Su triunfo en las elecciones presidenciales en el 2020, la mayoría de gente lo vivimos con alegría y esperanza. Lo necesitábamos después de la vergüenza y el temor que nos provocaba Donald Trump. Aparentaba ser un viejo decente y progresista muy moderado, a la americana, del que no esperábamos mucho más que un comportamiento digno. Durante los poco más de dos años de mandato no ha generado una imagen pública que nos proporcionara demasiada seguridad, justamente porque genera dudas sobre su salud y sus movimientos en público nos hacen sufrir porque está siempre a punto de caer. Los balbuceos y momentos de confusión cuando habla pueden hacer pensar que no está en suficientes condiciones para afrontar unas presidenciales y un segundo mandato que, de producirse terminaría a los 88 años. Cuesta imaginarle en una batalla a degüello con Trump en el 2024. Tampoco tiene sucesor en el Partido Demócrata, al menos de momento, y la vicepresidenta Kamala Harris aún no le ha llegado la hora de que levante el vuelo. Cuando empezó el mandato, algunas decisiones bastante dudosas y poco diestras en política internacional, hicieron también poner en duda que fuera el hombre apropiado para lidiar con el post-trumpismo. Todas estas sensaciones que nos ha transmitido, junto a la dinámica bélica de Ucrania y la confrontación geopolítica con China, no nos ha dejado ver, sus buenas decisiones, insólitas en Estados Unidos, en la política interna.

Afrontó la enorme crisis económica generada por la epidemia de la Covid-19, haciendo lo que erróneamente no se hizo en la crisis de 2008. Insufló dinero al sistema tanto en forma de inversión pública como en gasto social y familiar para paliar sus efectos recuperando el empleo. Esto, financiado con parte con aumento de los impuestos a las corporaciones y las grandes fortunas y, al mismo tiempo, recurriendo temporalmente al déficit y al aumento de deuda. Política progresista de manual, keynesianismo, que ni mucho menos se ha osado hacer en Europa, al menos en estas proporciones. El déficit y la deuda deben afrontarse en épocas de expansión y no de crisis, pues al hacerlo se convierten en acciones procíclicas. Destinó a esta crisis 1,9 billones de dólares para evitar el aumento del paro y la disminución del consumo. Luego cuando a la epidemia ha seguido la crisis por la inflación debido a los problemas de suministros provocados por la invasión de Ucrania, se ha hecho todavía un mayor aumento de la inversión, con 1,4 billones destinados a las familias (el equivalente a todo el PIB español, para entendernos) y otros 2,3 billones para fomentar la competitividad, afrontar el cambio climático y mantener el empleo. A diferencia de las políticas económicas europeas que han apostado por priorizar contener la inflación aumentando los tipos de interés y enfriando la economía, en Estados Unidos se ha hecho un análisis diferente: ésta no es una dinámica inflacionaria por exceso de demanda, sino por los obstáculos bélicos que impiden mantener la oferta. No es exactamente lo mismo, ni requiere de las mismas recetas. Hoy en día, la inflación interanual en Estados Unidos es del 6,4%, mientras que en la Eurozona es del 10,6%. Por lo que respecta al paro, en Estados Unidos es del 3,4%, mientras que en Europa la media es del 6,5%.
Ciertamente que el sistema americano requiere de cambios estructurales que Biden no puede afrontar, aunque lo intenta, porque no tiene mayoría en la Cámara de Representantes y se le bloquea la imprescindible reforma del sistema sanitario para que llegue a todo el mundo, hacer frente al lobby de la industria farmacéutica, el afrontar la profunda crisis social que pone de manifiesto el ingente consumo de opiáceos que llevan a cientos de miles de muertes anuales por “desesperación”, para combatir la pobreza extrema concentrada en los barrios marginales de las grandes ciudades y en el antiguo “cinturón de óxido” desindustrializado, para realizar una reforma fiscal profunda. Pero, sobre todo, necesitan los Estados Unidos recuperar la cultura democrática y recoser un país fracturado políticamente, que tiene la mitad de su población comulgando con las ruedas de molino de las conspiraciones y las posverdades de la extrema derecha. El discurso sobre el estado de la nación que pronunció Biden hace una semana, merece ser escuchado. Destila auténtico progresismo y sensibilidad social. Sabe mal que, desde hace años, ni siquiera la socialdemocracia europea ha ido tan lejos y a la cual pone en evidencia. Ni en discursos, ni en políticas. La sombra de Angela Merkel es muy alargada.