se puede decir de Donald Trump, es que finalmente ha dejado de ser presidente de los Estados Unidos. Se acabó la pesadilla, el inmenso peligro, de que alguien tan faltado de escrúpulos éticos y morales y tan desequilibrado emocionalmente estuviera delante de la gran potencia americana. Pero se va Trump, pero no el trumpisme, al menos a medio plazo. Ha dejado su país y la política internacional como un auténtico campo minado que costará de desactivar y superar. Sus incombustibles seguidores son millones en Estados Unidos, pero aún más en el resto del mundo. Su manera de entender y practicar la política ha impregnado la dinámica de muchos países y su populismo de derecha extrema, demagógico, sin complejos, autoritario, irracional y escasamente respetuoso con los valores democráticos ha sido incorporado por numerosos movimientos políticos de todo el mundo. Conducir los muchos malestares de la sociedad hacia relatos emocionales que plantean una polarización extrema es visto como una oportunidad de triunfo político por una multitud de aprovechados y demagogos de aquí y de allá. Reducción de los temas y problemas complejos en explicaciones simplistas para inducir a la acción a segmentos de la sociedad seducidos y abducidos por liderazgos que más que emancipación lo que les garantizan es conflicto y la fractura profunda de la sociedad. Crítica falsaria, abuso de la mentira y cinismo en grandes dosis es lo que ha utilizado Trump y utilizan unos populismos que acaban por reducir los valores sociales a un individualismo egoísta y una comunión puramente tribal. Una maquinaria activada y engrasada continuadamente por el recurso al espectáculo, los giros impensables, la práctica de numerosos performances, el desafío al Estado de derecho y la separación de poderes, la chulería y la incorrección política y lingüística. Líderes provenientes de élites económicas y sociales ejerciendo de marginales y alternativos, convertidos a tiempo parcial en provocadores, irreverentes y agitadores. Pretenden confundirse en un «pueblo» del que no han formado parte nunca. Ninguna noción de seriedad, responsabilidad y, aún menos, ninguna contención en nombre del sentido del ridículo.

Torra usa el vocabulario de Trump para insultar al Estado

En Cataluña, a pesar de no haber un trumpismo militante más allá de algunos casos particulares, conocemos bastante bien estas dinámicas de ruptura que ha practicado el presidente estadounidense. Las formas políticas iliberales han ocupado la última década el ámbito dominante de la política catalana. Voluntarismo, ficciones, enemigos imaginarios, emocionalidad, horizontes de grandeza, negación de la realidad, teatralidad, polarización extrema, conformación de enemigos, creencia frente de razón, desatención a la gestión… La política convertida en un serial de Netflix. De hecho, nada se parece más a un populismo que otro populismo. La lógica es siempre la misma. La fiesta final de Trump, el día de Reyes, promoviendo el asalto al Capitolio, ha alertado a mucha gente sobre la tendencia a superar límites y líneas rojas cuando los movimientos se desarrollan a partir de una mezcla de emociones y de ideas peligrosas. Mal momento para convocar elecciones. Se podrían hacer bastantes paralelismos con hechos ocurridos en Cataluña hace tres años. La sociedad catalana se ha visto con los recientes hechos americanos en un espejo ampliado. La constatación de que el insurreccionalismo, aunque sea de salón, lo carga el diablo y puede acabar derivando en grotesco y acercarse a situaciones trágicas. En cualquier intento de comparativa, resulta evidente el cambio de escala. Es obvio que no se puede hacer el mismo mal dirigiendo la primera potencia mundial que gestionando una comunidad autónoma. La dimensión es muy diferente, pero la pulsión subyacente es muy parecida. No se salía bien parado en la fotografía. Desconvocar elecciones cuando se tiene miedo de no ganarlas forma parte de esta cultura y esta manera de hacer en el que la democracia no son valores sino meramente un recurso a conveniencia. No parece importar el daño que se causaría alargando esta fase agónica de la política catalana. De hecho y en nombre de la pandemia los comicios se podrían ir desplazando en el tiempo y casi hasta el infinito. Ha dado miedo lo que significa incorporar al tablero de la política catalana a Salvador Illa y un PSC más activado, así como la sensación de que los números de magia, a base de reiterarlos, acaban porque una parte del público intuya los trucos. El único escenario que se les ocurre ahora es intentar ganar tiempo. Un tiempo que el país ya no tiene.

Se necesitan elecciones, porque se necesita gobierno

Cataluña hace tiempo que está sin Gobierno, demasiado. No es sólo que la interinidad post-Torra ya dura desde el mes de septiembre, que es un lapso muy grande y aún más en la situación excepcional que vivimos, sino que, de hecho, los temas que realmente afectan al bienestar de los ciudadanos, así como su futuro hace años que no se encuentran entre las prioridades de nuestros gobernantes. Cataluña se encuentra fracturada y dividida políticamente, socialmente sin expectativas y habiendo perdido dinamismo y mucho peso en el terreno económico. La declinación es larga y nadie del mainstream dominante parece dispuesto a hacer nada para invertir la tendencia. Hay un relato falsario que se sigue manteniendo, mientras el país se desangra entre tanta dejadez práctica. Hace años que no hay, en términos reales, un proyecto de país más allá de planteamientos idílicos y probablemente irreales. No hay políticas de desarrollo económico, no se invierte en reindustrialización y los esfuerzos en innovación son muy escasos. Hemos perdido competitividad económica, lo fiamos todo a un sector turístico regresivo y Barcelona ha dejado de ser la ciudad referente del Mediterráneo. El mundo ya no nos mira. Carentes de inversión y con intentos privatizadores los servicios públicos están lejos de ser modélicos y de estar a la altura de un Estado de bienestar avanzado, mientras la desigualdad social progresa y las personas en zona de exclusión son cada vez más numerosas. La pandemia ha terminado por evidenciar nuestras vergüenzas. El problema no es tanto que no se haya gestionado de manera muy digna la emergencia sanitaria -en todas partes se han cometido errores-, sino que se haya optado primero por politizar de manera burda culpando de las impericias propias al Estado, para pasar después a un periodo, que llega hasta hoy, donde la prioridad es echarse pestes entre los socios de gobierno los cuales a las puertas de unas elecciones se muestran incapaces de tomar las medidas que la gravedad situación pide. Mucha sobreactuación, innumerables y larguísimas ruedas de prensa sin sentido, no transmitiendo mensajes claros a la ciudadanía. Posicionamientos y manifestaciones siempre en clave de dejar en evidencia a unos contrincantes que, cosas paradójicas, son sus socios de gobierno y sus compañeros de quimera.

El desgobierno de Cataluña – Crónica Popular

Se impone un cambio de ciclo, de cultura y de actitud. Probablemente, también, de gente. Se necesitan elecciones y, gane quien gane, el gobierno que salga de la correlación parlamentaria tome las riendas, cierre el largo periodo de dejadez y termine con este vacío de poder que resulta del todo insostenible. Probablemente, no sólo sería bueno sino necesario poder construir una mayoría la preocupación de la cual sean las políticas económicas y sociales, el bienestar de la mayoría, y se emprenda un camino de dinamización y se explicite una auténtica hoja de ruta hacia el futuro. Romper la dinámica de los bloques, pese a lo que se diga en campaña electoral, es aparentemente el mejor camino para intentar recuperar una convivencia y cohesión hace tiempo perdida. Restablecer aquel viejo eslogan de «Cataluña, un solo pueblo» que ahora nos suena muy lejano, casi una entelequia. Las elecciones, pues, son la puerta de entrada de una nueva época política y social en Cataluña, no hay otra. Retrasarlas significa alargar la agonía. Deberían simbolizar no tanto un cambio de siglas, como de actitudes y predisposiciones. La pandemia no debería ni puede ser la excusa. Se podrían celebrar con todas las garantías sanitarias, como con ellas seguimos yendo cada día a trabajar o de compras. Justamente porque estamos en una situación excepcional que requiere un gobierno fuerte que no tenemos, resultaría ineludible no posponer algo que es necesario e inaplazable. Hasta hace muy poco, la mayor parte del arco parlamentario lo compartía. El golpe en la mesa que ha dado el PSC con la candidatura de Salvador Illa, la superación de la estrategia del perfil bajo que había practicado, hace que ahora algunos partidos hayan querido aplazar los comicios, ganar tiempo y ver si, mientras tanto, desgastan el candidato socialista. Una vez más el cálculo electoralista por delante de lo necesario. Tengo la sensación de que una buena parte de la ciudadanía, independentista o no, empieza a estar un poco harta de todo esto. Podría darse el caso de que, el tiempo ganado, se les pudiera hacer muy largo a algunos que creen que les juega a su favor.

Vergüenza

Después de un año tan singular y que merecería, sin duda, ser enviado a la papelera de la historia, parece que el que acabamos de empezar nos depara emociones fuertes. El día de Reyes hemos visto lo que nunca hubiéramos pensado de ver: un serio intento de golpe de estado en Estados Unidos. Aunque la toma del Capitolio parece hecha por figurantes una mala película de zombis pone en evidencia el mal profundo que han infringido a la sociedad americana Donald Trump y el trumpismo. Se ha puesto en jaque un sistema democrático antiguo y aparentemente sólido y se ha mostrado como la mayor potencia económica y militar, el país de Silicon Valley, ha sido gobernado y dirigido por el mayor energúmeno que ningún guionista podía imaginar. El ultraje que han sentido una parte importante de los estadounidenses al ver cómo las hordas se comportaban de manera antidemocrática y casi animal, profanando los símbolos del país, es comparable a la intensa vergüenza que hemos sentido en todo el mundo. Porque a todos nos incumbe, vestigios observamos y en ninguna parte estamos vacunados contra ello. Cuando quien lideraba el mundo se ve poseído por un movimiento claramente totalitario, abyecto, es como para ponerse a temblar. Lo previó Thomas Mann en los años cincuenta: «el fascismo volverá, y entonces lo hará en nombre de la libertad». Las bases de lo que está pasando en Estados Unidos están presentes en buena parte del mundo occidental. Amplios sectores sociales que se han sentido excluidos de la marcha de la sociedad tanto en el terreno económico como cultural; gente irritada, humillada y resentida que han escuchado los cantos de sirena de un nacionalpopulismo hecho de mentiras, manipulaciones y demagogias. El carácter simplificador y adictivo de internet y las redes sociales ha permitido articular los miedos y los odios de los actuales parias de la tierra, movilizados y en pie de guerra en pro de un líder -carismático a su manera-, pero sobre todo contra todo lo que simboliza el status quo político y social de los Estados Unidos, contra la corrección lingüística y cultural del progresismo y, en definitiva, contra todo lo que representa el Partido Demócrata: los outsiderscontra los insiders.

Europa reacciona al asalto al Capitolio: ″Las palabras incendiarias se  traducen en violencia″ | El Mundo | DW | 07.01.2021

Con el trumpismo y con esta algarada final que tanto se parece a las revueltas de las repúblicas bananeras, Estados Unidos ha perdido mucho del prestigio que aún mantenían y buena parte de la referencia y liderazgo que aún ejercían en el mundo. Hoy en día, dominan rankings y estadísticas, pero ya no tienen autoridad moral ni encarnan el futuro. No estamos ante una anécdota, sino ante hechos con mucha carga simbólica y significativa. Una ola reaccionaria, violenta y fascista que se lleva por delante un Partido Republicano que ha hecho muy poco para detener la dinámica loca impuesta por Donald Trump. Los totalitarismos europeos del periodo de entreguerras lo primero que hicieron fue someter a unos partidos de derechas muy pusilánimes en la defensa de la libertad y la democracia. Los sistemas democráticos se sustentan sobre instituciones que deben ser compartidas y aceptadas, pero, sobre todo, en un conjunto de normas no escritas que tienen que ver con la tolerancia, la convivencia, el diálogo, el respeto a las leyes y la aceptación de la pluralidad. El sistema no es compatible con el tribalismo. Democracia es Constitución y participación electoral, pero es sobre todo una actitud, un comportamiento, una cultura. Después del espectáculo vivido en Estados Unidos los últimos cuatro años con la culminación casi surrealista del día de Reyes y con un Presidente que se niega a aceptar la realidad, los hechos y el final de su mandato, el mundo podría aprender a donde lleva seguir dinámicas locas y autodestructivas. Las consecuencias de instalarse en mundos imaginarios construidos con la manipulación de los temores por parte de líderes mesiánicos que no tienen otro interés que dar salida a sus delirios y perpetuarse en un poder que no lo entienden para contribuir al bien común sino para hacer un homenaje a su narcisismo y una visión del mundo egocéntrica. Pero, sobre todo, sería bueno que entendiéramos que no podemos avanzar por caminos de un dudoso progreso olvidando y condenando a la exclusión a tanta gente a los que no les dejamos mucha más salida que seguir a profetas equivocados y proyectar su fe en dioses falsos.

Fragilidad

Cada vez más las empresas modernas son marcas, con estructuras muy ligeras, consistiendo básicamente en unas sedes centrales donde se concentran la dirección, el I+D y el marketing. De hecho, el término «trabajador» ya no se utiliza hace años en las empresas. No es tanto una cuestión de consideración o de respeto, como dejar las cosas claras: las firmas ya no sienten responsables de sus empleados. Han pasado ya los tiempos en que las compañías, aunque fuera a través de fórmulas paternales, se consideraban una gran familia con obligaciones hacia los que formaban parte de ellas. La antigüedad de una corporación se valoraba como un importante valor de reputación y en las épocas críticas se mantenía la ocupación hasta donde se podía a costa de los beneficios de la sociedad. Los despidos eran una desgracia y ya no digamos el cierre. Los dividendos no es que fueran secundarios, pero tenían la plasticidad de adaptarse a las situaciones de expansión y de recesión económicas. Las condiciones de trabajo eran duras y los salarios bajos, pero en contrapartida había algunas seguridades que en el capitalismo posmoderno se han perdido. El lenguaje se ha adaptado. Las escuelas de negocios introdujeron primero el concepto de recursos humanos, como término genérico e impersonal, para pasar después al concepto más elevado: capital humano, en el que los individuos que forman parte ya tienen la condición de colaboradores. Pero como se trataba más que de una cuestión nominativa, sino de actitud hacia los trabajadores, los conceptos de outsourcing y de offshoring se convirtieron en el nuevo paradigma de la gestión empresarial, que ahora se llamaría management. Despedir personas ya no era una acción ominosa de último recurso, sino que se blandía con orgullo por los nuevos gurús del capitalismo formados en las escuelas de negocios, muy propensos a readaptarse a «las necesidades de capital humano» hechos en nombre de la mejora de la competitividad. Pura literatura. Lástima que los numerosos trabajadores despedidos con EROS a costes bajos y dejados en la estacada por la nueva legislación laboral que se había hecho para combatir «las rigideces» del mercado de trabajo y poder ganar mayor «flexibilidad», no lo comprendieran de esta manera. 

Definición de fragilidad - Qué es, Significado y Concepto

En cualquier caso, la conversión de muchos antiguos empleados en trabajadores autónomos que prestan servicios a las empresas sin carga laboral interna ha sido una vía que continúa aún hoy en día su proceso de expansión. Ha habido en los últimos años una auténtica explosión de creación de microempresas que no son más que formas ineludibles de autoempleo y que tienen un componente evidente de autoexplotación para poder salir adelante. Depender de las demandas de grandes empresas es tener la seguridad de solo poder facturar con unos márgenes muy reducidos. Un extremo bastante particular y abundante de las nuevas formas organizativas del trabajo en el capitalismo posmoderno son las cooperativas de trabajo que tanto ha proliferado en los restos de producción textil en el mundo occidental o también en el sector de manufactura de la carne. Trabajos que necesitan mano de obra intensiva y que se contrata y descontrata de manera sencilla y sin costes a estas cooperativas de trabajo. Inditex lo practica mucho en la producción que mantiene en Galicia o en el Norte de Portugal. Un capitalismo que no hace sino incorporar los valores del modelo capitalista asiático de exportación: sobreexplotación sin responsabilidades. 

La ideología que acompaña todo ello, fomenta el concepto de «empleabilidad» como elemento de tensión continuo a lo largo de toda la vida, ya que la voluntad de tener trabajo se debe alimentar con formación y disposición a todo tipo de humillaciones, muy ligada a la necesidad del consumo compulsivo como único método de realización personal y al papel estimulante que ejerce la deuda en nuestras vidas. Tras unas décadas en que se completó un sueldo cada vez con menos capacidad adquisitiva con un amplio acceso al crédito bancario y a la disponibilidad de tarjetas de crédito que ni siquiera habíamos solicitado, vivimos en una trampa de riqueza y de capacidad de compra ficticia, prisioneros de nuestra deuda y de nuestros deseos de consumo siempre insatisfechos. Para filósofo Byung-Chul Han, hemos mudado de «la sociedad disciplinaria» hacia «la sociedad del rendimiento». Hemos pasado de ser sujetos de obediencia a ser sujetos de rendimiento, es decir, «emprendedores de nosotros mismos». Si la sociedad disciplinaria generaba locos y criminales, la del rendimiento genera fracasados ​​y, de ahí, que la depresión sea la enfermedad moderna, la expresión patológica del fracaso.