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Biden

Su triunfo en las elecciones presidenciales en el 2020, la mayoría de gente lo vivimos con alegría y esperanza. Lo necesitábamos después de la vergüenza y el temor que nos provocaba Donald Trump. Aparentaba ser un viejo decente y progresista muy moderado, a la americana, del que no esperábamos mucho más que un comportamiento digno. Durante los poco más de dos años de mandato no ha generado una imagen pública que nos proporcionara demasiada seguridad, justamente porque genera dudas sobre su salud y sus movimientos en público nos hacen sufrir porque está siempre a punto de caer. Los balbuceos y momentos de confusión cuando habla pueden hacer pensar que no está en suficientes condiciones para afrontar unas presidenciales y un segundo mandato que, de producirse terminaría a los 88 años. Cuesta imaginarle en una batalla a degüello con Trump en el 2024. Tampoco tiene sucesor en el Partido Demócrata, al menos de momento, y la vicepresidenta Kamala Harris aún no le ha llegado la hora de que levante el vuelo. Cuando empezó el mandato, algunas decisiones bastante dudosas y poco diestras en política internacional, hicieron también poner en duda que fuera el hombre apropiado para lidiar con el post-trumpismo. Todas estas sensaciones que nos ha transmitido, junto a la dinámica bélica de Ucrania y la confrontación geopolítica con China, no nos ha dejado ver, sus buenas decisiones, insólitas en Estados Unidos, en la política interna.

Afrontó la enorme crisis económica generada por la epidemia de la Covid-19, haciendo lo que erróneamente no se hizo en la crisis de 2008. Insufló dinero al sistema tanto en forma de inversión pública como en gasto social y familiar para paliar sus efectos recuperando el empleo. Esto, financiado con parte con aumento de los impuestos a las corporaciones y las grandes fortunas y, al mismo tiempo, recurriendo temporalmente al déficit y al aumento de deuda. Política progresista de manual, keynesianismo, que ni mucho menos se ha osado hacer en Europa, al menos en estas proporciones. El déficit y la deuda deben afrontarse en épocas de expansión y no de crisis, pues al hacerlo se convierten en acciones procíclicas. Destinó a esta crisis 1,9 billones de dólares para evitar el aumento del paro y la disminución del consumo. Luego cuando a la epidemia ha seguido la crisis por la inflación debido a los problemas de suministros provocados por la invasión de Ucrania, se ha hecho todavía un mayor aumento de la inversión, con 1,4 billones destinados a las familias (el equivalente a todo el PIB español, para entendernos) y otros 2,3 billones para fomentar la competitividad, afrontar el cambio climático y mantener el empleo. A diferencia de las políticas económicas europeas que han apostado por priorizar contener la inflación aumentando los tipos de interés y enfriando la economía, en Estados Unidos se ha hecho un análisis diferente: ésta no es una dinámica inflacionaria por exceso de demanda, sino por los obstáculos bélicos que impiden mantener la oferta. No es exactamente lo mismo, ni requiere de las mismas recetas. Hoy en día, la inflación interanual en Estados Unidos es del 6,4%, mientras que en la Eurozona es del 10,6%. Por lo que respecta al paro, en Estados Unidos es del 3,4%, mientras que en Europa la media es del 6,5%.

Ciertamente que el sistema americano requiere de cambios estructurales que Biden no puede afrontar, aunque lo intenta, porque no tiene mayoría en la Cámara de Representantes y se le bloquea la imprescindible reforma del sistema sanitario para que llegue a todo el mundo, hacer frente al lobby de la industria farmacéutica, el afrontar la profunda crisis social que pone de manifiesto el ingente consumo de opiáceos que llevan a cientos de miles de muertes anuales por “desesperación”, para combatir la pobreza extrema concentrada en los barrios marginales de las grandes ciudades y en el antiguo “cinturón de óxido” desindustrializado, para realizar una reforma fiscal profunda. Pero, sobre todo, necesitan los Estados Unidos recuperar la cultura democrática y recoser un país fracturado políticamente, que tiene la mitad de su población comulgando con las ruedas de molino de las conspiraciones y las posverdades de la extrema derecha. El discurso sobre el estado de la nación que pronunció Biden hace una semana, merece ser escuchado. Destila auténtico progresismo y sensibilidad social. Sabe mal que, desde hace años, ni siquiera la socialdemocracia europea ha ido tan lejos y a la cual pone en evidencia. Ni en discursos, ni en políticas. La sombra de Angela Merkel es muy alargada.

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Terremotos y pobreza

La Naturaleza, que nos lo da todo, también nos lo quita y hace sentir de vez en cuando su capacidad destructiva de forma desaforada. Lo que es habitualmente espacio de vida se convierte de repente en espacio de tragedia. El brutal terremoto que ha afectado esta semana a un importante territorio de Turquía y Siria nos ha sorprendido por su capacidad destructora. Un episodio sísmico brutal y afortunadamente infrecuente que se ha explayado en un amplio territorio llevando desolación y muerte de forma ingente. Rara vez se dan estos fenómenos con tanta intensidad y con epicentros tan superficiales como para provocar el daño generado. A día de hoy, se habla de más de 20.000 muertos y de varias decenas de miles de heridos que colapsan los malogrados y escasos hospitales de la zona. El problema es la gran cantidad de desaparecidos bajo los escombros de los edificios derrumbados. Las cifras de hoy son sólo una muestra de las que habrá al final de este drama. Teniendo en cuenta las condiciones materiales y económicas de parte de la zona afectada, muchos de los fallecidos y heridos ni siquiera se contabilizarán. Aunque los terremotos no se pueden prever, éstos se han producido en una zona de especial magnitud sísmica conocida. No había previsión de que pudiera ocurrir, ni ninguna medida de contingencia preparada por unos estados que, curiosamente, tienen poca presencia efectiva en la zona y se han preocupado más bien poco por el desarrollo de estos territorios.

Seguramente habrá quien atribuya este desastre a las acciones imponderables y caprichosas de la naturaleza, al movimiento de las placas tectónicas, a fenómenos que ocurren siempre en zonas ya muy castigadas, como si fuera una especie de castigo divino que sólo admite la respuesta de la resignación. Pero no es exactamente así. La pobreza de la zona tiene mucho que ver con el colapso de miles de edificios que han sepultado a la gente que malvivía, así como de la falta de recursos para hacerle frente. Malas construcciones en zonas de peligro sísmico resultan una apuesta suicida, como es la incapacidad de respuesta de unos estados que, justamente, están en guerra en estos territorios desde hace muchos años. No hay progreso económico, falta maquinaria y los recursos sanitarios son casi inexistentes. Es territorio del Kurdistán, donde el estado turco libra una guerra sorda para los occidentales desde hace años y épocas con episodios de violencia extrema. Hay muchas armas, pero no todo lo necesario para la vida. La tentación del estado turco a confundir el socorrer a esta gente con el continuar la represión y control militar será muy grande. La situación no es mejor en el territorio sirio afectado. Aquí la llegada de ayuda estatal no es posible dado que es zona de guerra y de control por parte de milicias enfrentadas en el gobierno de Damasco. No pueden esperar ningún tipo de tregua del brutal régimen de Bashar el Asad. No hay ni siquiera corredores seguros para hacerle llegar la ayuda de la solidaridad internacional. Nunca sabremos del todo la brutalidad ni el sufrimiento que allí se está produciendo.

Ciertamente, en ocasiones la Naturaleza se comporta de forma cruel y mata. Cuando lo hace en zonas pobres y bastante pobladas resulta especialmente estremecedora. Las imágenes de desolación y sufrimiento que nos hacen llegar los medios de comunicación son para echarse a llorar desconsoladamente. Pero más allá de la mala suerte de esta gente, no deberíamos olvidar que lo que mata especialmente es la pobreza y que ésta no es una casualidad natural, sino una condena absolutamente humana debida a formas económicas totalmente injustas, pero también a gobiernos que practican la desidia respecto a sus gentes y que condenan a determinados territorios al retraso perpetuo. Buena parte de los efectos terribles de estos terremotos tienen que ver con esto. No hay medios de ningún tipo, los equipos de emergencia tardan en llegar, la gente debe desenterrar a sus muertos con las manos, las ingentes multitudes que se han quedado sin techo sufren el invierno y las lluvias prácticamente al raso. Más allá de la indignación de los afectados y de nuestra escasa solidaridad que se desvanecerá con rapidez, los muertos se enterrarán y nada cambiará. Los sátrapas que gobiernan a esta gente continuarán estando donde están y subyugándolos de manera autoritaria y cruel. Al turco Erdogan, se le disculpa casi todo. No en vano, hace una función geoestratégica de primer orden. Quizás, a no tardar, incluso se le premie admitiéndole como miembro de la Unión Europea. Vete a saber.

El miedo de las clases medias

Toda sociedad y todo individuo sienten y se les manifiestan múltiples formas de miedo. Pero quizás nunca como ahora el miedo atenaza y condiciona a los grupos sociales intermedios. De entrada, por una cuestión de lógica. Padecen miedo aquellos que tienen algo que perder. Las clases medias crecen y se consolidan en el mundo occidental especialmente durante las tres décadas gloriosas del Estado de bienestar. En España se produjo más tarde. Si el conflicto de clases había sido muy áspero en los primeros cuarenta años del siglo XX, muy polarizado a similitud del siglo anterior y dónde las salidas totalitarias resultaban una apuesta burguesa frente a una clase obrera revolucionaria que tenía delante el modelo soviético de superación del capitalismo, después de una guerra que había dejado más de cincuenta millones de muertos y había dado lugar a sinrazones como el Holocausto. Se imponía una cierta componenda entre capital y trabajo. El miedo inherente a la incertidumbre del mañana quedaba mitigado por las seguridades que el Estado se encargaba de proporcionar. De paso se desarmaba a la clase obrera clásica y su sentido de pertenencia como grupo, reforzando el ascensor social y un nuevo sentido de inclusión a un grupo heterogéneo en progreso. El centro de la sociedad pasaban a dominarlo los sectores intermedios de empleados, profesionales y autónomos, los cuales en una feliz definición de los sociólogos alemanes Ulrike Berger y Claus Offe (1992), calificaron como una “no-clase” insustancial. Las generaciones occidentales de después de 1945 no conocerán el totalitarismo ni la guerra. Se acostumbrarán a la seguridad, el bienestar, los derechos y el ascensor social. El horizonte resulta expansivo y el devenir un escenario en el que actuar y triunfar. Pero la posibilidad de perder lo que se tiene, a partir del cambio de siglo y sobre todo con los efectos de la crisis de 2008, genera sus espantos.

Una clase media que se ha ido definiendo cada vez más un sentido aspiracional que no por niveles de renta o funciones en el proceso productivo que se puedan considerar homogéneas. Una diversidad de ocupaciones, ingresos y culturas cada una de las cuales cuenta con sus propios objetivos y que tiene que gestionar un buen catálogo de frustraciones y miedos. Estamos hablando de técnicos con diversas cotas de cualificación, de funcionarios de diversos estratos de mando y responsabilidad, a los trabajadores de un cierto nivel de las finanzas y de las empresas tecnológicas, la pretensión de los cuales es la de vivir como el treinta por ciento más rico de la sociedad. Definirse de clase media, básicamente es un intento de soltar lastre social y cultural. Trabajadores de la sanidad y la enseñanza, profesionales liberales y también trabajadores autónomos activos en el sentido que tenía este término antes de la uberización de la economía, lo gig y las cooperativas de trabajadores subcontratadas por las grandes empresas. Un grupo social que hizo sentir cada vez más su voz como electores a los que se consideraba estabilizadores por su tendencia a la moderación que se cree inherente a tener algo de patrimonio y a los que se iba orientando la publicidad de bienes de consumo de larga duración. La clase mayoritaria de la sociedad, que determina tendencias y que se siente el sujeto de referencias de los gobernantes ya que conforma el grueso de la “opinión pública”.

Resulta paradójico que un grupo social que continúa siendo privilegiado respecto a buena parte de una sociedad donde avanza el terreno de la precariedad y la exclusión, se sienta a la vez tan frágil y vulnerable, lo cual le lleva a toma de posturas redentoras e histéricas en política. Se acabó formar parte de la centralidad política, de bascular entre ofertas moderadas para facilitar la alternancia. Radicalidad, griterío y refugio identitario. Los diferentes populismos están preparados para acogerlas en sus brazos y proporcionarles un horizonte de emancipación. Las clases medias devienen revolucionarias a través de propuestas extremadamente reaccionarias. Lo que hace el demagogo justamente es utilizar e intensificar el miedo de la gente y establecer un chivo expiatorio al que culpabilizar y que sirva para exorcizar nuestros demonios. Para el populista, el miedo es elevado a categoría que permita discernir lo verídico de lo que es falaz. Se trata de definir dos campos antagónicos alineando al grupo social temeroso y vulnerable frente a otro grupo social asociado al dominio, la corrupción o el engaño. Se trata de fijar un oponente, una “casta” a la que poder demonizar. Como explica Heiz Bude (2017), “el miedo vuelve a los hombres dependientes de seductores, de mentores y de jugadores. Quien es movido por el miedo evita lo desagradable, reniega de lo real y se pierde lo posible”. En Cataluña, algo conocemos de todo esto.

Presupuestos

Ciertamente, Catalunya necesita unos presupuestos que ya van muy tarde, pero requiere de bastantes más cosas para salir adelante. Por sí mismos, unos presupuestos poco resuelven, teniendo en cuenta que siempre se pueden prorrogar los anteriores y que, al final, lo que cuenta es la capacidad para implantarlos. Hace falta, en primer lugar, un gobierno capaz de sacarlos adelante y, por lo visto hasta ahora, no lo tenemos. Se necesita que el Gobierno disponga de una sólida mayoría parlamentaria para poder hacerlos posibles y aplicarlos. Pero se requiere, sobre todo, un proyecto político a medio plazo para un país que lleva ya una década sin disponer de grandes acuerdos y consensos para desarrollar estrategias en el campo económico, defender unos servicios públicos cada vez más precarios, el fomento de la cohesión social y la batalla contra la creciente desigualdad, o una mejora del bienestar y la calidad de vida de sus ciudadanos. Hace falta un norte, una dirección, un proyecto de futuro tangible después de años de vivir en la irrealidad y focalizar un sentimentalismo estéril y forzar la división de la sociedad. Un futuro donde se contemple la mejora de la productividad, el impulso a la industria de base tecnológica y alto valor añadido, la defensa de las actividades que aportan trabajo con salarios dignos, invertir en recuperar una sanidad pública ya demasiado dañada, el reforzamiento de un sistema de enseñanza con un excesivo fracaso escolar, escasa exigencia y resultados dudosos. Un mañana con las infraestructuras imprescindibles, ahora insuficientes y envejecidas, que todo país moderno y competitivo requiere. Para que esto sea posible, se necesitan gobiernos fuertes, que estén centrados en el bienestar de la ciudadanía, con capacidad de gestión y de construir amplios consensos y liberados de quimeras mágicas. Aprobar y disponer de unos presupuestos viene después de todo esto, no antes.

En la dinámica política catalana, lo que se lleva estos días es presionar al PSC para que apruebe los presupuestos de un Govern de ERC que ahora va entendiendo lo que significa encontrarse en la situación de ser una minoría absoluta. Puede que al final, por sentido de responsabilidad y también por cálculo político, los socialistas los aprueben. No sé, también se entendería lo contrario, ya que no habrá quien tenga la solidez para después hacerlos efectivos, convertirlos en políticas prácticas teniendo en cuenta la endeblez no solamente aritmética de Esquerra. Si se aprueban, habrá durante unos meses una falsa sensación de normalidad, pero en realidad el país estará absolutamente igual de desarmado institucionalmente. Se trataría de realizar un simulacro de serenidad y orden durante un tiempo para evitar iniciar el ciclo electoral que viene. No da para más. La mayoría política independentista que salió de las elecciones de hace 2 años ha quedado dinamitada y resulta imposible de rehacer. De los más de setenta diputados que la componían, quedan 33. En cualquier país, esto significaría ir a elecciones immediatas. Una vez implosionada la mayoría y la estrategia compartida de El Procés, la realidad es otra y es necesario establecer nuevos bloques de gobierno. Esto se hace con elecciones. Que ahora la estrategia de quienes quieren sobrevivir pase por forzar al PSC a votar favorablemente los presupuestos, resulta como mínimo un ejercicio de cinismo. Hasta hace pocos meses los socialistas eran para los mismos que quieren hoy su apoyo unos unionistas, españolistas, apestados, ñordos, padres del 155, represores… Hace más de medio año que estos parias ofrecieron la mano para los presupuestos, mientras Oriol Junqueras, aún en Navidad, los menospreciaba públicamente –“tendrán que pedir perdón…”-, mientras especulaban en obtener aún el soporte imposible de Junts. Falta de visión y de grandeza política.

Sin embargo, como el país no tiene la culpa de los malos políticos, sería bueno disponer de presupuestos, por los incrementos de dotación y las mejoras que se pueden introducir y no tener que estar ligados al dogal de prorrogar los anteriores. Pero, para eso, Esquerra tendrá que ceder ante un partido que, de hecho, obtuvo más votos que ellos en las elecciones. No creo que, con la finalidad de un acuerdo, el chantaje sea la mejor vía. Suele dar mejores resultados el respeto y la discusión serena, la voluntad de un entendimiento real. El torpe intento, la última semana, de forzar al PSC recorriendo a Madrid para que se les presione y obligue, ha sido realmente una muy mala idea. De hecho, si lo miramos bien, esta deslealtad sí entraría dentro de la definición de sucursalismo.

CHatGPT

Tras este nombre que parece el de un personaje metálico de la Guerra de las Galaxias, existe un aplicativo de Inteligencia Artificial (IA) que ha levantado las alertas del mundo educativo porque puede hacer perder el sentido a muchos procesos de enseñanza/aprendizaje. Esta nueva herramienta, detrás de la cual vendrán muchas más similares y todavía mejoradas, nos puede crear sólo dándole un enunciado una redacción para la escuela, un poema o un trabajo de fin de curso. Si con el surgimiento de la Wikipedia los profesores ya nos las vimos y deseamos, dudando siempre de la originalidad de los trabajos que se nos presentan porque, con el acceso a internet, se ha impuesto la cultura de “cortar y pegar”. Se ha ido supliendo todo lo que debía ser el esfuerzo de los estudiantes y nos hemos visto obligados a impulsar normativas antiplagio, pero ahora resulta que se ponen al alcance de todos mecanismos para que les hagan el trabajo. La holgazanería quedará así debidamente fundamentada, al igual que la ignorancia. Triunfo de la cultura de la simulación. Es más, quien recurra a este sistema, ni siquiera podrá serle de aplicación las normativas de fraude ya que, de hecho, cada caso resultará una creación expresa para quien solicite tal ayuda, obteniendo textos sobre los que tendrá la “propiedad intelectual”. No es anecdótico el salto en la tecnología digital que significa este programa informático y los similares que surgirán. De hecho, Microsoft ya está pensando en incorporarlo a su paquete de software de su sistema operativo para ordenadores personales.

No se trata de discutir las numerosas posibilidades positivas que nos aporta ya y más aportará la IA en campos como el de la medicina y la salud, mejoras en la eficiencia energética, gestión de los servicios urbanos, mejoras en la productividad… Pero sin control en su uso y despliegue creamos situaciones distópicas. El ejemplo que ponemos hoy, que es el desarrollo de un modelo lingüístico predictivo, no sólo puede hacernos volver a que el trabajo universitario recupere la modalidad de exámenes con papel y bolígrafo, cosa bastante probable, sin embargo, lo que es peor que el aprendizaje se acabe reduciendo a obtener habilidades en el uso de las tecnologías que nos permitan capear el sistema educativo, pero sin aprender nada por el camino. La cultura digital ha generado aversión hacia desarrollar procesos de aprendizaje y adquisición de conocimientos que iban ligados a la buena predisposición, esfuerzo y dificultad. Se cree que como tenemos todos los datos posibles accediendo a ellos desde los útiles tecnológicos, no es necesario aprender, memorizar y manejar nuestra mente. Pero en la red no hay conocimiento, hay datos que, si no los sabemos contextualizar, entender, nos dicen poco y seguimos siendo unos ignorantes que, además, hemos perdido cualquier hábito de trabajo y la capacidad de relacionar las cosas, entender la diferencia entre causas y efectos.

Con la resignación que suele caracterizarnos en relación con las innovaciones tecnológicas, se vuelve a oír la frase tópica de que esto “ha venido para quedarse” o bien que “debemos adaptarnos y hacerlo jugar a nuestro favor”. Está bien, resulta evidente que quien no se conforma es porque no quiere. Pero estamos ante irrupciones tecnológicas sin control que dinamitan la transmisión y adquisición de conocimientos, ante armas que producen un boquete en la línea de flotación de, por ejemplo, la propia institución universitaria. Hay una gran tendencia a transigir, cuando no admirar de forma acrítica, toda innovación tecnológica que de forma elefancíaca irrumpe en el sistema educativo. Por el camino se pierden los objetivos fundamentales de la adquisición de formación y conocimiento y los resultados de aprendizaje resultan cada vez más modestos. Lo dicen los trabajos e indicadores que se elaboran al respecto. La exigencia, los resultados, por ejemplo, en el sistema universitario, no han dejado de caer. Todo el mundo mira hacia otro lado, la cuestión es mantener el reparto de títulos a satisfacción de la sociedad. Pero lo cierto es que una parte significativa de los estudiantes, ni tienen ni adquieren los conocimientos básicos y fundamentales que deberían haber incorporado. Implícitamente, hemos aceptado que no hace falta, que si se tienen “habilidades digitales” ya no necesitan nada más. Quizás sí, quizás la función de la Inteligencia Artificial es la de desplazar la inteligencia a secas.

Brasil somos todos

El asalto a las principales instituciones brasileñas por las hordas bolsonaristas enloquecidas que se ha producido hace unos días, evidencia la pulsión totalitaria que hay detrás de los liderazgos y movimientos iliberales radicales de la derecha. En una reproducción del ataque al Capitolio que hicieron los seguidores de Trump hace dos años, se ha visto hasta dónde se puede llegar cuando se juega con la polaridad extrema, el no reconocimiento de los adversarios políticos y con la falta de respeto y consideración a las bases que deben presidir los valores y comportamientos en las sociedades democráticas. Sorprende en ambos ataques, la realidad paralela en la que están inmersas las personas que los protagonizan, embriagados no sólo de mentiras y falsas proclamas, sino también de ideas absolutamente demenciales. Lula visto como el anticristo, el diablo, o un comunista recalcitrante, lo que parece justificar apelar a la intervención militar o de los extraterrestres. Básicamente, los brasileños que no han perdido el entendimiento, estos días han sentido vergüenza e indignación. Vergüenza por la extravagancia, la chorrada de los planteamientos y, también, porque Bolsonaro obtuvo el apoyo de 50 millones de votantes, casi la mitad del electorado. Indignación por la falta de respeto a los principios democráticos y a los resultados electorales, también por la pasividad policial y de algunas autoridades con relación a unos desórdenes públicos que, hace días, se estaban preparando de forma abierta y masiva. Y bien financiados.

Lula es un referente por el progresismo brasileño y latinoamericano. Un demócrata que está muy lejos de aspirar a ser un líder comunista o totalitario. Su programa político es de tipo socialdemócrata donde las prioridades son rescatar a los 30 millones de brasileños que están en la pobreza extrema, y hacerlo con políticas económicas de impulso a la actividad económica y el establecimiento de un sistema fiscal que permita al Estado corregir las enormes y crecientes desigualdades, así como recuperar, aunque sea de forma modesta, el ascensor social. Nada que no se haga en la mayoría de los países europeos u occidentales. La coalición amplia y moderada con la que se presentó a las elecciones lo avala. Tiene por delante retos importantes y difíciles. Debe devolver el país a la normalidad, debe recuperar por Brasil la consideración y el buen nombre que había perdido en el ámbito internacional. Debe intentar recoser un país social e ideológicamente no sólo dividido, sino profundamente fracturado. Necesitaría, también, recuperar unas élites empresariales y económicas que se han alineado de forma quimérica con Bolsonaro, han comprado y se han tragado su discurso. Resulta fácil entender, que el crecimiento económico y la actividad empresarial resultan incompatibles con el caos y el aislamiento internacional que representa la extrema derecha. La paradoja, es que la normalidad capitalista pasa justamente por Lula y lo que representa su gobierno, la otra opción es una quimera, especialmente perjudicial por las propias élites.

La buena noticia es que parece que la democracia se ha acabado por imponer a Brasil, pues los militares no han entrado en el trapo que quería inducirlos a actuar en forma de golpe de estado. El gobierno democrático ha reaccionado de manera rápida y con la contundencia que la situación extrema merecía. Todo, por su exceso, podría significar el fallido último cartucho de Bolsonaro, su canto del cisne. Sin embargo, habrá que ver. Movimientos de estas características, con varios grados de irrealidad, ya existen en todas partes. Trump y lo que significa distan mucho de estar políticamente muertos. Los iliberales, cada vez más claramente ubicados en la extrema derecha de forma descarada, gobiernan en Italia, Polonia, Rusia, Hungría…; y están muy presentes en Francia, los países nórdicos o bien en España. El discurso conservador se va radicalizando por todas partes y copia las maneras, el lenguaje y las formas del relato político del extremismo. Aunque la historia no suele repetirse, el proceso de como los fascismos se acercaron y se hicieron con las formaciones derechistas democráticas en la Italia fascista o bien en la Alemania nazi nos deberían, y deberían hacerles recapacitar a los conservadores. No es que corramos el riesgo de hacernos daño, es que ya hemos empezado.

Joan Manuel Serrat

Con la retirada voluntaria del cantante se cierra toda una inmensa época. Lo deja alguien que, con sus canciones, nos ha acompañado a lo largo de nuestra vida. Difícil de contar el último medio siglo sin una música que, utilizando todos los palos, llevaba siempre su voz inconfundible. El tópico dirá que forma parte de la banda sonora de nuestra vida. Ha sido uno de los grandes referentes de la música catalana y española durante sesenta años, que no es decir cuatro días. Ha recuperado la mejor tradición de la poesía española contemporánea, poniendo en el mapa a autores que el franquismo había logrado mantener en el ostracismo, como es el caso de Miguel Hernández, pero también de incuestionables como Lorca o Machado. Ha sido un gran letrista, con una fuerte capacidad para describir el mundo en blanco y negro de su infancia, de cómo vivía, de cómo reía y lloraba la gente en tiempos no demasiado propicios. Sino pobre, vivió y describió al menos lo que alguien llamó las clases subalternas y sus barriadas. Pronto abandonó el concepto de cantautor, probablemente demasiado pretencioso y afectado para él, y se embarcó en composiciones y arreglos musicales más orquestales y complejos, rodeándose para ello de los mejores profesionales que había.

Fue un artista comprometido, especialmente contra el franquismo y en defensa de la libertad a su amada Latinoamérica. Hombre de izquierdas y progresista, nunca quiso practicar la canción protesta ni abanderar movimientos políticos. Su arte ha estado por encima y ha gustado y enternecido varias generaciones de ciudadanos de pensamientos y condiciones muy diversas. En este sentido, ha sido un músico absolutamente transversal, querido por las tías, por gente más tradicional o abierta y por los jóvenes modernos de unas cuantas décadas. Como en las novelas de Juan Marsé, en sus canciones y melodías se recrean momentos y paisajes, recuerdos y emociones, hasta captar su olor. Porque las canciones de Serrat destilan un perfume, una manera de entender la vida y el tiempo que penetra por la piel y los sentidos. Si tuviésemos que rescatar un disco o una canción, seguro que lo haríamos con Mediterraneo. Un canto a la vida que emociona, recortes de una trayectoria vital hecha de lugares, afectos y ternura. La defensa de un mundo constituido por cosas muy diversas, de culturas y lenguas en convivencia, de mezcla de influencias, pero, sobre todo de paisajes. Y nuestra infancia convertida en la única patria que nos acompaña a lo largo de toda la vida.

A pesar de algunos intentos torpes por marginar a Serrat debido a su catalanidad “impura”, la fuerza de su música y el carácter respetuoso e integrador del cantante, no lo han permitido. Ha sido un músico universal, escuchado y querido en España, en Chile, Argentina y en toda Latinoamérica donde se le profesa auténtica devoción. Pero, sobre todo, es un cantante catalán tanto por raíces como por vocación de serlo. Su arte, su presencia y altura moral son un patrimonio de todos los catalanes. Probablemente y sin pretenderlo, nadie como él representa el provechoso mestizaje de esta tierra, el cruce de culturas y sentidos de identidad diversos y con intensidades muy variables. Joan Manuel Serrat es un charnego en el mejor sentido que se le puede dar a este término, como un elogio y, por eso, no menos catalán que nadie. Ha cantado a este país que, salvo alguna mala tarde, está poblado de gente tolerante, abierta al mundo e integradora. Una tierra en la que afortunadamente todavía tenemos la libertad de elegir nuestra catalanidad y la forma en que amamos y queremos vivir en el país. Donde podemos sentirnos parte de un todo que es demasiado interesante como para convertirlo en idéntico y homogéneo. Y aun menos en excluyente. Larga vida a Joan Manuel Serrat.

Irán

Éste es un gran país, en muchos sentidos. Por su dimensión geográfica, por la demografía, por poseer una cultura ancestral muy desarrollada como la persa, por su economía, por su inmenso patrimonio histórico… Tiene actualmente una sociedad muy dinámica, formada, y con numerosos movimientos vanguardistas dentro de sí, ya sea en las artes visuales, musicales o literarias. Sin embargo, ha tenido mucha mala suerte en la política y en unos sectores hegemónicos interesados en mantener una rígida estructura de clanes y el predominio de valores religiosos que asfixian a su población y, de manera muy especial, a las mujeres. Viene de lejos. Tierra de colonización inglesa, a su salida se convirtió en un reducto de confesión chií en un entorno fundamentalmente dominado por el islam suní, y con una monarquía más o menos laica, pero de comportamiento brutal y extremadamente extractiva aprovechando el regalo del petróleo como fueron los Reza Pahlavi. En 1979, se produjo un levantamiento popular, que creó muchas expectativas entre la izquierda europea, pero que acabó por convertirse en una “revolución islámica” que llevó a los ayatollahs al poder. Los iraníes, pasaron de una dictadura a otra, con el añadido ahora de que se instauraba una moralidad religiosa estricta y el predominio de la sharia como referencia legal y vital.

La Guardia Revolucionaria, el cuerpo militar y policial del régimen se ha convertido durante estos años en la élite económica y política, en una especie de nueva burguesía. Pese al formal predominio político y social de lo religioso, la sociedad iraní ha cambiado, y mucho, durante estos cuarenta años. La dureza de los primeros años del régimen se ha relajado, pese a episodios de demostración de que las cosas siguen igual. Especialmente en la capital, bajo la aparente capa de religiosidad, hay un mundo que bulle, con gente joven formada capaz de generar una dinámica cultural laica muy importante e interesante. Quedan, sin embargo, vestigios del islamismo más tradicional y represor de nuevas costumbres como son la Policía de la Moral, que vigila en la calle el estricto mantenimiento de la ley islámica reprimiendo a las mujeres que van liberalizando o directamente rechazando uso obligatorio del velo. Justamente fue una acción de este cuerpo que acabó con la vida de una chica que se resistió a la imposición, Masha Amini, en septiembre de este año. Se precipitaron una serie de manifestaciones y disturbios en el país, protagonizadas por jóvenes de ambos sexos, en las que se ponía en cuestión no sólo la moralidad impuesta, sino el propio régimen. Se desbordaban las energías y malestares acumulados en una sociedad que, en buena parte, aspiraba a una vida moderna y libre. La represión, extremadamente violenta, ha sido la contestación del régimen. Se habla ya de más de 300 muertes provocadas por las actuaciones policiales.

El fútbol iraní tuvo, en el mundial de Qatar, un gesto de gran dignidad. Se negó a cantar el himno como protesta por lo que estaba ocurriendo en su país, con las consecuencias que esto seguro les comportará. De forma paralela, el régimen marcó el terreno de juego condenando a muerte al futbolista Amir Nasr-Azadani con la atribución de haber participado en manifestaciones políticas. La acusación, como en otras figuras públicas ya colgadas para que sirvan de escarmiento, es haber cometido el pecado de la moharebeh, o sea, de enemistad con Dios. Quien esperara un movimiento de solidaridad en el mundo del fútbol iba errado. Todo esto ha sucedido y se ha conocido durante el Mundial de Qatar, un evento para gloria y blanqueo de un emirato tanto o más totalitario y represivo que Irán. Ni una referencia por parte de ninguna selección o jugador de ningún país, y ya no digamos de los organismos federativos que se engordan con este deporte. Donde no ha llegado cierta noción del bien, tampoco lo ha hecho el sentido solidario que podía inducir el carácter corporativo por el trabajo del condenado. Messi ha perdido una oportunidad de oro por ser realmente grande más allá de su juego. Le correspondía especialmente a él dar un paso adelante y manifestarse, no por tomar partido político, sino en defensa de la dignidad y la vida. Probablemente, la capa con hilos de oro que le impuso el jeque catarí le inmunizaba contra cualquier percepción o sentido moral. El Dios argentino, no está ya para cosas mundanas.

El poder de los jueces

El reputado intelectual y político progresista latinoamericano, Álvaro García Linera, explicaba ya hace unos años que, en el continente americano, ya no había mucho peligro de golpes de estado militares o de intervenciones de soldados de Estados Unidos, ya que de la función de liquidar a políticos y gobiernos de izquierdas se ocupaban los jueces. Si antes en las academias militares de Estados Unidos se preparaban oficiales y torturadores de países latinoamericanos para ir rectificando con la fuerza lo que decían las urnas, en las últimas décadas se formaban a jueces de estos mismos países en las costosas y elitistas universidades del vecino del norte. Al volver a su país, hacían su trabajo con “conocimiento”. Cuando le oí explicar esto, pensé que era bastante cierto y que la forma de acabar con regímenes progresistas en América Latina era, cada vez más, con intervenciones judiciales que hacían la función de brazo armado del reaccionarismo (casos de Evo Morales, Lula, Dilma, Correa…). Pero, yo creía, que sólo podía pasar en territorios donde los sistemas democráticos estaban poco consolidados y la división de poderes no había quedado bien establecida. Que esto no era posible en Europa, vamos. Iba errado. Lo que se ha evidenciado esta semana en España, llamarlo golpe de estado sería un abuso injustificable del lenguaje, pero con la interferencia intolerable del mundo judicial por medio del Tribunal Constitucional sobre el poder legislativo, se muestran algunas vergüenzas, se pone en crisis, ahora sí, lo que se ha dado en llamar el Régimen del 78 y que fue el resultado de la reforma política que permitió salir del franquismo e instaurar un sistema democrático en España.

La derecha española, cada vez más extrema y rancia, bloquea la necesaria renovación de los órganos judiciales españoles sea dicho en sentido amplio –Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo– para mantener no una hegemonía ideológicamente conservadora, sino un predominio absolutamente reaccionario que pretende eternizarse en su posición de poder. Unos jueces que forman un pool de intereses con los partidos de la derecha -PP, Ciudadanos, Vox-, y también con la derecha mediática madrileña tan poderosa. No se sabe quién tiene la primacía en este bloque, aunque probablemente la “carcundia” judicial marca el paso dado que las deudas en forma de sobreseimiento de casos de corrupción que les tiene el Partido Popular son inmensas. Mantener a jueces caducados en sus mandatos para controlar la judicatura y que sean éstos los que bloqueen su sustitución resulta grotesco. La Constitución de 1978 se fundamenta sobre el sentido de responsabilidad de los grandes partidos, que están obligados justamente a grandes acuerdos en los temas fundamentales. El de mantener una adecuada división de poderes es especialmente relevante. La derecha, sin embargo, ha apostado por las formas trumpistas y por generar enfrentamiento y polaridad. No tiene la lealtad institucional, el sentido de Estado que pese a provenir del franquismo sí tuvo en los años de la transición. Ahora, practica el cinismo y se ha descarado en la defensa de sus intereses de poder: lo que no ganamos en las urnas lo hacemos por medio de la judicatura.

La reforma de las mayorías necesarias para renovar el poder de los jueces resulta ineludible. Y habrá que hacerlo a través de una ley orgánica que quede blindada por el parlamento y fuera del alcance de tribunales que hacen de juez y de parte a la vez. ¿Qué gana la derecha con ese aplazamiento forzado? Tiempo para hacer ruido, dar la sensación de caos, imposibilitar el diálogo y la posibilidad de acuerdo, cavar aún de forma más profunda la trinchera política que va separando cada vez más a la sociedad española. Puede que la nueva ley que se tramitará resuelva, momentáneamente, este impasse, pero no pondrá fin a la deriva reaccionaria de una derecha cada vez más asilvestrada, como tampoco a la pulsión arrogante y corporativista de una magistratura anclada en posiciones ultraconservadoras y en la defensa de los sus privilegios. No les importa el daño que hacen a la democracia española porque, unos y otros, éste no ha sido un distintivo que les haya preocupado hacerlo del todo suyo.

Del ibuprofeno a la sobremedicación

La estrategia del partido socialista parece ser la de transitar por un cable sobre el abismo a la hora de tratar el tema de las ilegalidades cometidas por el llamado Procés a partir del verano de 2017. Buena parte de los hechos o bien están juzgados y condenados porque el código penal lo establecía, o están pendientes de ser evaluados debido a que algunos dirigentes decidieron marcharse al extranjero. Los hechos fueron graves y los efectos de ruptura de la sociedad catalana tardarán generaciones en superarse. Romper unilateralmente las leyes vigentes que constituyen el Estado de Derecho y son la base del sistema democrático, resultan punibles en todas partes. A los trumpistas asaltando de 2020 en el Capitolio se les juzga ahora justamente por el delito de sedición. No veo a nadie, excepto los encausados, que se desgarre las vestimentas por ello y más bien se aplaude. En España, después de que el Partido Popular y Mariano Rajoy practicaran la actitud contemplativa y meramente represiva sin intentar nada en el terreno político para evitar la crisis que el reto independentista generaba, la subida al gobierno del partido socialista desde 2019 ha comportado tomar un papel más activo. Se ha intentado devolver a la política lo que podía ser devuelto a ella, impulsando medidas de gracia en forma de indultos para sacar a la gente de la cárcel y poner las bases de un diálogo que debía desinflamar la situación. Estrategia del ibuprofeno se ha llamado. El coste político es grande en una política española en la que el relato predominante es de una derecha más bien asilvestrada. El PSOE conseguía con ello cierta pacificación, un volver a empezar meramente político en Catalunya y, al mismo tiempo, una mayoría más o menos estable para aprobar leyes y presupuestos. También, de paso, una ruptura en el seno del independentismo que, lógicamente, le debilitaba.

La segunda parte de la operación, de oportunidad y efectos más dudosos, está siendo la modificación del código penal bajo demanda y exigencia de Esquerra. Que la tipificación de la sedición en España era obsoleta, porque tiene doscientos años, resulta bastante evidente. Como lo era encajar en este tipo delictivo las condenas del 1 de octubre. Algo forzado. Pero también resulta insólito y de mal justificar, tanto jurídica como políticamente, que el cambio se haga a la carta ya petición de los condenados. Lo lógico habría sido hacerlo en otro momento y forma. El relato de la derecha sale reforzado y, también parece lógico, que una parte significativa de la sociedad española no digiera bien esta acción gubernamental. Lo que ya lo ha desbordado todo, es que acto seguido se modifique la legislación sobre malversación disminuyendo las penas aplicadas a los delitos que no comportan apropiación y beneficio personal del dinero mal utilizado y sustraído al erario público. La sensación general, es que se diluye el castigo a la corrupción, un mal importante en la salud democrática española, y que solamente se aborda. para que las sentencias sean compatibles con la vuelta a la actividad política inmediata de los líderes políticos de ERC condenados y, vete a saber, si también beneficiar a algún político andaluz al que le tocaría entrar en prisión por malversación.

Más allá de la reacción airada de la caverna política y mediática española, existen dudas más que razonables cómo para poner en cuestión la práctica de remover legislaciones y el código penal bajo demanda de encausados y para resolver profundos problemas políticos. No hay un buen sentido del tiempo y de la oportunidad, pero también se lanza un mensaje muy extraño a la sociedad cuando se trastornan las leyes ad hoc y de forma improvisada. Se podría justificar en aras de unos efectos políticos muy positivos, los cuales dudosamente se darán. Todo esto no responde a un pacto serio con el independentismo, ni tampoco con Esquerra. Este partido no se comporta con ningún tipo de prudencia, que le exigiría cierta contención verbal y evitar ir poniendo sobre la mesa nuevas demandas por satisfacer. Pedro Sánchez, experto en moverse en situaciones políticamente agónicas, dijo hace unos días que «estaba arriesgando mucho» con el tema de Catalunya. Y es cierto, arriesga que la política progresista y de izquierdas, tarde mucho en volver a ser posible una vez pierda las elecciones justamente por este tema. ¿Habrá aportado algo para solucionar el “conflicto catalán” que le permita pasar a la historia? Probablemente no. Con la derecha en el poder, el independentismo volverá a reunificarse y a radicalizarse. Retornará a la casilla de salida de 2017. En medio, y ojalá me equivoque, sólo habrá habido un exceso de medicación que no habrá servido para nada.