En Cataluña, a nivel ciudadano, no existen problemas con la lengua. El catalán y el castellano coexisten con absoluta normalidad y buenas dosis de armonía. Sin embargo, de vez en cuando, los intentos polarizadores de una cierta manera de entender la política quiere utilizar la lengua como campo de batalla, intentando generar confrontación y conflicto. Con la Transición política de finales de los setenta, en Cataluña predominó el sentido de la responsabilidad con el tema del idioma y se optó de forma muy mayoritaria por asegurar que toda la ciudadanía dispusiera de competencias plenas de dominio tanto del catalán como del castellano. Una sociedad diversa y compleja en la composición cultural y lingüística –también en la pulsión identitaria–, optaba por ser una y dotarse de mecanismos de cohesión e integración. “Catalunya, un solo pueblo” fue un eslogan que significaba esta voluntad de no segregar y establecer sentidos de pertenencia plurales y compartidos.
El franquismo había perseguido, menospreciado y subordinado a la lengua y la cultura catalana. Había no sólo de superar esa triste fase, sino establecer políticas compensatorias del debilitamiento que el catalán había sufrido. Se requería una normalización y un apoyo por parte de las instituciones educativas y gubernamentales en el nuevo país que se iba estructurando. Y esto se hizo con plena conciencia y apoyo de casi todos. Los castellanohablantes de una forma muy explícita y significativa. Justamente, hay que destacar que los más reacios a la mecánica de inmersión lingüística fundamentado en un sistema educativo único que garantizara el dominio de ambos idiomas, era el nacionalismo pujolista, el cual era partidario de una doble línea educativa en función de la lengua materna. Un planteamiento que, de haber salido adelante, habría segregado la sociedad no sólo por orígenes culturales, sino también de procedencia social, por clases. Afortunadamente, se impuso la Cataluña políticamente progresista en esta cuestión tan basal, que entonces era mayoritaria y que representaban sobre todo el PSUC y el PSC.

El sistema de inmersión se ha mantenido en lo fundamental durante cuarenta años. Que globalmente haya sido un instrumento de éxito en la recuperación del conocimiento del catalán no quita disfunciones, anquilosamientos y los cambios de la realidad producidos durante un período tan largo. Habría que poder hablar de ello y no debería resultar un tema tabú. Si estamos de acuerdo en que el objetivo es el dominio de las dos lenguas cooficiales y que la inmersión es sólo el método que debe hacerlo posible, ajustar las herramientas a las mutaciones que se han producido no debería ser sólo posible, sino obligado. La última sentencia del Supremo exigiendo un suelo mínimo de formación en castellano, no cuestiona el hecho fundamental de que es necesaria la sobreponderación de una lengua con mayor riesgo y menor potencial detrás como es el catalán. Que intervengan los tribunales en este tema es poco recomendable, pero quizás también sea evidencia de la incapacidad de la política para construir acuerdos sólidos, honestos y sin sospechas de intenciones ocultas en pro de una aspiración monolingüe. Exabruptos de algún dirigente político sobre que «el castellano ya se aprende en la calle» sobran. La sintaxis se adquiere en las aulas. En el tema idiomático, necesitamos más aportaciones de lingüistas y sociolingüistas, más que de políticos especialmente cuando su especialidad es la de encender fuegos y provocar confrontaciones.
Los datos nos dicen que las competencias adquiridas en el dominio del catalán y el castellano son bastante satisfactorias. Casi todo el mundo dispone de un conocimiento aceptable de ambos idiomas, que es lo que se puede pedir y exigir al sistema educativo. Es una evidencia y resulta preocupante, sin embargo, el retroceso del uso social del catalán. La “culpa” de esto no es del castellano y la respuesta adecuada no es pretender marginar éste del sistema educativo. La ignorancia nunca resulta una solución para nada. Hay dinámicas globales que tienden a concentrar a la población en torno a unas pocas grandes lenguas. Tiene que ver con la conformación de grandes culturas de masas de carácter universal. Se pueden y se deben tomar medidas atemperadoras, de protección, como establecer cuotas lingüísticas en las grandes plataformas de entretenimiento sabedores, sin embargo, que ésta es una batalla perdida, o casi. Lo que sí se podría hacer, mientras tanto, es no vincular al catalán a opciones políticamente partidistas. Beneficiaría mucho su consideración y prestigio y evitaríamos que, para algunos colectivos, pueda acabar resultando antipático. No porque lo sea la lengua, sino porque se comportan como tales muchos de los que se llaman defensores. Las lenguas requieren practicantes, pero nunca inquisidores.