Parlamentos

Las cámaras de diputados son depositarias de la voluntad popular. Un poder fundamental en el Estado de Derecho cuya función radica en el control y construcción normativa del sistema político y donde, en definitiva, descansa la legitimidad del sistema democrático. El ámbito en el que se expresa la diversidad y la pluralidad de la sociedad. Justamente el término que lo define hace referencia a ser un espacio de diálogo y debate, también de confrontación, pero al fin y al cabo de acuerdo y consenso. Una institución que debe ser respetada y en la que las formas, la representación simbólica, tienen cierta importancia. Los representantes ostentan la dignidad que les confiere la elección, pero su actitud y comportamiento debe hacerlos merecedores de tal consideración y respeto por parte de la ciudadanía. Una cierta y necesaria teatralización de las funciones, el ritual, no debería transmitir la sensación de que es un zoco árabe. La prioridad debería ser legislar al servicio del conjunto de la ciudadanía. Más allá de la pasión que se puede poner en el ejercicio parlamentario, debería prevalecer la buena educación, la contención y evitar espectáculos que tiendan a la comedia, al sainete, a lo grotesco o, directamente, al teatro del absurdo. «Política es pedagogía» afirmaba un reputado político catalán de la época de la Transición.

El Congreso de los Diputados dio la semana pasada, a expensas de la convalidación del decreto de la Reforma Laboral, un espectáculo nada apetecible. El tema resultaba tan crucial en el fondo como también había condensado hasta el extremo una disputa derecha-izquierda ya exageradamente polarizada. Por la mayoría gubernamental se trataba de aprobar uno de los proyectos estelares de la legislatura. Hacerlo fracasar significaba por una derecha hispánica muy radicalizada poner fecha de caducidad justamente en el actual ciclo político. En los posicionamientos finales poco importaba el contenido de la norma o sus efectos benefactores por los trabajadores. Un tema no menor que se obvió en la disputa fue que el texto era el resultado de un pacto social acordado entre sindicatos y patronal que abría la posibilidad de disminuir la precariedad laboral y mejorar los salarios reduciendo la temporalidad contractual a través de la preeminencia de los convenios sectoriales, equilibrando algo las fuerzas tan desajustadas en los últimos tiempos entre el capital y el trabajo. Unos escenificaban el “no” en espera de que el resultado fuera “sí” por una cuestión de marcar perfil propio o bien para no hacerse la fotografía con según quien, aunque se la acabaron realizando con la extrema derecha. La operación extremadamente teatral y llevada secretamente por la derecha para hacer fracasar la aprobación a última hora por medio de tránsfugas, se fue al garete porque un diputado del PP se equivocó de forma reiterada a la hora de emitir el voto. Se ve que le ocurre habitualmente. Más que el resultado final y el sentido profundo del acuerdo, lo que ha quedado es el sainete ridículo que se escenificó.

El Parlamento como cuadrilátero: las batallas «a golpes» más memorables de  la política

En el Parlament de Catalunya acabamos de vivir un episodio más de realidad imaginaria y paralela que hace unos años nos tiene bastante acostumbrados. Esta vez se trataba de desobedecer una orden de obligado cumplimiento procedente de la Junta Electoral Central, relativa al desposeimiento de la condición como tal de un diputado. Una nueva ocasión para sobreactuar, apelando al embate contra las leyes y el Estado, fijando el incumplimiento como un objetivo político crucial. La presidenta Laura Borràs, muy dada a la sobreactuación, afirmaba de forma engolada que no pensaba acatarlo en modo alguno y decía estar dispuesta a cerrar el Parlamento. Un hecho este del que se desdijo, quizás porque alguien le debió hacer ver que esto sólo ocurre en las repúblicas bananeras o lo practican gobiernos escasamente democráticos vigentes en algunos países de Europa del Este. Al final, y tras culpar a funcionarios y disparar contra sus correligionarios, acabó por no jugarse la inhabilitación y cumplir escrupulosamente lo que venía mandado, manteniendo, eso sí, la actitud arrogante y el verbalismo de la rebeldía. El ridículo ha sido espantoso. Pero un episodio más de fuegos artificiales y de convertir la cámara catalana en un ámbito dado a la escenificación sectaria y a la irrelevancia.

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