Aunque las limitaciones de la pandemia nos contuvieron durante un tiempo, hemos vuelto a entregarnos al movimiento compulsivo. Vivimos en la “edad del turismo”. Si algo define nuestro mundo es la profusión del viaje, el aleteo continuo. Es una actitud. Desplazarse, conocer entornos diferentes, ya no es algo asociado únicamente a las clases dominantes, a las élites, sino que se ha convertido en característica común y transversal de nuestro tiempo. Se ha erigido como derecho inalienable de cualquier segmento social. Hay nichos y precios para todos, para que la democratización de la práctica turística y viajera no signifique la superación de las diferencias de clase, que tampoco es eso.
El nuestro es un mundo caracterizado por el desplazamiento y la aceleración. No siempre fue así. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad los días se sucedían tranquilos, prácticamente idénticos a los anteriores, y los ciclos de la naturaleza y de las estaciones se repetían sin fin. Hasta la revolución industrial y la introducción del ferrocarril, la mayoría de las personas no conocían durante su vida más allá de un entorno inmediato que se proyectaba en pocas leguas. Fuera del territorio propio, reinaba lo desconocido y los temores e inseguridades no respaldaban el espíritu de aventura y la atracción por lo diferente. En el mundo industrial, la ciudad como epicentro del mundo, se activó la novedad y el espíritu del desplazamiento. El mundo se nos aproximaba, se iba allanando, y también se ampliaba su conocimiento. El nuevo nomadismo que nos lleva a tener una pulsión de acción continua y de cambio constante se inicia en la segunda parte del siglo XX, pero llega al paroxismo en las dos décadas del siglo actual. Más que una necesidad inherente a un mundo global, interdependiente e hipercomunicado, se ha establecido como cultura, estado de ánimo, hábito fijado en el comportamiento. Viajamos y nos movemos por trabajo, evidentemente, pero sobre todo porque somos incapaces de establecernos constantemente en ninguna parte. Nuestro entorno habitual se nos cae encima. La maleta de viaje se ha convertido en una extensión de nuestro propio cuerpo, al igual que el smartphone nos hace las funciones de extensión física, de prótesis.

Los motivos que nos inducen al desplazamiento son múltiples y de muy diverso calado, además de superpuestos, e incluso entrando en contradicción. Ocio, vacaciones, descanso, aburrimiento, atracción por el “viaje”, “notengonadaquehacer”, disfrute cultural, tomar fotografías, conocer gente… El viaje adopta, también, múltiples formas: de pareja, familiar, cultivo de la soledad, con amigos, en grupo organizado… Todo esto y mucho más forma parte ya del concepto de turismo, una actividad que nos define como sociedad y que conforma una de las industrias más importantes en múltiples países, con una significación que va más allá del 10% del PIB mundial y que ocupa de forma directa más de 300 millones de trabajadores.
Y es que en el concepto de “turismo” han terminado confluyendo dimensiones de nuestra vida que hasta hace poco tenían perfiles propios y diferenciados. Aunque el purismo elitista sigue diferenciando claramente entre viajar y hacer el turista, en realidad el propio término de turismo proviene de tour, que implica desplazamiento, viaje para solaz, recreo y conocimiento.
Cuando los costes limitaban las posibilidades de ir a otra parte para la mayoría de la población, el viaje era algo imaginado, soñado, estrictamente preparado y que se realizaba, como mucho, una vez al año aprovechando el período de vacaciones. El “viaje” siempre ha tenido connotaciones de singularidad, de excepción, algo que trasciende nuestra cultura habitual y el conocimiento que poseemos. Evoca el descubrimiento, la relación y la revelación de lo diferente, ya sea en su vertiente cultural, patrimonial, urbana o paisajística. Este carácter especial, espaciado en el tiempo y en el que la preparación tenía tanta o más importancia que su desarrollo, mudó de forma significativa a los albores del siglo pasado ya las primeras décadas de éste, en la medida en que la reducción de los costes especialmente con la explosión de los vuelos baratos y el uso de internet dejó de ser algo pasajero, circunstancial y único para convertirse en una especie de pasatiempo habitual, particularmente entre los más jóvenes. Ir y venir de cualquier ciudad europea, cualquier día y cualquier hora aprovechando las ofertas de última hora de las compañías aéreas y de los subastadores de viajes de saldo que existen en la red. Una competencia no tanto para conocer sino básicamente por moverse y así poder argüir la consecución de récords de mínimos en el precio obtenido. Colapso de aeropuertos, invasión de las ciudades que recibieron como castigo la denominación de “turísticas” y presión sin fin de los operadores en pro de unas bajadas de precio que llevaron a la espiral de deterioro que significa siempre el low cost. El viaje despojado de objetivo y de cualquier glamour. Viajar, básicamente, “porque puedo hacerlo”.