A pesar de la polarización política derecha-izquierda que se vive en la actual campaña electoral de las elecciones españolas, bastante significativa, también se pone en evidencia una vez más que, desgraciadamente, en las contiendas políticas actuales ni se debate sobre los temas cruciales para en nuestras vidas, ni se está en condiciones de dibujar escenarios de futuro muy diferentes a los actuales. Sorprende como las opciones políticos dominantes se refieren a un principio de realpolitik infranqueable, como si lo que fuera necesario o deseable ni siquiera existiera. Para simular, sin embargo, que lo que realmente se dilucida en el resultado de la jornada electoral es significativamente importante, se acentúa el componente de espectáculo televisivo de la rivalidad entre líderes de partidos, convirtiéndonos los ciudadanos no partícipes del proceso, sino en meros espectadores.
La política ha ido dejando de ocupar un lugar central en la conformación de nuestro mundo, de tener un papel decisivo en relación a las cuestiones más importantes que nos afectan. Todo lo que tiene cierta trascendencia pasa al margen y fuera del alcance del poder político. Las crisis económicas, los problemas financieros, la falta de trabajo, la desigualdad creciente, la pobreza ignominiosa, el calentamiento global, la sostenibilidad medioambiental, el crecimiento demográfico… Son cuestiones mayores, grandes temas sobre las que los políticos expresan algunas ideas al respecto, pero a continuación manifiestan la imposibilidad de intervenir a nivel de los gobiernos de los diferentes estados. Los políticos ponen de manifiesto una cierta preocupación compartida con los ciudadanos, pero blanden y exhiben una aceptada frustración para su incapacidad de acción. Todo se remite a tendencias generales incontroladas e incontrolables, a efectos colaterales no deseados del libre mercado que ya se acabarán por corregir de manera espontánea, a imponderables de la sociedad abierta. La economía tiene su lógica y la política no está concebida, según la doctrina dominante, como el ámbito que deba redirigir al servicio de las personas; se considera de hecho una variable independiente. El poder político, sus instituciones, no son más que una sombra de lo que habían sido cuando se fueron configurando los Estados-nación hace ya un par siglos.
Una vez rotos los equilibrios entre capital y trabajo, una vez superados de manera unilateral los consensos que hicieron posible el modelo del Estado de bienestar, las clases dominantes han destrozado los fundamentos de la sociedad burguesa de manera mucho más rápida y contundente que cualquier revolución protagonizada por los trabajadores organizados. Más allá del predominio del espíritu más radical del lucro, la sociedad y su futuro han perdido cualquier indicio o simulacro de timón, de dirección, que no sea la dinámica de un mercado que puede serlo todo, menos libre. Un capitalismo extremo, sin espacio para la compasión o la clemencia, ha condenado a la política a ser un ámbito de frustración y de repulsión, en el que el triunfo del discurso antipolítico se va volviendo cada vez más acentuado, tanto desde la derecha populista como desde la izquierda indignada. La crisis económica ha evidenciado que el Estado actual es como el rey sin camisa de la fábula, un instrumento débil e incapacitado para responder a las necesidades ingentes que se han puesto de manifiesto. Como lo ha definido acertadamente el politólogo Daniel Innerarity, «el tiempo mundial del mercado ha entrado en conflicto con el tiempo político de las democracias, el tiempo estratégico de las empresas y el tiempo psicológico de los individuos». Aunque nos referimos continuamente a ella, especialmente en Cataluña, la soberanía política es un concepto en disolución. Hay poderes más allá del sistema político que tienen los mecanismos establecidos para poder actuar de manera contundente y decisiva, es decir, se han apropiado de la soberanía.