Biden

No se puede negar que el nuevo presidente de Estados Unidos está sorprendiendo, y mucho, durante los primeros meses de su mandato. Especialmente en política interna. Un líder sin aureola ni carisma, más bien insulso, bastante convencional, muy religioso, de perfil centrista y moderado dentro del Partido Demócrata. Notoriamente tartamudo y con ciertas dificultades para responder con rapidez y facilidad, que a pesar de querer disimularlo se mueve con maneras torpes y que además de serlo, parece muy viejo. Poco glamouroso, no tenía ni el atractivo ni una historia tan bonita y tan cargada de símbolos como la que explicaba Obama y está faltado de los vínculos elitistas con Sillicon Valley, Wall Street y las grandes corporaciones que blandía y llevaron a la derrota a Hillary Clinton. No pisó ninguna universidad de la Ivy League, estudiando en una de más bien provinciana, y cursó derecho de manera bastante mediocre, tal y como le gustaba ridiculizarlo Donald Trump en campaña. Sin enarbolar ideología y por puro pragmatismo está imprimiendo un giro progresista a la política interior estadounidense que es totalmente inédito e incluso inesperado. Keynesianismo sin Keynes. Un inmenso plan de reactivación económica con estímulos y planes sociales, con políticas de intervencionismo público desconocidas en Estados Unidos desde los lejanos años del New Deal de Roosevelt. Sin complejos, anuncia una subida de impuestos a las rentas altas y en las corporaciones para financiar lo que resultaría, por primera vez, una auténtica construcción del Estado de bienestar en el país que hasta ahora había sido campeón del neoliberalismo. Políticas encaminadas a poner un cierto freno al globalismo, potenciando la producción interna, lo que lo conecta con los votantes de Trump y su America First, pero a diferencia de éste, quiere poner a Estados Unidos a la vanguardia del combate contra el cambio climático.

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Convencido de la fractura social que ha provocado la falta de empleo y la precariedad laboral como componentes de una inaceptable desigualdad social que no ha hecho sino crear excluidos e irritados a las últimas décadas, prioriza el uso de los fondos ingentes aplicados a la economía en la función de crear ocupación. Se trataría de frenar la deslocalización productiva priorizando la inclusión de la mano de obra no formada. Ha apostado por subir el salario mínimo a los 15 dólares/ hora y defender el papel del sindicalismo como mecanismo equilibrador de la tendencia natural del sistema hacia la iniquidad y el desajuste. «Wall Street no construyó este país, la clase media construyó este país, y los sindicatos construyeron a la clase media». Afirmaciones hechas en el Congreso de Estados Unidos y que no son de un declarado socialista como Bernie Sanders en un mitin, sino de un soso y moderado presidente demócrata en un discurso formal ante el poder legislativo. Ha desbordado el progresismo norteamericano y aún más sin duda a la temerosa socialdemocracia europea. Un giro inesperado al guion que parecía poco previsible por parte de alguien que no tiene grandes principios, pero que parece tener políticas. Como en la estrategia del buen ataque futbolístico, está demostrado que resulta más relevante «llegar» que no «ocupar» los espacios. La importancia del factor sorpresa. Políticas atrevidas para hacer frente a importantes problemas reales provocados, o más bien agravados, por la pandemia. Se dice que los políticos con fama y perfil de sobrios y prudentes tienen más fácil hacer cosas radicales, o intentar hacerlas. No dan miedo, no crean anticuerpos reactivos. Blanco, viejo y heterosexual. No asusta al perfil de votantes trumpistas de la América profunda. Su última propuesta de suspender las patentes de las vacunas de la Covid-19 ha cogido a contrapié a la Unión Europea, y no sólo a Angela Merkel que se ha puesto a la contra, sino a una izquierda europea que continúa faltada de valentía y de imaginación.

Probablemente volverán tiempos de decepción en la política estadounidense y el mismo Biden, dirigente práctico y sin hipotecas ideológicas, acabará por frenar sino contradecir su progresismo y atrevimiento actual. Quedará liquidada, sin embargo, la idea tan recalcada en la anterior crisis de 2008, que la austeridad económica sirva para afrontar recesiones y que sobre la creciente desigualdad se pueda construir ningún futuro socialmente aceptable. Y habrá puesto en evidencia una izquierda continental cautiva de su narcisismo y con una notable vocación para ser irrelevante.

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