La política como espectáculo ha vivido uno de sus grandes episodios en la última semana. El Partido Popular ha escenificado una especie de tragedia griega en la que ha habido de todo: hechos imprevisibles, espectáculo, giros continuos de guion, efectos sorpresa, crímenes pasionales, evidencias de corrupción, traiciones, celos, deserciones, miserias humanas… Todo ello se ha asemejado a un programa de los de Mediaset para entretener donde sólo necesitáramos dosis importantes de palomitas. Pero más allá de la lectura frívola que se puede hacer de todo ello, lo preocupante es el deterioro de la política que se escenifica de manera descarnada. ¿Cómo creer en algo después del catálogo de bajas pasiones en estado puro que nos han exhibido? Pablo Casado siempre ha sido un líder débil, un trepa de manual con dudosa formación que supo aprovechar en el 2018 los intensos odios de Soraya Sáez de Santamaría y Dolores de Cospedal. Ahora muere políticamente de forma similar. Nadie preveía, sin embargo, que sería tan torpe en la gestión de esta crisis. Ya hace tiempo que las fuerzas fácticas del conservadurismo, tanto las económicas como las mediáticas le dan, más que por amortizado, por incapaz. Tienen prisa por recuperar hegemonía y poder y les cuesta imaginarlo como presidente de Gobierno.
El estudiado embate de Ayuso ha sido una escenificación trumpista bien preparada. Pasar a la ofensiva como mejor defensa, estrategia victimista, emocionalidad, verdades alternativas y una versión propia del ataque por las hordas en el Capitolio en forma de asalto “popular” en la calle Génova. Casado no era consciente de haber construido con su amiga Ayuso un monstruo de ambiciones inmensas e imparables. No midió que las amistades de hoy pueden ser los peores contrincantes del mañana. Mientras Casado ha escenificado en estos tiempos una estrategia errática entre la moderación y la derecha más dura como se ha visto en la reciente campaña autonómica de Castilla-León, Díaz Ayuso todo el mundo sabe que es ya la heroína de la derecha más desacomplejada, simbolizando el libertarismo reaccionario tan en boga en todas partes. De todas formas y atendiéndonos a los hechos de la última semana, es bastante elocuente que lo que era una denuncia por posible corrupción acaba con la destitución del denunciante y no, pidiendo explicaciones y responsabilidades a una denunciada no sólo con fuerzas evidencias de veracidad, sino que sobre ha tenido la desfachatez de reconocer los hechos de forma chulesca. La bandera de regeneración de un Partido Popular tan dañado por la corrupción que había enarbolado Casado acabó pisoteada con el plebiscito de los adeptos del pasado sábado a las puertas de la calle Génova. La fe y la devoción en los liderazgos populistas no acepta ninguna sombra de duda ni sospecha. Los familiares beneficiados o aprovechados no resultan más que un tema menor, pura obsesión estética de la cultura de izquierdas.

Pero más allá de odios personales y del factor humano de esta crisis, existen opciones profundas de posicionamiento y de contenidos políticos para las que decantarse, las cuáles necesitarán más cosas que dimisiones o congresos extraordinarios. Sobre todo, saber cuál es la estrategia política del conservadurismo español y cómo afronta el reto de la aparición más allá de sus siglas de una derecha extrema con fuerte atractivo electoral en las actuales circunstancias. No es lo mismo optar por un liberal-conservadurismo de tipo alemán, moderado, incuestionablemente democrático y que no hace concesiones a la xenofobia y exclusión de la que es portadora la extrema derecha; o bien se adoptan las formas y contenidos del populismo trumpista pactando e identificándose con los postulados de Vox. Estas dos culturas conviven en el Partido Popular y con Pablo Casado optaron por un fracasado camino de en medio. Al electorado le estimula más Ayuso sin duda, pero no está muy claro que su éxito electoral en Madrid sea exportable a toda España. Una vía emocional que los puede llevar a ser irrelevantes por su incapacidad para atraer al votante de centro, como por la imposibilidad de ser homologables entre una derecha de Europa Occidental que todavía parece tener muy claro cuáles son las líneas rojas que, respecto a la extrema derecha, no se pueden atravesar. Resolver ese dilema resulta fundamental. Como lo es que no habrá estabilidad política en España sin un centroderecha fuerte y organizado que además de ser elemento de alternancia de gobierno, deje de inducir temores a la ciudadanía progresista por no haber perdido del todo aspectos culturales muy rancios, algunos tics autoritarios y rémoras de su pasado franquista.