Mes: septiembre 2022

En defensa del impuesto de patrimonio

Una vez más el PP cae en la demagogia y se presenta como el defensor de bajar impuestos. Más allá que bajar impuestos en un país donde la presión fiscal está por debajo de la media de la Unión Europea no resulta muy lógico, ya que se debilita la posibilidad de financiar unos buenos servicios públicos, ya resulta aleccionador que sólo se bajen o se hagan desaparecer aquellos que afectan a los ricos. Primero fue la Comunidad de Madrid donde Díaz Ayuso para presentarse como el símbolo del libertarismo fiscal hizo derogar los impuestos de Sucesiones y de Patrimonio, con la pretensión de que empresas y grandes fortunas se ubicaran en este paraíso fiscal en la española. Y, ciertamente, algunos lo han hecho, aunque suelen presumir de ser más catalanes que la virgen de Montserrat. Ahora la subasta tributaria continúa con Andalucía, donde su presidente no sólo presume de hacer de su comunidad un pseudoparaíso fiscal, sino que blande el argumento de querer atraer dinero y empresas catalanas de forma abierta y explícita. Establecer una competencia territorial a base de bajar impuestos es una irresponsabilidad, se mire por donde se mire. Si a menudo se argumenta, de manera lógica, que es necesaria una armonización fiscal dentro de la Unión Europea para evitar dinámicas de subasta y de refugios fiscales que debilitan a todos los países, desarmonizar la tributación dentro de uno de los Estados, resulta una inmensa marcha atrás. La estrategia política es clara: crear conflictos entre comunidades y generar cierto caos tributario, un juego de trileros, para beneficiar a los de siempre. Las necesidades de recursos públicos les parece un tema secundario.

Sería bueno recordar algunas cosas básicas al respecto. La primera, que los Estados para prestar los servicios públicos imprescindibles y hacer frente a sus obligaciones requieren de ingresos suficientes y, esto, está aceptado de forma general que la mejor manera de hacerlo es a través de un sistema impositivo que sea ​​justo, universal y proporcional a los ingresos y riqueza de cada uno, es decir, con progresividad. Esto es posible, especialmente con los impuestos directos, donde la contribución se realiza según la renta, y no con los indirectos (IVA), ya que éstos gravan a todos por igual más allá de ingresos y riqueza. Sin embargo, un segundo aspecto, relevante, es la función de limitar a través del sistema impositivo la dinámica al crecimiento de la desigualdad económica. No se trata de hacer “igualitarismo” a través de este mecanismo sino tal y como ya indicaba Keynes hace casi cien años, de poner límites a una desigualdad que acaba por resultar tóxica tanto por el funcionamiento de la propia economía como para la cohesión de la sociedad. Es en este punto que el Impuesto de Patrimonio resulta especialmente importante. Más allá de que el ingreso neto que significa no es nada despreciable, más de 500 millones anuales en el caso de Cataluña, tiene un carácter simbólico, colabora en reforzar la idea de que aquellos que más han obtenido devuelven una pequeña parte a la sociedad. Justamente por eso, este impuesto no grava los patrimonios familiares realizados a golpe de ahorros y muchos esfuerzos, sino sólo a aquellos que tienen bienes netos superiores a 700.000 euros. Esto afecta sólo al 1% de la población. Un impuesto que, como siempre que hay que pagar da pereza, pero que es justo en términos de equidad. Su supresión en Andalucía significa que dejan de contribuir las 19.000 personas más acomodadas, con un patrimonio medio de 2,7 millones de euros y una contribución también media de unos 5.000 euros anuales. La comunidad dejará de ingresar unos 100 millones de euros y los más ricos lo serán algo más. Toda una frivolidad cuando Andalucía resulta perceptor neto de los fondos de solidaridad en la financiación autonómica. Pero, más preocupante, la “guerra” que se abre y el mensaje que se envía a la sociedad. Dirán, como afirma siempre la derecha, que “los impuestos el mejor sitio donde pueden estar es en el bolsillo de los contribuyentes”. Quieren decir, en el bolsillo de los de siempre.

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¿Todos monárquicos?

Estamos viviendo un empacho de necrofilia real. Es obvio que la muerte de una monarca que ha reinado más de setenta años en un país de la significación de Gran Bretaña es un hecho noticiable. Pero ¿tanto? Y no es sólo el tiempo y el espacio dedicado en los medios, que está siendo ingente, sino un enfoque que más que informativo resulta tópico, lagrimal, hagiográfico y anecdótico, más propio de la revista Hola que de medios de comunicación que pretendan proporcionar información equilibrada y suficiente, analítica, y no tan excesiva y edulcorada. Estamos ante una de esas profecías autocumplidas. Se habla todo el día de lo mismo, se hacen mil y un programas especiales y entonces se afirma que se hace porque a los oyentes les interesa y son muy sensibles a la cuestión. Se trata de crear una necesidad para después poder argüir que la satisfacemos. Está fuera de toda duda que la relación de la población británica con la monarquía es algo especial. La mayor parte de los ingleses le tienen un respeto reverencial, incluso los republicanos, a la vez que disfrutan de forma cruel con las muchas miserias familiares que la familia real les ha proporcionado. Ciertamente han tenido una relación muy singular con Isabel II, una monarca más bien discreta, que le han visto a lo largo de toda su vida desde la Segunda Guerra Mundial y que parece suplir o complementar a cada uno de ellos la figura de la madre. Pero que los británicos se las compongan con sus particularidades y sus problemáticas psicosociales mal resueltas. Pero a nosotros, ¿que nos aporta más allá de una distracción malsana?

La monarquía británica, afortunadamente, tiene sólo y exclusivamente un papel simbólico. Es allí donde se estableció el principio de que «el rey reina, pero no gobierna». Pero es obvio que es una institución caduca que de nada sirve querer adjudicarle unos valores que no tiene. La realeza de Gran Bretaña es especialmente rancia y costosa. Sus exposiciones públicas y los quehaceres familiares resultan más bien patéticos. Acumulan una de las fortunas más importantes del mundo, se habla que unos 80.000 millones de libras entre todo. Son la primera inmobiliaria del país, propietarios de calles enteras de Londres e incontables fincas rústicas, tienen intereses en todos los sectores de actividad, exhiben formas y lujo de carácter medieval y son el mal gusto personificado. Tienen formas peripuestas, distantes, mientras se muestran en sus palacios medievales o en los hipódromos. Un mundo en escombros. La última reina decía que el secreto de su éxito era «no hacer ni decir nada», y esto se esgrime como una muestra de gran inteligencia política. Durante el reinado de esta monarca que ahora se entierra por etapas, la grandeza del antiguo imperio se ha devaluado hasta el máximo mientras mantienen una ficción de serlo todavía con una Commonwealth que ya no se creen ni ellos. Todo en la monarquía británica recuerda su pasado colonial y las derroches y saqueos que practicaron cuando eran la gran potencia que dominaba el mundo. Todo tan destartalado como los innumerables bolsos que ha traído a la gran dama y de falso brillo como la colección de más de cinco mil sombreros de gusto dudoso que dicen acumula. De todo esto, de un mundo que más le valdría desaparecer ahora lo hacemos noticia y lo vendemos como una expresión de los valores democráticos.

Creo mucho más dignos de luto y trascendencia los referentes del mundo de la cultura universal que, en coincidencia, nos han dejado estos días, desde un escritor insuperable como Javier Marías hasta la magnífica actriz Irene Papas, o la desaparición de dos grandes cineastas como Jean-Luc Godard o Alain Tanner. Los echaremos de menos, a ellos sí, pero a cambio nos dejan un legado de inmenso valor que no se extinguirá. Nosotros y las próximas generaciones disfrutaremos el lenguaje preciso de Corazón tan blanco, nos impresionaremos con la capacidad interpretaba en Zorba, el griego, admiraremos la sutileza fílmica de la Nouvelle Vague y la magnífica y singular À bout de souffle, nos emocionaremos volviendo a ver la Lisboa de En la ciudad blanca. Obras que merecen la pena y que pervivirán. De los monarcas opulentos, antiguos, hieráticos e insulsos podemos olvidarnos.

Chile como muestra

En América Latina se va consolidando un nuevo giro hacia la izquierda en buena parte de los países, en una edición renovada de lo que fueron los regímenes nacional-populares de la primera década de siglo y que tuvieron su reflujo en los últimos años. Hay ejemplos muy interesantes, aunque en algunos países que a veces se contabilizan resultan indefendibles y donde no se superan ni mucho menos los estándares democráticos, como serían los casos de Venezuela o de Nicaragua. Pero existen modelos a tener en cuenta de transformación económica y social como los de Bolivia, una primera vez de ensayo de gobierno progresista en Colombia y el siempre dudoso y contradictorio kirchnerismo en Argentina. Será clave si en Brasil se logra deshacerse del ultraderechista Jair Bolsonaro y vuelve Lula y sus políticas de desarrollo e integración social. Seguro que, si lo consigue, dará un empujón y liderará las izquierdas democráticas del continente.

Chile es un caso muy particular y tras el fracaso de la nueva constitución que fue rechazada en referendo, con un futuro político bastante incierto. Las movilizaciones populares de hace tres años contra el pinochetismo que todavía estaba constitucionalmente vigente y en demanda de políticas económicas y sociales más inclusivas comportaron que, en las últimas elecciones se impusiera el líder de la nueva izquierda hecha y crecida en la calle. Se había logrado derogar por referendo lo que quedaba de la era dictatorial de Pinochet, pero se erró al plantear una nueva constitución elaborada por un movimiento popular. El resultado, un texto inmenso donde todo el mundo quiso hacer constar su agravio, muy avanzado y que ponía sobre la mesa multitud de temas ligados a las identidades y que, por defendible e interesante que fuera, iba mucho más allá de la mentalidad media de la sociedad chilena. El error de Boric y su movimiento fue el de confundir las ideas de las movilizaciones del 2019 con el pensamiento del conjunto de una sociedad ideológicamente más bien derechista. El método elegido para elaborar el nuevo texto constitucional favorecía un fuerte sesgo radical. El nuevo presidente del país no sólo tuvo un revés en el plebiscito, se le infligió una dura derrota política. La derecha chilena, muy potente, sabe que ha recuperado la iniciativa política y que la izquierda en el poder queda paralizada, dividida entre facciones, prisionera de una estrategia equivocada.

La república chilena es un país con unas élites económicas y sociales muy poderosas. Desde la instauración con la dictadura en los años setenta de los principios más extremos del neoliberalismo de la Escuela de Chicago, la capacidad de intervención y regulación de los gobiernos es mínima. La desigualdad económica y la polaridad social muy grande. Las grandes familias casi siempre han actuado con total impunidad y, cuando ha sido necesario, con el garrote de los militares para contener cualquier ínfula de reclamación social. Aunque las grandes cifras de la economía le hacen parecer un país con buen dinamismo económico, la realidad es que depende en exceso de la exportación de materias primas, especialmente del cobre y de su subordinación, en todos los sentidos, respecto de los Estados Unidos. Todo está privatizado y el Estado, al menos hasta ahora, no tiene instrumentos ni capacidad para mitigar con intervención económica y programas sociales los graves problemas de desigualdad y exclusión. La izquierda, más que resolver los grandes problemas, se ha centrado en temas simbólicos, en libtar lo que ahora se llaman las “guerras culturales”. Y como en todas partes, en este envite, la derecha suele moverse muy bien aprovechando los descontentos y temores no sólo de los suyos, sino también de esos excluidos que sufren por perder sus referentes, la cultura social que ellos conocían. De paso, cuando el conflicto político se produce en este ámbito no material funciona de forma magnífica como maniobra de distracción de los aspectos estructurales que serían los fundamentales de plantear. Los debates identitarios son siempre una trampa para obviar los temas económicos y sociales. Como en Chile, con demasiada frecuencia el progresismo de todas partes cae en esta celada.

La nueva extrema derecha

El Partido Popular Europeo acaba de dar luz verde y reconocimiento a la alianza de la extrema derecha italiana. El conservadurismo continental abre la puerta así a que la derecha y la extrema derecha cooperen para recuperar el poder donde no lo disfrutan. Una buena noticia para el Partido Popular y Vox en España, no sé si tanto por el mantenimiento de los valores democráticos. Deberemos convivir con las nuevas formas que toma la extrema derecha así como con cierta convergencia con una derecha tradicional que no está dispuesta a mantener ningún cordón sanitario con sus formulaciones más extremas, de lo contrario dichas fascistas. De todas formas, el concepto de fascismo utilizado como sustantivo o como adjetivo para definir las nuevas derechas radicales, ha quedado obsoleto y resulta impreciso puesto que en la versión actual no son totalitarias, antidemocráticas, violentas o militaristas. Es cierto que hay muchos matices en el campo de estas vías políticas. En la misma Italia, cuna del fascismo originario, conviven al menos tres grandes opciones en la parte más diestra del arco político: Forza Italia, de Silvio Berlusconi; la Lega, de Matteo Salvini y, por último, los Fratelli de Italia, de Giorgia Meloni. Todos ellos, por su forma de acción política, pueden ubicarse dentro de la derecha populista, pero en ningún caso son “fascistas” en sentido estricto. Quizás Meloni se asemeja más al fascismo por su capacidad de constituir un movimiento dentro del cual los despalillados tienen un gran papel, pero entre sus objetivos no se vislumbra la construcción de un estado totalitario, la liquidación del sistema democrático, o bien el establecimiento de una economía dirigida en un estado corporativo. En Francia, el Frente Nacional tenía en sus orígenes un planteamiento de extrema derecha más clásica, pero el giro que le dio Marine Le Pen hace ya un par de décadas, dejó atrás los planteamientos más duros y las ínfulas totalitarias estrictas. Lo mismo valdría para Vox en España, e incluso para el Fidesz de Orbán que gobierna Hungría. Hay quien recurre al concepto de “neofascismo” para definirlos, pero esto implicaría que estamos ante una actualización formal de la versión originaria.


En realidad, estamos ante planteamientos bastante distintos del totalitarismo de los años treinta, aunque utilicen en ocasiones la simbología y la mística o los cantos de aquellos. Los nuevos movimientos de la derecha radical tienen una relación distinta tanto con la violencia como con la democracia. Su defensa del pueblo contra las élites no implica querer crear un orden nuevo. Más bien, disciplinar la existente y servir de maniobra de distracción de los cimientos de los problemas actuales. El uso de la violencia no es su leitmotiv ni un elemento cohesionador, como tampoco el establecimiento de un régimen político nuevo que desplace al sistema democrático. Son partidarios de una democracia iliberal, como lo definió de forma precisa el húngaro Viktor Orbán, reajustando los papeles a la división de poderes y estableciendo una preeminencia clara del poder ejecutivo. Pese al euroescepticismo, no parece que entre sus objetivos figure el dinamitar la Unión Europea, a pesar de sus críticas y las implicaciones políticas con un Vladimir Putin que, este sí, aspira a debilitar a la unidad europea a través del papel de estos partidos . Prácticamente todos ellos son partidarios de mantenerse en el euro y sólo una crisis económica de mucha envergadura podría hacerles tomar el argumento del abandono como elemento de cohesión de los sectores más excluidos en el marco de la dinámica de polaridad extrema en el que se opera. La extrema derecha actual no es un producto estrictamente ideológico. El fascismo si lo era. Tenía un pensamiento y un imaginario utópico ligado a la creación de un hombre nuevo, la lucha contra el enemigo comunista y el objetivo de alcanzar la grandeza nacional. Los actuales extremistas sólo tienen una estrategia de empleo del poder.
La derecha extrema actual es una reacción al vacío de representación de las clases subalternas, la recogida de malestares e irritaciones diversas entre una población desarraigada y enfrentada a un futuro extremadamente incierto en este siglo y que entiende que resultó la perdedora de la globalización económica y no se siente reflejada en las batallas culturales e identitarias que tiene planteada la izquierda. De ahí que les exasperen ciertos extremos de la lucha feminista, la puesta en cuestión de los géneros binarios, los temas medioambientales o el exceso de corrección política. Esta extrema derecha, más que representarlos y proponerles un nuevo futuro, les permite un desahogo. Estos planteamientos tienen un contenido ideológico fluctuante e inestable, a menudo incoherente, en el que se mezclan filosofías políticas en contradicción abierta. Esto se ve claro en el Frente Nacional francés, donde desde sus orígenes conviven los nostálgicos de Vichy, católicos integristas, poujadistas, colonialistas, nacionalistas, comunistas desencantados, xenófobos… Todos los desarraigos y resentimientos posibles.