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La corta vida de las lechugas

Gran Bretaña lleva años conviviendo con la inestabilidad política que suele ser inherente al fracaso económico y la falta de expectativas de futuro mínimamente claras. Una antigua gran potencia en declinación que no deja de dar golpes de palo de ciego para recuperar un estatus que ya no es posible. País desindustrializado donde la mayor fuente de riqueza es la actividad financiera que se realiza en la City de Londres actuando de plataforma hacia los paraísos fiscales. Tras la crisis de 2008, se focalizó el descontento en la Unión Europea, hasta alcanzar un Brexit que era una salida hacia la nada. El país fue liderado por un estrafalario Boris Jonhson que acabó cayendo no tanto porque la salida de Europa sólo les ha traído problemas, sino por sus alcohólicas fiestas privadas en tiempos de pandemia. Los conservadores, mayoritarios en el Parlamento, pero condenados por las encuestas electorales, ensalzaron a Liz Truss, una ultraliberal que planteaba recetas alocadas y disminución radical de impuestos en tiempos que se requieren Estados que den seguridades y no debilidad. Si Thatcher fue una tragedia para los británicos hace cuarenta años, su imitadora ha resultado pura parodia. Desde el principio algunos diarios británicos, cuyo humor es muy propio, especularon literalmente si llegaría a durar como primera ministra el tiempo de vida de una lechuga. El tema trajo mucho cachondeo e incluso apuestas. El resultado, tienen un ciclo de vida más largo las lechugas que esta debil primera ministra.

Sería un error creer que el problema de Gran Bretaña es que no tiene suerte a la hora de elegir a los mandatarios. Sería cómo decir que todos los problemas de Argentina provienen de la existencia del peronismo. Los dirigentes políticos suelen ser un exagerado reflejo de la propia realidad económica y social. Tienen un contexto. Y hace años que el del antiguo gran Imperio es de decadencia económica y de degradación de la cohesión social. Las políticas liberales extremas han triturado a las clases medias, así como a los sectores de trabajadores con salarios razonables y no precarizados. Animo a ver las dos últimas películas de Kean Loach (I, Daniel Blake y Sorry We Missed You), para entenderlo. El Estado de bienestar hace tiempo que ha naufragado en este país y cada vez es mayor el número de gente excluida. La polaridad social es extrema, mientras el laborismo ha sido, después de Tony Blair, incapaz de levantar un proyecto político emancipador creíble. Los malestares y rencores acabaron cristalizando en el movimiento que culpaba a Europa de sus resentimientos, de ser un mal negocio que les resultaba caro -lo que era mentira, pues eran receptores netos de fondos europeos-, proporcionándoles un refugio de identidad vinculado a la idea del “nosotros solos”. La Inglaterra profunda y la gente mayor compraron el discurso, mientras los sectores progresistas urbanos y los jóvenes se quedaban en casa. El resultado fue lo que fue.

¿Cambiarán las cosas con la elección ahora del multimillonario de origen indio? Poco, más allá de ser muy joven y reflejar la multiculturalidad británica. El tema de fondo no es reiterar con pequeñas variantes lo que no sirve, sino el cambiar el modelo y, esto, no puede hacerse sin nuevas elecciones. El tiempo del Partido Conservador y sus “genialidades” parece haber tocado fondo y con Rishi Sunak tiene poco más que un tiempo de prórroga. Éste, es un ultraliberal, que fue firme partidario del Brexit y que más allá de hacer políticas más previsibles que Truss, reiterará en la errónea pretensión de “enfriar” la economía para hacer frente a la inflación, si tenemos en cuenta que ésta no proviene del lado de la demanda sino de la oferta. Dicho de otra forma, los precios suben por efecto de aumento del coste de la energía y no por el exceso de consumo. Las recetas más liberales, que no se practican ni tan solo en Estados Unidos, lo único que hacen es llevar a la recesión, actúan de manera procíclica. Continuará con el nuevo dirigente el decantamiento cada vez mayor del país hacia el Atlántico, hacia Estados Unidos, en detrimento de su dimensión europea. Resulta curioso que en la muchas veces puesta como modélica democracia británica, se pueda ir cambiando de primer ministro con el voto de un par de cientos de diputados y sin pasar por las urnas. Así, al nuevo líder le falta algo que en democracia resulta básico, la legitimación.

Josep Burgaya

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Impuestos, los justos

El debate sobre la fiscalidad vuelve a centrar la pugna política en España y, probablemente, lo hará durante tiempo, al menos hasta que se celebren elecciones generales en un año. La derecha hispánica, tanto la de Feijoo como la de Ayuso y también la de Vox, han hecho suyo aquel precepto propagandístico del neoliberalismo que afirma que “los impuestos son una incautación de la riqueza privada y donde mejor están es en el bolsillo de los contribuyentes”. Obvia esta premisa algo tan fundamental como es que el presupuesto público que financia la acción de las administraciones se realiza con la recaudación impositiva. No hay servicios públicos, no hay políticas que garanticen la cohesión social como tampoco disponer de infraestructuras sin una fiscalidad adecuada, la cual, parece lógico, debe recaer de forma proporcionada y progresiva según el nivel de renta. El sistema tributario no sólo dota de los recursos imprescindibles al Estado, también puede contribuir a moderar o aumentar la desigualdad económica y combatir o no la pobreza. Oliver W.Holmes, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos condensó en una única frase la importancia de la fiscalidad: «los impuestos son el precio que pagamos por la civilización». No existe sociedad sin un sistema de contribución al bien colectivo, no hay democracia sin pagar impuestos.

En el debate tributario a menudo a la izquierda le cuesta salir del marco mental que le fija la derecha de ser siempre proclive a aumentar los impuestos, de ser depredadora. Carga con este lastre. Habría que explicar que el debate no es el de “bajar” o “subir” impuestos, sino en que se deben pagar los justos. Es decir, impuestos los necesarios para las necesidades de financiar las políticas públicas, y que el pago debe realizarse de manera adecuada a la renta y riqueza de cada uno. Justicia fiscal, éste resulta el concepto clave. Que las rentas del trabajo estén mucho más grabadas, porque es fácil hacerlo, que no las rentas de capital no resulta equitativo, como tampoco lo es que no paguen de forma extraordinaria aquellos que se enriquecen de forma exagerada en momentos de crisis a cuestas del bienestar de la mayoría, como sería el caso actual de las grandes energéticas o de la propia banca. Esta última hace sólo diez años que tuvo que ser salvada con abundantes recursos públicos que no devolvió. Debería explicarse que el nivel tributario se correlaciona de forma directa con la calidad del Estado de bienestar del que disponemos y de forma indirecta con el déficit y la deuda pública. Éste es el debate. Cuando en España el nivel de tributación respecto al PIB es del 34,5%, significa que estamos siete puntos por debajo de la media europea. Los países nórdicos, tan admirados, poseen niveles impositivos medios que superan el 50%. Por eso disponen del modelo de Estado de bienestar más completo.

Los sistemas tributarios actuales penalizan especialmente a las clases medias. Su proceso de laminado y desaparición tiene que ver con ello, aunque no sólo con eso. En la versión vulgar de la derecha sobre la tributación no se entra en las diferencias de naturaleza de los distintos tipos de impuestos y su carácter corrector o estimulador de la desigualdad. Se debería realizar una cierta pedagogía sobre el papel y función de los diferentes tipos impositivos y el efecto tan diferente de los impuestos directos y los indirectos. También explicar la diferencia entre los tipos nominales y los tipos reales que se liquidan. Las muchas posibilidades de elusión fiscal provocan que las rentas de capital coticen muy por debajo de lo escrito en la normativa. Y no hablemos de fraude ni de evasión de capitales, que sería otro tema. Nos referimos a que las empresas del Ibex35 de la bolsa española pagan una media del 8% en Impuesto de Sociedades, cuando el tipo establecido sobre el papel es del 25%. Y si hablamos de las grandes corporaciones y plataformas tecnológicas, estas sencillamente no pagan. Especulan con los precios de transferencia entre filiales para acabar cotizando, a menos que mínimos, en paraísos fiscales. Apple declara pérdidas en España y acaba pagando un tipo negociado del 0,005% en Irlanda. Ya lo dijo de forma elocuente y en un ataque de sinceridad el inversor financiero global Warren Buffet, “pago menos impuestos que mi secretaría”.

Se impone elecciones

Contra pronóstico, la militancia de Junts decidió salir del Govern. No fue sólo que los “octubristas” encabezados por Laura Borràs resultaron más convincentes, sino que hasta última hora Esquerra les lanzaba mensajes mostrándoles la puerta de salida. Y la tomaron. Este gobierno nació hace un año y medio ya muy tocado. Había una unidad verbal, pero la sensación siempre fue que Junts formaba parte de él a regañadientes o, como mínimo, con contradicciones internas y poca convicción. La presidenta del Parlament, iba ejerciendo de cabeza de la oposición. La estrategia política se había ido volviendo divergente entre aquellos que evolucionaban hacia un pragmatismo que situaba la independencia como un lejano objetivo final con los que se aferraban a un Procés que debía tener resultados inmediatos a partir de sucesivos embates contra el Estado. Pero había distanciamientos más allá de lo estratégico. Los postconvergentes nunca consideraron del todo legítimo el relevo en el liderazgo independentista, ya que sólo les separaba un diputado, y los líderes reales de cada bando no se podían tragar desde mucho antes de octubre de 2017, momento el cual, por cierto, las posiciones que mantenían Puigdemont y Junqueras respecto al carácter imperativo de la consulta eran contrapuestas a las que mantienen ahora. La huida de uno y la asunción de responsabilidades judiciales del otro no hicieron sino aumentar la aversión personal. El factor humano siempre es prevalente.

Acabado el culebrón que ha paralizado la política catalana durante semanas, ambos contendientes dicen sentirse liberados mientras se convierten en enemigos íntimos e irreconciliables. Para sus intereses inmediatos, la apuesta de Junts quizás resulta romántica pero no parece muy acertada. No sólo por no disfrutar de las posiciones e instrumentos que da estar en el Gobierno. A partir de ahora y durante mucho tiempo no tendrán con quien asociarse. Ubicados en el centroderecha, batasunizados, y extremadamente combatientes de Esquerra, no se les pueden augurar muchas posibilidades de futuro, aunque intentarán recuperar la hegemonía por medio de un movimiento personalista, mucho populismo y vínculos con lo que se llama, quiero creer que solo de manera metafórica, la «sociedad civil» organizada, es decir, el ANC. Alguien dice que todo es una victoria política de ERC que ahora puede disfrutar del Govern en solitario. De hecho, sólo lo afirman sus propagandistas. Fue el segundo partido en las elecciones, y sólo tiene 33 disputados de 135. Esto es mucho más que estar en minoría, hace imposible gobernar. Empezó la legislatura con el apoyo de 74 diputados. Es más bien un fracaso haberse quedado tan solo, se mire como se mire. Cuando esto ha ocurrido, habría dos salidas lógicas: convocar elecciones, o bien construir una nueva mayoría parlamentaria cambiando de socios. Todo sería legítimo. Lo primero dicen haberlo descartado por no considerar pertinente el calendario político con sucesivas elecciones y porque la demoscopia no les es favorable. La segunda posibilidad podría llevarse a cabo, ya que los posibles socios a su izquierda dicen estar dispuestos a echar una mano y proporcionar estabilidad, al menos durante un cierto período de tiempo.

Pero en Cataluña, desde hace una década, la política está acostumbrándonos a las excentricidades. Cada vez que Salvador Illa extiende la mano intentando poner puentes y superar trincheras, recibe descalificaciones y guantazos por parte de aquellos que lo necesitan. También aquí funciona especialmente el resentimiento -no sé si odios- cultivados por Oriol Junqueras. Excluir y querer gratuitamente los votos en nombre del apoyo al PSOE en Madrid parece algo fuera de lugar, especialmente teniendo en cuenta que, una vez aprobados los presupuestos del Estado de 2023, dejarán de inmediato ser necesarios. Hoy en día, para aprobar los presupuestos en Catalunya, no tienen ni uno más de sus escasos diputados. La amenaza de la prórroga se les volverá en contra ya que significa renunciar a la posibilidad de incorporar 3.000 millones adicionales a las cuentas. ¿Cómo se justificaría? A estas alturas, quizás el problema del presidente Aragonés radica especialmente dentro de su propio partido. Si en algo tiene razón Laura Borràs, es que este gobierno ha quedado deslegitimado y que lo que se haría en un país más convencional son elecciones.

El momento más peligroso de la guerra

Las guerras no tienen un momento bueno, pero tienen etapas, algunas de las cuales resultan especialmente preocupantes. La invasión por Rusia de territorios ucranianos ha sido una agresión inaceptable con efectos humanos, sociales y económicos de inmenso alcance y no sólo para ucranianos y rusos. Se han roto la necesaria estabilidad que requiere el progreso en buena parte del mundo y los desequilibrios generados nadie sabe muy bien adónde nos pueden llevar. Todo cálculo en el terreno bélico resulta una mera aproximación. Como en una partida de ajedrez, cada movimiento abre una realidad nueva. En ese caso, se juega muy cerca del abismo. Rusia preveía una guerra relámpago que, en pocos días le permitiría ocupar la región del Donbass y provocar el colapso del gobierno ucraniano el cual sería sustituido por uno afín. Nada de esto ha pasado. La rusofobia ancestral en este país provocó una dinámica de cohesión y la emergencia de un liderazgo fuerte por parte de Zelenski, un cómico convertido en político. La resistencia militar de Ucrania resultó insólita, en gran parte por la ayuda militar occidental, pero también porque en Rusia de la gran potencia militar que había sido ya sólo le queda el arsenal nuclear. La guerra se alarga, con múltiples episodios de una brutalidad inusitada, y unos efectos económicos muy profundos más allá de los contendientes y de las sanciones impuestas por Occidente en Rusia. Parece que Europa no había previsto lo que significaría su posicionamiento en relación con la dependencia energética y el acceso a determinados alimentos y materias primas.

Tras la fase inicial en que la guerra en sus aspectos bélicos estaba presente de forma muy destacada en los medios de comunicación occidental, fue perdiendo peso y casi desapareciendo. Nos cansamos de todo. Por continuada, la violencia iba dejando de ser novedad. Sólo nos despertaba de la somnolencia aburrida del tema, de vez en cuando, las fanfarronadas de Putin recordándonos la posibilidad de usar su armamento nuclear. Escalofrío mientras cenábamos, imaginando el futuro apocalíptico que esto generaría. El problema es que mientras, parece, que nadie ha apostado por forzar la negociación y acabar con una dinámica que nos condiciona muchísimo y que puede acabar muy mal. Parece que nos agrade la opción aguerrida de ir impulsando a los ucranianos a entregarse a una confrontación que les está destruyendo con la falsa posibilidad de que pueden acabar ganando y arrodillar al gigante ruso. Una eventualidad que puede resultarnos justa, épica y romántica, pero que es una quimera. La disponibilidad de abundante armamento nuclear, en manos de gente poco sensata y dispuestos a utilizarlo, marca una diferencia insalvable que no permite a quien no lo tiene, ganar.

Justamente en las últimas semanas vivimos una escalada de optimismo tanto en Ucrania como en Occidente, por la contraofensiva militar ucraniana y la recuperación de territorios. Zelenski, pero también nosotros, nos hemos instalado en el optimismo radiante de que esta guerra la ganará el polo de la «libertad». Es fácil leer análisis estos días que ya hablan de la derrota rusa, el repliegue y la caída de Putin y con él todo su régimen autoritario y falsamente democrático. Bonito de imaginar y posibilidad poco plausible. La crisis energética en Europa resulta ya insoportable, como lo es la inflación económica derivada que está poniendo en cuestión la recuperación económica y el bienestar social. Los países productores de petróleo aprovechan la ocasión y, de paso, nos encarecen el petróleo. El invierno europeo no será dantesco, pero sí muy difícil y complejo. Ucrania se siente ahora fuerte y le embriagan los logros militares, negándose ya a cualquier negociación. Aquellos que le proporcionan la financiación y el armamento deberían hacerlos entrar en razón. Los fracasos militares rusos pueden estimular salidas desesperadas que ni siquiera es bueno imaginar. Justamente, quien se encuentra fuera del primer plano de la guerra debería huir de comportamientos emocionales. La única solución, no óptima para nadie, pasa por detener la guerra y negociar una salida en paz.

Al final de la escapada

Es el título de una magnífica película de Jean-Luc Godard. Spoiler: termina mal. Después de meses y meses de un espectáculo que el país no merece, parecería que finalmente la ficción de unidad independentista se ha dinamitado. Que el socio de gobierno te amenace con una moción de confianza en pleno debate de política general, es sin duda un exceso que el presidente de la Generalitat no podía aceptar si quiere mantener una mínima dosis de autoridad. La personalización de las desavenencias con el cese del vicepresidente y máxima figura de Junts dentro del Govern, es más que una invitación a que se marchen. La situación era insostenible no desde hace meses, sino casi desde sus inicios. Desconfianza, deslealtades, posiciones confrontadas, bloqueos, desgobierno… Resultaba evidente que la estrategia de ERC de mantener la independencia sólo como objetivo final, pero dedicándose al realismo de gobernar y concertar algunos avances con el gobierno central por medio de la mesa de diálogo, tenía poco que ver con pretensiones de declaraciones unilaterales de sus aliados que tampoco explicaban cómo pensaban llevar a cabo. La estrategia de Junts ha sido la de hacer continuas afirmaciones grandilocuentes sin posibilidad de materializarlas, manteniendo la ficción y el engaño inicial en que se basó todo lo que ocurrió en el 2017. Puro voluntarismo sin posibilidad alguna de factibilidad. Afortunadamente, ERC, aunque con dudas e idas y venidas decidió abandonar el callejón sin salida.

Junts ha sido durante este tiempo una auténtica olla de grillos, con almas y estrategias internas difícilmente conciliables. Incluso algunos de sus líderes parecen representar posiciones confrontadas y contradictorias a lo largo del día. Se habla de un alma convergente, derechista y realista, con vocación de gobierno y de pretender la estabilidad. Algunos de sus consejeros realmente parecen tener esa forma de actuar. Pero de forma obvia son minoría en un partido convertido en una agregación donde predomina lo emocional y que Carles Puigdemont se ha cuidado de llevarlo a una actitud rupturista y antisistema. Casa bastante mal hablar seriamente de presupuestos y al mismo tiempo hacer ruido de proclamas del tipo “lo volveremos a hacer”. Directivos de la Caixa y radicalismo independentista no es que casen mal, sino que no resultan creíbles. En el otro extremo está el egocentrismo sobreactuado, casi naíf, de Laura Borràs y su club de fans. Víctima del personaje caricaturesco que ha creado, no ha dudado en llevar al Parlament de Catalunya al descrédito más absoluto. Es alguien que no encaja en una estructura de partido, ni siquiera en uno tan diverso y plural como Junts. Tiene vocación de liderar un movimiento personalista a su alrededor. Tiene ínfulas de Evita Perón de clase alta y puede acabar siendo la versión catalana de Giorgia Meloni. En medio de tanta diversidad e inflación de egos, una persona sensata como Jordi Turull ha intentado embridar a un partido imposible y una serie de estrategias impracticables. Convergencia y el ecosistema convergente ya no existen. Deberían asumirlo. Se acabó cuando Artur Mas se encaramó a la ola independentista.

En un país en el que la política fuera por caminos más convencionales, racionales y razonables, el gobierno habría finiquitado el miércoles por la noche. Pere Aragonès podría optar por ir a elecciones o alargar un poco la legislatura para esquivar las inminentes elecciones municipales y españolas, obteniendo un apoyo parlamentario discreto del PSC y de los Comunes. Probablemente esto no irá así y viviremos episodios de enfrentamiento fraternal del independentismo. En Junts están obsesionados con liderar el movimiento y nunca han aceptado que los resultados electorales dijeron otra cosa. No se irán del Gobierno de forma fácil. Lo alargarán. Alegarán una consulta a la militancia para decidir. El resultado, bloqueo y un in crescendo de grotesco espectáculo. Para acabar de abonarlo, estamos a las puertas del quinto aniversario de los hechos del 1 de octubre. Un contexto que juega a favor de proclamas emocionales y en la práctica del irredentismo. También para echarse, aún más, los platos por la cabeza. Continuamos anclados al querer conmemorar cosas que más bien requerirían de quien las protagonizaron buenas dosis de autocrítica. Pero la programación de TV3 de la última semana lo sigue evaluando de forma épica y gloriosa. Se rompió la sociedad catalana, se vulneraron las normas básicas de la democracia y se llevó al país al bloqueo y la frustración. ¿Qué hay que celebrar?

En defensa del impuesto de patrimonio

Una vez más el PP cae en la demagogia y se presenta como el defensor de bajar impuestos. Más allá que bajar impuestos en un país donde la presión fiscal está por debajo de la media de la Unión Europea no resulta muy lógico, ya que se debilita la posibilidad de financiar unos buenos servicios públicos, ya resulta aleccionador que sólo se bajen o se hagan desaparecer aquellos que afectan a los ricos. Primero fue la Comunidad de Madrid donde Díaz Ayuso para presentarse como el símbolo del libertarismo fiscal hizo derogar los impuestos de Sucesiones y de Patrimonio, con la pretensión de que empresas y grandes fortunas se ubicaran en este paraíso fiscal en la española. Y, ciertamente, algunos lo han hecho, aunque suelen presumir de ser más catalanes que la virgen de Montserrat. Ahora la subasta tributaria continúa con Andalucía, donde su presidente no sólo presume de hacer de su comunidad un pseudoparaíso fiscal, sino que blande el argumento de querer atraer dinero y empresas catalanas de forma abierta y explícita. Establecer una competencia territorial a base de bajar impuestos es una irresponsabilidad, se mire por donde se mire. Si a menudo se argumenta, de manera lógica, que es necesaria una armonización fiscal dentro de la Unión Europea para evitar dinámicas de subasta y de refugios fiscales que debilitan a todos los países, desarmonizar la tributación dentro de uno de los Estados, resulta una inmensa marcha atrás. La estrategia política es clara: crear conflictos entre comunidades y generar cierto caos tributario, un juego de trileros, para beneficiar a los de siempre. Las necesidades de recursos públicos les parece un tema secundario.

Sería bueno recordar algunas cosas básicas al respecto. La primera, que los Estados para prestar los servicios públicos imprescindibles y hacer frente a sus obligaciones requieren de ingresos suficientes y, esto, está aceptado de forma general que la mejor manera de hacerlo es a través de un sistema impositivo que sea ​​justo, universal y proporcional a los ingresos y riqueza de cada uno, es decir, con progresividad. Esto es posible, especialmente con los impuestos directos, donde la contribución se realiza según la renta, y no con los indirectos (IVA), ya que éstos gravan a todos por igual más allá de ingresos y riqueza. Sin embargo, un segundo aspecto, relevante, es la función de limitar a través del sistema impositivo la dinámica al crecimiento de la desigualdad económica. No se trata de hacer “igualitarismo” a través de este mecanismo sino tal y como ya indicaba Keynes hace casi cien años, de poner límites a una desigualdad que acaba por resultar tóxica tanto por el funcionamiento de la propia economía como para la cohesión de la sociedad. Es en este punto que el Impuesto de Patrimonio resulta especialmente importante. Más allá de que el ingreso neto que significa no es nada despreciable, más de 500 millones anuales en el caso de Cataluña, tiene un carácter simbólico, colabora en reforzar la idea de que aquellos que más han obtenido devuelven una pequeña parte a la sociedad. Justamente por eso, este impuesto no grava los patrimonios familiares realizados a golpe de ahorros y muchos esfuerzos, sino sólo a aquellos que tienen bienes netos superiores a 700.000 euros. Esto afecta sólo al 1% de la población. Un impuesto que, como siempre que hay que pagar da pereza, pero que es justo en términos de equidad. Su supresión en Andalucía significa que dejan de contribuir las 19.000 personas más acomodadas, con un patrimonio medio de 2,7 millones de euros y una contribución también media de unos 5.000 euros anuales. La comunidad dejará de ingresar unos 100 millones de euros y los más ricos lo serán algo más. Toda una frivolidad cuando Andalucía resulta perceptor neto de los fondos de solidaridad en la financiación autonómica. Pero, más preocupante, la “guerra” que se abre y el mensaje que se envía a la sociedad. Dirán, como afirma siempre la derecha, que “los impuestos el mejor sitio donde pueden estar es en el bolsillo de los contribuyentes”. Quieren decir, en el bolsillo de los de siempre.

¿Todos monárquicos?

Estamos viviendo un empacho de necrofilia real. Es obvio que la muerte de una monarca que ha reinado más de setenta años en un país de la significación de Gran Bretaña es un hecho noticiable. Pero ¿tanto? Y no es sólo el tiempo y el espacio dedicado en los medios, que está siendo ingente, sino un enfoque que más que informativo resulta tópico, lagrimal, hagiográfico y anecdótico, más propio de la revista Hola que de medios de comunicación que pretendan proporcionar información equilibrada y suficiente, analítica, y no tan excesiva y edulcorada. Estamos ante una de esas profecías autocumplidas. Se habla todo el día de lo mismo, se hacen mil y un programas especiales y entonces se afirma que se hace porque a los oyentes les interesa y son muy sensibles a la cuestión. Se trata de crear una necesidad para después poder argüir que la satisfacemos. Está fuera de toda duda que la relación de la población británica con la monarquía es algo especial. La mayor parte de los ingleses le tienen un respeto reverencial, incluso los republicanos, a la vez que disfrutan de forma cruel con las muchas miserias familiares que la familia real les ha proporcionado. Ciertamente han tenido una relación muy singular con Isabel II, una monarca más bien discreta, que le han visto a lo largo de toda su vida desde la Segunda Guerra Mundial y que parece suplir o complementar a cada uno de ellos la figura de la madre. Pero que los británicos se las compongan con sus particularidades y sus problemáticas psicosociales mal resueltas. Pero a nosotros, ¿que nos aporta más allá de una distracción malsana?

La monarquía británica, afortunadamente, tiene sólo y exclusivamente un papel simbólico. Es allí donde se estableció el principio de que «el rey reina, pero no gobierna». Pero es obvio que es una institución caduca que de nada sirve querer adjudicarle unos valores que no tiene. La realeza de Gran Bretaña es especialmente rancia y costosa. Sus exposiciones públicas y los quehaceres familiares resultan más bien patéticos. Acumulan una de las fortunas más importantes del mundo, se habla que unos 80.000 millones de libras entre todo. Son la primera inmobiliaria del país, propietarios de calles enteras de Londres e incontables fincas rústicas, tienen intereses en todos los sectores de actividad, exhiben formas y lujo de carácter medieval y son el mal gusto personificado. Tienen formas peripuestas, distantes, mientras se muestran en sus palacios medievales o en los hipódromos. Un mundo en escombros. La última reina decía que el secreto de su éxito era «no hacer ni decir nada», y esto se esgrime como una muestra de gran inteligencia política. Durante el reinado de esta monarca que ahora se entierra por etapas, la grandeza del antiguo imperio se ha devaluado hasta el máximo mientras mantienen una ficción de serlo todavía con una Commonwealth que ya no se creen ni ellos. Todo en la monarquía británica recuerda su pasado colonial y las derroches y saqueos que practicaron cuando eran la gran potencia que dominaba el mundo. Todo tan destartalado como los innumerables bolsos que ha traído a la gran dama y de falso brillo como la colección de más de cinco mil sombreros de gusto dudoso que dicen acumula. De todo esto, de un mundo que más le valdría desaparecer ahora lo hacemos noticia y lo vendemos como una expresión de los valores democráticos.

Creo mucho más dignos de luto y trascendencia los referentes del mundo de la cultura universal que, en coincidencia, nos han dejado estos días, desde un escritor insuperable como Javier Marías hasta la magnífica actriz Irene Papas, o la desaparición de dos grandes cineastas como Jean-Luc Godard o Alain Tanner. Los echaremos de menos, a ellos sí, pero a cambio nos dejan un legado de inmenso valor que no se extinguirá. Nosotros y las próximas generaciones disfrutaremos el lenguaje preciso de Corazón tan blanco, nos impresionaremos con la capacidad interpretaba en Zorba, el griego, admiraremos la sutileza fílmica de la Nouvelle Vague y la magnífica y singular À bout de souffle, nos emocionaremos volviendo a ver la Lisboa de En la ciudad blanca. Obras que merecen la pena y que pervivirán. De los monarcas opulentos, antiguos, hieráticos e insulsos podemos olvidarnos.

Chile como muestra

En América Latina se va consolidando un nuevo giro hacia la izquierda en buena parte de los países, en una edición renovada de lo que fueron los regímenes nacional-populares de la primera década de siglo y que tuvieron su reflujo en los últimos años. Hay ejemplos muy interesantes, aunque en algunos países que a veces se contabilizan resultan indefendibles y donde no se superan ni mucho menos los estándares democráticos, como serían los casos de Venezuela o de Nicaragua. Pero existen modelos a tener en cuenta de transformación económica y social como los de Bolivia, una primera vez de ensayo de gobierno progresista en Colombia y el siempre dudoso y contradictorio kirchnerismo en Argentina. Será clave si en Brasil se logra deshacerse del ultraderechista Jair Bolsonaro y vuelve Lula y sus políticas de desarrollo e integración social. Seguro que, si lo consigue, dará un empujón y liderará las izquierdas democráticas del continente.

Chile es un caso muy particular y tras el fracaso de la nueva constitución que fue rechazada en referendo, con un futuro político bastante incierto. Las movilizaciones populares de hace tres años contra el pinochetismo que todavía estaba constitucionalmente vigente y en demanda de políticas económicas y sociales más inclusivas comportaron que, en las últimas elecciones se impusiera el líder de la nueva izquierda hecha y crecida en la calle. Se había logrado derogar por referendo lo que quedaba de la era dictatorial de Pinochet, pero se erró al plantear una nueva constitución elaborada por un movimiento popular. El resultado, un texto inmenso donde todo el mundo quiso hacer constar su agravio, muy avanzado y que ponía sobre la mesa multitud de temas ligados a las identidades y que, por defendible e interesante que fuera, iba mucho más allá de la mentalidad media de la sociedad chilena. El error de Boric y su movimiento fue el de confundir las ideas de las movilizaciones del 2019 con el pensamiento del conjunto de una sociedad ideológicamente más bien derechista. El método elegido para elaborar el nuevo texto constitucional favorecía un fuerte sesgo radical. El nuevo presidente del país no sólo tuvo un revés en el plebiscito, se le infligió una dura derrota política. La derecha chilena, muy potente, sabe que ha recuperado la iniciativa política y que la izquierda en el poder queda paralizada, dividida entre facciones, prisionera de una estrategia equivocada.

La república chilena es un país con unas élites económicas y sociales muy poderosas. Desde la instauración con la dictadura en los años setenta de los principios más extremos del neoliberalismo de la Escuela de Chicago, la capacidad de intervención y regulación de los gobiernos es mínima. La desigualdad económica y la polaridad social muy grande. Las grandes familias casi siempre han actuado con total impunidad y, cuando ha sido necesario, con el garrote de los militares para contener cualquier ínfula de reclamación social. Aunque las grandes cifras de la economía le hacen parecer un país con buen dinamismo económico, la realidad es que depende en exceso de la exportación de materias primas, especialmente del cobre y de su subordinación, en todos los sentidos, respecto de los Estados Unidos. Todo está privatizado y el Estado, al menos hasta ahora, no tiene instrumentos ni capacidad para mitigar con intervención económica y programas sociales los graves problemas de desigualdad y exclusión. La izquierda, más que resolver los grandes problemas, se ha centrado en temas simbólicos, en libtar lo que ahora se llaman las “guerras culturales”. Y como en todas partes, en este envite, la derecha suele moverse muy bien aprovechando los descontentos y temores no sólo de los suyos, sino también de esos excluidos que sufren por perder sus referentes, la cultura social que ellos conocían. De paso, cuando el conflicto político se produce en este ámbito no material funciona de forma magnífica como maniobra de distracción de los aspectos estructurales que serían los fundamentales de plantear. Los debates identitarios son siempre una trampa para obviar los temas económicos y sociales. Como en Chile, con demasiada frecuencia el progresismo de todas partes cae en esta celada.

La nueva extrema derecha

El Partido Popular Europeo acaba de dar luz verde y reconocimiento a la alianza de la extrema derecha italiana. El conservadurismo continental abre la puerta así a que la derecha y la extrema derecha cooperen para recuperar el poder donde no lo disfrutan. Una buena noticia para el Partido Popular y Vox en España, no sé si tanto por el mantenimiento de los valores democráticos. Deberemos convivir con las nuevas formas que toma la extrema derecha así como con cierta convergencia con una derecha tradicional que no está dispuesta a mantener ningún cordón sanitario con sus formulaciones más extremas, de lo contrario dichas fascistas. De todas formas, el concepto de fascismo utilizado como sustantivo o como adjetivo para definir las nuevas derechas radicales, ha quedado obsoleto y resulta impreciso puesto que en la versión actual no son totalitarias, antidemocráticas, violentas o militaristas. Es cierto que hay muchos matices en el campo de estas vías políticas. En la misma Italia, cuna del fascismo originario, conviven al menos tres grandes opciones en la parte más diestra del arco político: Forza Italia, de Silvio Berlusconi; la Lega, de Matteo Salvini y, por último, los Fratelli de Italia, de Giorgia Meloni. Todos ellos, por su forma de acción política, pueden ubicarse dentro de la derecha populista, pero en ningún caso son “fascistas” en sentido estricto. Quizás Meloni se asemeja más al fascismo por su capacidad de constituir un movimiento dentro del cual los despalillados tienen un gran papel, pero entre sus objetivos no se vislumbra la construcción de un estado totalitario, la liquidación del sistema democrático, o bien el establecimiento de una economía dirigida en un estado corporativo. En Francia, el Frente Nacional tenía en sus orígenes un planteamiento de extrema derecha más clásica, pero el giro que le dio Marine Le Pen hace ya un par de décadas, dejó atrás los planteamientos más duros y las ínfulas totalitarias estrictas. Lo mismo valdría para Vox en España, e incluso para el Fidesz de Orbán que gobierna Hungría. Hay quien recurre al concepto de “neofascismo” para definirlos, pero esto implicaría que estamos ante una actualización formal de la versión originaria.


En realidad, estamos ante planteamientos bastante distintos del totalitarismo de los años treinta, aunque utilicen en ocasiones la simbología y la mística o los cantos de aquellos. Los nuevos movimientos de la derecha radical tienen una relación distinta tanto con la violencia como con la democracia. Su defensa del pueblo contra las élites no implica querer crear un orden nuevo. Más bien, disciplinar la existente y servir de maniobra de distracción de los cimientos de los problemas actuales. El uso de la violencia no es su leitmotiv ni un elemento cohesionador, como tampoco el establecimiento de un régimen político nuevo que desplace al sistema democrático. Son partidarios de una democracia iliberal, como lo definió de forma precisa el húngaro Viktor Orbán, reajustando los papeles a la división de poderes y estableciendo una preeminencia clara del poder ejecutivo. Pese al euroescepticismo, no parece que entre sus objetivos figure el dinamitar la Unión Europea, a pesar de sus críticas y las implicaciones políticas con un Vladimir Putin que, este sí, aspira a debilitar a la unidad europea a través del papel de estos partidos . Prácticamente todos ellos son partidarios de mantenerse en el euro y sólo una crisis económica de mucha envergadura podría hacerles tomar el argumento del abandono como elemento de cohesión de los sectores más excluidos en el marco de la dinámica de polaridad extrema en el que se opera. La extrema derecha actual no es un producto estrictamente ideológico. El fascismo si lo era. Tenía un pensamiento y un imaginario utópico ligado a la creación de un hombre nuevo, la lucha contra el enemigo comunista y el objetivo de alcanzar la grandeza nacional. Los actuales extremistas sólo tienen una estrategia de empleo del poder.
La derecha extrema actual es una reacción al vacío de representación de las clases subalternas, la recogida de malestares e irritaciones diversas entre una población desarraigada y enfrentada a un futuro extremadamente incierto en este siglo y que entiende que resultó la perdedora de la globalización económica y no se siente reflejada en las batallas culturales e identitarias que tiene planteada la izquierda. De ahí que les exasperen ciertos extremos de la lucha feminista, la puesta en cuestión de los géneros binarios, los temas medioambientales o el exceso de corrección política. Esta extrema derecha, más que representarlos y proponerles un nuevo futuro, les permite un desahogo. Estos planteamientos tienen un contenido ideológico fluctuante e inestable, a menudo incoherente, en el que se mezclan filosofías políticas en contradicción abierta. Esto se ve claro en el Frente Nacional francés, donde desde sus orígenes conviven los nostálgicos de Vichy, católicos integristas, poujadistas, colonialistas, nacionalistas, comunistas desencantados, xenófobos… Todos los desarraigos y resentimientos posibles.

El Govern i el topless

Esta semana, mira por dónde, se celebraba el día mundial del topless. Hay días para todo. Como el gobierno de la Generalitat que tiene una consejería de Igualdad y Feminismos y no va sobrada de trabajo, ha creído conveniente aprovecharlo para aleccionarnos y hacer una campaña publicitaria en la que estimula a la práctica del topless en nombre de superar la discriminación de género al respecto. Se ve que una asociación de nombre tan elocuente como el de Pezones Libres, ha sido la inductora de una campaña donde, qué curiosidad, en la parte gráfica se muestra el pezón de un hombre y no aparece ninguna mujer. Que yo sepa, la práctica del toples no sólo no está prohibida, sino que se practica con toda normalidad por aquellas personas que les apetece y se sienten cómodas. No veo ni siento ninguna reacción airada de nadie que se sienta ofendido por tal cosa. Normalidad. Quien quiere lo hace, pero nadie está obligado a hacerlo. Aceptación y tolerancia por parte de todos. Los tiempos del blanco y negro de gente puritana y falsamente beata que reaccionaban estremecidos ante unos senos femeninos al descubierto hace mucho tiempo que han pasado a la historia. Afortunadamente. ¿Qué sentido tiene esta campaña, entonces?

Ciertamente realiza una función de sustitución de ocuparse de los problemas reales, de distracción. A medida que los gobiernos, todos, han ido quedando incapacitados para actuar sobre problemas estructurales, suelen actuar en terrenos simbólicos como vía para conformar un grupo de afinidad. Ya hace años, existe un progresismo más bien de postureo que de realidad al que le encanta librar batallas culturales en lugar de cambiar el contexto en el que nos vemos obligados a desarrollar nuestras vidas. Existe una desigualdad creciente que arruina el concepto de sociedad, sus lazos y sus solidaridades. Hay una cada vez más precarización en el mundo del trabajo, más gente excluida y pobre. Tenemos problemas por falta de viviendas asequibles y las situaciones de pobreza aumentan, mientras hemos medio desguazado el Estado de bienestar. Podemos continuar. Tenemos el calentamiento global, el cambio climático, el envejecimiento de la población, la sobrepoblación, la falta de expectativas para los jóvenes, ciudades sucias, una turistificación insoportable en las ciudades… Como ni se sabe ni se tienen muchos instrumentos para actuar frente a los retos de verdad, nos distraemos en temas de valores sobreactuando y pontificando.

Lógicamente, no es que el tema de la igualdad y los feminismos no sea importante. Lo es y mucho, pero tiene que ver con la necesidad de cambios culturales y de mentalidad que, alcanza a la esfera personal y, en todo caso, deberían impregnar toda la obra de un gobierno. No tiene sentido, y en ocasiones se generan reacciones contrarias, cuando se crean departamentos cuya función, creen, es la de ejercer de comisariado. Por la misma regla de tres, debería haber ministerios o departamentos que se ocuparan de la libertad, de la fraternidad, de la empatía o del buen humor. Que sea deseable, que aspiremos a que la sociedad avance hacia estos valores, no implica que sea necesario un departamento de gobierno. Éste, el sentido de su existencia es gestionar y promover políticas públicas. Para la sensibilidad, la espiritualidad o del espíritu cívico como ciudadanos no necesitamos leyes, reglamentos ni declaraciones de buenas intenciones de los gobernantes. Éstos, que se ocupen de mejorar las condiciones materiales de nuestra existencia o, como mínimo, que no las empeoren demasiado. Al menos yo, no encuentro demasiado progresista estimular batallas culturales con la derecha más reaccionaria, que es de hecho lo que se busca con este tipo de campañas. Así, se crea un “nosotros” y un “ellos” que sirve sobre todo para alinear bandos opuestos y cohesionar cultural y políticamente a los “tuyos”. La forma de crear una polaridad que no lleva a ninguna parte más allá de aumentar la crispación. No contribuye al avance de la sociedad y más bien a su retroceso. La derecha extrema, o no tanto, se mofará y levantará el grito en el cielo. Gente que no es reaccionaria, que tiene problemas e incertidumbres que no se le ayuda a resolver y que no es carca, se apuntará. Lo hará porque se ha hartado de tanta impostura.