Madrid marca el paso

La política española hace un tiempo que ya no se define en Cataluña sino en Madrid. No al Madrid capital sede de las instituciones y la administración del Estado, sino en la Comunidad de Madrid. La victoria abrumadora de Isabel Díaz Ayuso significa el triunfo, ahora sí, de un movimiento de nueva derecha populista fuertemente identitaria que se ha hecho con el control del Partido Popular, el cual ha sido arrastrado hacia posiciones extremas. Una corriente imparable que fue creciendo y consolidándose como una auténtica bola de nieve que ha acabado por sobrepasar a unas izquierdas perplejas que se han conformado con hacer el papel de la triste figura. Un relato de contenidos fáciles pero potentes que ha proporcionado a los sectores sociales madrileños irritados por los efectos de la pandemia y por un ascensor social que les es poco favorable, una salida hacia una especie de tribalismo «cañí» que ha conectado con la incorrección política con que se las gastaba Ayuso, así como con la provocación de posado cuasi fascista que exhibía Vox y la candidata Monasterio. Puestos a adscribirse a un nacionalismo, lo han hecho a uno conformado por «cañas y toros», gente que se ha sentido cómodo con la polarización extrema, el desafío y la gestión gamberra de la pandemia por parte de una presidenta convertida en el icono político para «ignorantes y bárbaros». Un experimento trumpista en toda regla, donde las mentiras se han propagado con total descaro, incluso haciendo bandera de ello, con una candidata con posado de ingenuidad, que tanto la han hecho propia los sectores acomodados del barrio de Salamanca, claramente favorecidos por sus políticas fiscales y de privatización de servicios públicos, como gran parte de los sectores populares de las barriadas del sur de la capital, a los que les ha mantenido las terrazas de bar abiertas y les han hecho promesas de falsa emancipación.

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Para que todo esto se diera, era necesario que el progresismo, las diversas izquierdas madrileñas colaboraran en hacerlo posible. Y lo han hecho. Aceptaron el desafío polarizador con que los tentaba la estrategia derechista y así le han servido una victoria inapelable. Aunque resulte increíble, la dialéctica entre «libertad y comunismo» que parecía una tontería, ha funcionado. La candidata popular logró que Pablo Iglesias hiciera el papel que les resultaba más propicio. Saltaba a la arena como redentor, con lo cual más que salvar Podemos lo que hacía era de gran activador del discurso populista adverso, movilizar el voto a la contra de alguien que, con o sin razón, la nueva derecha madrileña ha convertido en el chivo expiatorio de todos los males. Confiaban en su sobreactuación impostada y no los decepcionó. El debate ya no iba de políticas o de situaciones económicas y sociales provocadas por la gestión de la Comunidad, sino de principios abstractos mantenidos con griterío e incluso con violencia. No se hacía sino reforzar el relato y el marco mental establecido por esta derecha desacomplejada y airada en versión madrileña. Todo fue un calco de la campaña de Clinton contra Trump de las elecciones americanas de 2016. Actitud de supremacismo intelectual y moral del progresismo de los demócratas frente a unos seguidores de Trump a los que Clinton calificó de «deplorables». No había entendido las preocupaciones, las humillaciones ni la ira de una América profunda que, sobre todo, pedía respeto y que culpaba de todos los males al establishment y la cultura de la corrección política. Tanto para los ricos como para la gente de barriada madrileños, el poder constituido a combatir se llama Pedro Sánchez y su pacto de izquierdas. No han sabido refutar, especialmente entre su antiguo electorado, esta imagen creada de nuevas élites. Por si fuera poco, el papel del PSOE en estas elecciones ha sido penoso: cogido a contrapié, con un candidato de salida y poco convincente, cambiando de estrategia en plena campaña varias veces, con anuncia gubernamentales sobre temas fiscales que eran auténticos disparos al pie… La derrota ha sido contundente e indiscutible. Más que lamentaciones y pomposas declaraciones antifascistas, lo que habría que hacer ahora es autocrítica de los muchos errores cometidos. La derecha no ha ganado por «maldad intrínseca», sino por la incapacidad de la izquierda para entender las preocupaciones de los sectores sociales que le deberían apoyar, por su exceso de abstracción y desconexión de la realidad, así como la falta de un proyecto y unos discursos alentadores. Le ha sobrado actitud de «superioridad moral» y le han faltado humildad y políticas prácticas.

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