Una vez más el PP cae en la demagogia y se presenta como el defensor de bajar impuestos. Más allá que bajar impuestos en un país donde la presión fiscal está por debajo de la media de la Unión Europea no resulta muy lógico, ya que se debilita la posibilidad de financiar unos buenos servicios públicos, ya resulta aleccionador que sólo se bajen o se hagan desaparecer aquellos que afectan a los ricos. Primero fue la Comunidad de Madrid donde Díaz Ayuso para presentarse como el símbolo del libertarismo fiscal hizo derogar los impuestos de Sucesiones y de Patrimonio, con la pretensión de que empresas y grandes fortunas se ubicaran en este paraíso fiscal en la española. Y, ciertamente, algunos lo han hecho, aunque suelen presumir de ser más catalanes que la virgen de Montserrat. Ahora la subasta tributaria continúa con Andalucía, donde su presidente no sólo presume de hacer de su comunidad un pseudoparaíso fiscal, sino que blande el argumento de querer atraer dinero y empresas catalanas de forma abierta y explícita. Establecer una competencia territorial a base de bajar impuestos es una irresponsabilidad, se mire por donde se mire. Si a menudo se argumenta, de manera lógica, que es necesaria una armonización fiscal dentro de la Unión Europea para evitar dinámicas de subasta y de refugios fiscales que debilitan a todos los países, desarmonizar la tributación dentro de uno de los Estados, resulta una inmensa marcha atrás. La estrategia política es clara: crear conflictos entre comunidades y generar cierto caos tributario, un juego de trileros, para beneficiar a los de siempre. Las necesidades de recursos públicos les parece un tema secundario.

Sería bueno recordar algunas cosas básicas al respecto. La primera, que los Estados para prestar los servicios públicos imprescindibles y hacer frente a sus obligaciones requieren de ingresos suficientes y, esto, está aceptado de forma general que la mejor manera de hacerlo es a través de un sistema impositivo que sea justo, universal y proporcional a los ingresos y riqueza de cada uno, es decir, con progresividad. Esto es posible, especialmente con los impuestos directos, donde la contribución se realiza según la renta, y no con los indirectos (IVA), ya que éstos gravan a todos por igual más allá de ingresos y riqueza. Sin embargo, un segundo aspecto, relevante, es la función de limitar a través del sistema impositivo la dinámica al crecimiento de la desigualdad económica. No se trata de hacer “igualitarismo” a través de este mecanismo sino tal y como ya indicaba Keynes hace casi cien años, de poner límites a una desigualdad que acaba por resultar tóxica tanto por el funcionamiento de la propia economía como para la cohesión de la sociedad. Es en este punto que el Impuesto de Patrimonio resulta especialmente importante. Más allá de que el ingreso neto que significa no es nada despreciable, más de 500 millones anuales en el caso de Cataluña, tiene un carácter simbólico, colabora en reforzar la idea de que aquellos que más han obtenido devuelven una pequeña parte a la sociedad. Justamente por eso, este impuesto no grava los patrimonios familiares realizados a golpe de ahorros y muchos esfuerzos, sino sólo a aquellos que tienen bienes netos superiores a 700.000 euros. Esto afecta sólo al 1% de la población. Un impuesto que, como siempre que hay que pagar da pereza, pero que es justo en términos de equidad. Su supresión en Andalucía significa que dejan de contribuir las 19.000 personas más acomodadas, con un patrimonio medio de 2,7 millones de euros y una contribución también media de unos 5.000 euros anuales. La comunidad dejará de ingresar unos 100 millones de euros y los más ricos lo serán algo más. Toda una frivolidad cuando Andalucía resulta perceptor neto de los fondos de solidaridad en la financiación autonómica. Pero, más preocupante, la “guerra” que se abre y el mensaje que se envía a la sociedad. Dirán, como afirma siempre la derecha, que “los impuestos el mejor sitio donde pueden estar es en el bolsillo de los contribuyentes”. Quieren decir, en el bolsillo de los de siempre.