Mes: agosto 2021

El precio de la luz

España tiene uno de los precios de la energía eléctrica más caros de Europa. No es que le falte capacidad de producción, que sobra, ni que no se tenga un acceso suficiente y diversificado las fuentes que la han de producir. Tiene un problema de oligopolio, es decir de unos pocos operadores que acaban para fijar condiciones y que hacen que el concepto de competencia, al menos de cara al consumidor, resulte una ridiculez. Pero tiene, sobre todo, un sistema tarifario que está fuera de toda lógica y que resulta una bicoca para las compañías presentes en este ámbito. El sistema de subasta establecido en el mercado mayorista, y que acaba por ser decisivo en el precio final que pagamos los consumidores, resulta extraordinariamente perverso y parece que a nivel gubernamental les resulta intocable ante el riesgo de molestar a la Unión Europea o enfadar las influyentes grandes compañías que son las beneficiarias. En estos meses de julio y agosto, casi cada día batimos récords en el precio de la luz. Esta semana hemos llegado a la brutal cifra de 122,76 € el megavatio/hora y parece que la tendencia alcista continuará. Para que nos hagamos una idea, hace un año el precio no llegaba a los 40 € (Mw/h). ¿No sería el momento de hacer algo? Caras de preocupación y buenas palabras sobre posibles vías de solución muy parciales y de futuro, pero ninguna acción clara, contundente e inmediata como merecería una situación tan excepcional e insostenible. El temor casi reverencial hacia las empresas operadoras hace que se desestime una intervención y tasación de precios, lo que habría que hacer al menos durante un periodo de tiempo de cara a reorientar y reorganizar el sector y especialmente cambiar el sistema tarifario basado en la subasta. El precio de la electricidad afecta de manera brutal las economías domésticas, pero también a la actividad empresarial, siendo un factor de coste que resta competitividad a las empresas que producen en España cuando han de operar en el mercado internacional. Este no es un tema menor, como no lo es que una parte de la población no se pueda permitir el consumo que se requeriría en plena ola de calor o bien que tenga que recurrir a desplazar buena parte del consumo en la franja horaria menos costosa de la madrugada.

precio luz – @FerranMartín

Aunque el sistema de funcionamiento del mercado eléctrico es bastante complejo y difícil de comprender en sus detalles, como, por cierto, también lo es el recibo eléctrico que recibimos en casa; parece bastante evidente que un sistema de subasta en la compra mayorista organizado por fuentes que van de la energía más barata a la más cara y que sea ésta, el gas, la que acabe fijando el precio pagado por el conjunto, resulta una brutalidad. No tiene sentido que lo que se paga no tenga que ver con costes de producción notoriamente diferenciales. Los bajos costes de producir la nuclear, la hidroeléctrica, o las otras renovables se ve premiado con el mismo pago que reciben el gas o los derechos de emisión de CO2 que son las fuentes que entran al final del proceso y que lo encarecen. La especulación está servida: aportar mucha energía de bajos costes y que finalmente se pueda cobrar según la aportación en el tramo final a costes elevados. La paralización gubernamental en esta situación resulta preocupante, ya que proporcionar energía suficiente a precios razonables debería ser una obligación. Cuando se saca el tema de crear una sociedad pública de distribución que pueda garantizar justamente el carácter de servicio público se echan balones fuera y se cantan las excelencias del mercado privado. No se explica que, en Francia o en Italia, las compañías energéticas más importantes tienen capital público. Que las medidas paliativas que se instrumenten sean bajar el IVA (del 21 al 10%), otros impuestos o el canon que se paga para fomentar las renovables no son sólo un parche, son una muy mala idea. El problema del precio que pagamos por la energía eléctrica no es de exceso de carga tributaria, sino de la existencia de un mecanismo de fijación de precios que permite la obtención de unos beneficios desaforados e injustificables.

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Afganistán o el fracaso del pragmatismo político

Lo que debía ser una retirada militar ordenada de este país se ha acabado por convertir en una derrota militar, política y humanitaria incalificable. A los ojos del mundo, los Estados Unidos y sus aliados europeos han escenificado una fuga torpe y patética ante el triunfo de unas tropas que representan la versión más pedestre y medieval del fanatismo religioso. El simulacro de régimen político y de administración que se había erigido en Afganistán durante la ocupación se ha deshecho antes de que los ocupantes desalojaran el país, siendo la fuga de su presidente con unos furgones llenos de billetes la demostración de la solidez y los valores morales de lo que se había construido. Un fracaso más a contar entre las intervenciones militares «salvadoras» que Estados Unidos y Europa han practicado por el mundo. Joe Biden culmina así su errática política exterior, afirmando que Estados Unidos no tienen porque combatir en una guerra que los afganos no piensan librar. Excusas de mal pagador. Las imágenes brutales y caóticas del aeropuerto de Kabul le perseguirán siempre. El americano medio no quiere intervenciones exteriores que le reportan soldados muertos, pero, por encima de todo, su orgullo no puede tolerar imágenes de humillación patriótica. Todo ha sido un cálculo político donde el futuro de la población afgana cuenta poco. Encima, ha salido muy mal.

Y es que el tema de los talibanes no se puede reducir a un problema de los afganos. Su origen fue fomentado e inducido por los Estados Unidos y los aliados europeos en tiempos de Guerra Fría para inestabilizar y combatir el régimen comunista instalado en 1978 y que era sostenido por la URSS. Las partidas guerrilleras de muhaidines, que luego se convertirían en talibanes -literalmente estudiantes de teología-, fueron abundantemente financiadas y armadas por Estados Unidos y los países árabes en sintonía. Osama bin Laden se formó y se fogueó ahí, hasta convertirlo en su base de operaciones contra Occidente. Para la Unión Soviética fue su Vietnam. Desgastada militarmente en una guerra que no podía ganar, abandonó el país en 1989. La guerra civil se prolongó hasta 1996 cuando los talibanes, haciendo gala de una ferocidad inusitada se impusieron y crearon un emirato islámico regido por el fundamentalismo religioso más estricto basado en la sharia, ahogando toda libertad y vestigio de sociedad civil y haciendo recaer la peor opresión imaginable sobre las mujeres. Una demostración de cómo el recurso ocasional e interesado al factor religioso con la excusa de dominar el tablero de la Guerra Fría, había generado un monstruo incontrolable que, además, se giraría contra el mundo occidental dando refugio al terrorismo islamista que tuvo peor expresión en el atentado de septiembre de 2001 en el World Trade Center de Nueva York.

Afganistán | Hoy

La guerra contra el terrorismo y la pretensión por erradicar las bases de Al Qaeda han llevado a una intervención militar estadounidense que ha durado veinte años, durante los cuales las numerosas acciones de guerra no han conseguido acabar con un islamismo radical muy organizado y bien financiado desde el mundo árabe y que cuenta, cosas de la geopolítica, con una cierta simpatía por parte de Rusia y China. Durante estos años se creó un aparente sistema democrático, el país se liberalizó en sus costumbres y se promovió la creación de un ejército bastante inoperante como para que colapsara antes de que las tropas y personal extranjero salieran. Un país complejo, de etnias diversas donde los pastunes son dominantes, con poderosos estructuras tribales también de tajiks, hazaras o uzbekos. Una orografía extraordinariamente difícil lo convierte en incontrolable y abona la práctica militar de la guerrilla, tal y como ya había comprobado el Imperio británico en la primera mitad del siglo XIX, resignándose entonces a que fuera un estado-tapón que le permitiera mantener protegida joya de la corona que era la India. Ahora, después de haberlos usado, condicionado y de que hubiera emergido una sociedad laica, se les abandona a manos de un ejército de mercenarios unidos bajo la bandera del fanatismo religioso. Liquidación de las libertades, opresión asfixiante y desaparición de cualquier vestigio de estado mínimamente organizado. Una vez más, las principales víctimas de sus obsesiones serán las mujeres, obligadas ya de entrada a desaparecer del espacio público y a renunciar a cualquier tipo de visibilidad. Para los pragmáticos que dominan la política internacional, sólo unos efectos colaterales con los que convivir. Inmensa frustración ante un cinismo y una indignidad que son para llorar.

Fuego

Vivimos atemorizados estos días ante la posibilidad de que se puedan producir grandes incendios forestales. Calor, niveles de humedad, sequedad larga y extrema se combinan con bosques densos e hiperpoblados donde se acumula la biomasa: se dan las condiciones de tormenta perfecta para que se produzca algún desastre ecológico. Cuando se nos queman bosques a gran escala, cuando se dan fenómenos de fuego incontrolado no es sólo que se provoca un daño inmenso a los recursos naturales y se ponen en peligro bienes e incluso vidas humanas. Nos sentimos vulnerables y a merced de fuerzas que nos sobrepasan. Resulta inquietante. Como país mediterráneo sabemos que somos propensos a los incendios, tradicionalmente el clima nos ha predispuesto a ello. Ahora, sin embargo, ya no es sólo una cuestión de memoria sobre aquellos grandes incendios que rememoramos o que alguien con más años o memoria nos recuerda. La mitad del Mediterráneo quema este verano: Grecia, Turquía, Italia… Pero también muchos otros lugares. El fuego está devastando California o carboniza millones de hectáreas en lugares tan inverosímiles como Siberia. Sensación de descontrol y desorden, de que lo que estamos viviendo no es anecdótico, no es sólo un mal año, sino que tiene que ver con una lógica ascendente que se relaciona con un cambio climático que se ha acelerado y que ha dejado de ser un concepto para convertirse en una evidencia.

De hecho, la profusión de incendios forestales ligados a menor pluviosidad y a olas de calor inusitadas es tan sólo una muestra de la mayor agresividad de la naturaleza en los últimos tiempos. La tierra está dejando de ser un lugar amable y mostrando cada vez más una crudeza que antaño estaba reservada a determinados lugares ya poco habitados o bien como expresión muy puntual de comportamientos desbocados. Cada vez más los fenómenos climáticos extremos se van convirtiendo en normalidad. Hace menos de un mes que hemos visto unos trágicos y brutales aguaceros en una Alemania que lo ha vivido de manera perpleja, como también en el norte de Italia. Los huracanes y las grandes tormentas tropicales que antes sólo se daban muy de vez en cuando en la zona del Caribe, ahora se suceden hasta el punto de haber agotado los nombres para singularizar la fotografía. El deshielo en las zonas del círculo polar Ártico avanza mucho más rápidamente de lo previsto y los lugares con nieves perpetuas ya se han convertido en rarezas casi inencontrables.

Ignición, combustible, sequía y tiempo apropiado: los ingredientes de los  grandes incendios forestales

Nuestra civilización tiene una capacidad desmedida e incontrolada para modificar la biosfera. Desde la revolución industrial que comenzó hace dos siglos y medio, se ha producido una actitud depredadora y destructiva respeto al medio natural que no ha hecho sino irse acelerando hasta hoy. Se entró en la era del Antropoceno. Dejamos de convivir y aprovechar de manera respetuosa las inmensas posibilidades que nos ofrecía la tierra, para intentar dominarla, subyugarla y explotarla desaforadamente aprovechando los instrumentos tecnológicos. Crecimiento y presión demográfica, conurbaciones inmensas, expoliación de recursos naturales, contaminación de aguas y de la atmósfera, montañas de residuos, agotamiento de recursos… Un modelo de producción y de consumo irracional, destructivo, que nos lleva al paroxismo ya comportamientos sin mucho sentido. Sistemas de distribución tan desiguales y tan poco equitativos que hacen que conviva el despilfarro y la riqueza insultante de unos y la pobreza y falta de todo de otros. No hay que hacer grandes viajes para ver el contraste, a veces basta con cambiar de calle o de barrio.

Las Naciones Unidas acaba de hacer público un informe sobre el cambio climático y sobre los daños probablemente ya irreparables que hemos infringido el planeta y sobre la necesidad de que los gobiernos prioricen el actuar para paliar los efectos tan devastadores que tiene nuestro modelo económico vigente en las últimas centurias. Probablemente, el impacto de los datos y las evidencias del mal harán que se implanten algunas políticas de disminución de la emisión de gases de efecto invernadero. Pequeños parches y declaraciones de buenas intenciones. El problema es más de fondo y no nos lo resolverán ni pequeñas muestras de autocontención ni el recurso a la tecnología por más verde que ésta sea. Especialmente en Occidente, nos hemos acostumbrado a nadar en la abundancia y difícilmente renunciaremos a los comportamientos y hábitos que nos han traído hasta aquí. Posiblemente continuaremos viviendo en la inconsciencia. La condición humana lleva incorporada también la pulsión autodestructiva.

Se ha echado en falta un elemental sentido de la prudencia

Llevamos ya dieciocho meses de pandemia. Tiempo para haber vivido varias idas y venidas, con remisiones y nuevas olas que hacen que aún no sea, ni mucho menos, una situación controlada ni superada. Sin duda que un mayor conocimiento del virus y los procesos de vacunación nos han permitido salir de la oscuridad casi medieval en la que estuvimos inmersos durante los primeros meses y recuperar una versión de normalidad que no acaba de ser tal nunca del todo y que provoca que a veces nos confundamos. Un proceso de superación que se eterniza en una sociedad ya mentalmente muy agotada, lo que hace tender a las autoridades y a cada uno de nosotros a acelerar de manera poco prudente actividades sociales y abandono de limitaciones que nos llevan a nuevas olas y los efectos de las variantes del virus que comporta su enorme capacidad de mutación. Una situación de precariedad sanitaria y de indefensión como en el mundo occidental hacía siglos que no se sentía, una vulnerabilidad hacia la que no estamos sin duda nada preparados para hacerle frente ni a nivel social ni institucional.

Tanto el cansancio colectivo como la necesidad de recuperar una actividad económica que prácticamente se paralizaron en su totalidad en algunos momentos, han llevado a forzar las cosas y no actuar de manera adecuadamente prudente. En nuestro país, se quería recuperar el turismo a cualquier precio, y hemos pagado precisamente el precio de la recaída en los contagios y al ser durante unos meses el peor país de Europa en efecto COVID, a pesar de tener unos índices de vacunación bastante altos. Precipitación en abrir la manga del ocio nocturno, las fiestas, los festivales de música y los viajes de fin de curso. Concentraciones multitudinarias de jóvenes y adolescentes sin ningún tipo de precaución, defensas o distancia social, justamente de aquellos colectivos aún no vacunados. Una administración e incluso reputados científicos afirmando que al aire libre no habría ningún problema. Triunfo del optimismo voluntarista. El resultado ha sido de miles de contagios y una curva ascendente durante muchas semanas, con hospitales y UCIS de nuevo saturadas. Una mezcla de imprudencia e incompetencia que ha resultado fatal.

Fent i desfent | Incumplimientos de las normas covid - Diario de Mallorca

Probablemente falta en muchas personas el sentido de responsabilidad ante una situación tan seria como la que vivimos. Se pierde la perspectiva. Cuando cometemos imprudencias no sólo nos ponemos en peligro nosotros mismos, lo que podría resultar hasta cierto punto aceptable, sino que justamente por lo que significa una epidemia ponemos en peligro a los demás y a toda la colectividad. Podemos argumentar que nuestros gobernantes son incapaces, que nos confunden, que resultan contradictorios y que tienen tendencia a sobreactuar, lo que los hace poco creíbles y, probablemente, tendremos razón. Esto, sin embargo, no nos exime de nuestra responsabilidad, de nuestro cuidado en actuar de manera razonable, madura y prudente. La pandemia no se ha superado y aún menos resuelto, aunque entreveamos una cierta salida futura. Relajar nuestros comportamientos y actitudes no hará más que alargar y eternizar la situación, cronificarla. El rechazo de una parte de la ciudadanía a vacunarse demuestra tanto el poco sentido de colectividad, de escasa solidaridad de alguna gente, como la facilidad con la que penetran y se apropian de la sociedad todo tipo de rumores y falsas informaciones a través de la red. Se apela a un falso sentido de la libertad personal para rechazar vacunarse, con lo cual se retrasa la inmunidad de grupo y, mientras tanto, se contagia y mueren personas. El negacionismo se ha convertido en la enfermedad de una sociedad demasiado saturada de individualismo y de personalidades necesitadas de remarcar su diferencia, su singularidad. La salud pública es un concepto que requiere, para que funcione, de colaboración, cooperación y compromiso. Es algo muy serio. El pensamiento científico y el conocimiento experto deberían estar por encima de manías y ensimismamientos particulares. Abrir internet o dar vueltas por las redes sociales más esotéricas no nos proporciona expertez ni nos da conocimiento y autoridad, y seguro que no nos hace más autónomos e informados. En algunos ámbitos, la capacidad de mantener la disciplina social nos hace más fuertes. Y también más libres.