Aunque a día de hoy se están negociando las condiciones finales y los flecos de todo tipo por el divorcio entre Gran Bretaña y la Unión Europea, el tiempo del desacoplamiento y el desencuentro ya corre y lo hará de manera rápida. Los efectos aún no se ven, pero se intuyen y lo serán todo menos agradables. Tanto para los que se van, como los que se quedan. Los británicos han decidido ser una isla en todos los sentidos y se desincorpora de un continente del que, de hecho, buena parte de su gente nunca se ha sentido formando parte del todo. Haber sido la primera potencia mundial durante siglos y haber dispuesto del mayor imperio colonial jamás constituido imprime carácter. A pesar de la acentuada decadencia de Gran Bretaña desde hace ya un siglo, le ha quedado fijado un complejo de superioridad que hace creer a muchos de ellos que son los padres de la civilización occidental, de la democracia y de la industrialización. A su actitud supremacista, habría que contraponerles el hecho de que también han sido portadores de explotación y barbarie a todos aquellos pueblos que han ocupado, esclavismo incluido. La decadencia largamente incubada les ha inducido a mantener una expresión aristocrática, distante, como si estuvieran por encima del común de los mortales. Los efectos de la última crisis económica y el reflujo de su profunda desindustrialización, ha llevado a la mayoría del electorado a encerrarse en la tribu, rehuir de Europa y dar por buenas las falacias de que eran ellos que financiaban la Unión Europea, o bien que los movimientos migratorios que les canalizábamos no hacían sino diluir su cultura y la identidad propia. Lógicamente, Inglaterra y los británicos no son sólo eso, pero esta pulsión, debidamente promovida y activada, se ha convertido en dominante. Como siempre el populismo simplificador se impone entre clases medias en decadencia y clases populares maltratadas por la economía, con el rasgo común de poca formación, una cierta edad y mucha ignorancia acumulada. La rabia y la sensación de que no se les ha tenido en consideración, ha hecho el resto. Así creen obtener respeto.
Boris Johnson, Dominic Cummings o Nick Farage conocen bien y han explotado de manera exitosa la Inglaterra de los miedos y del orgullo herido. Se les dijo que podían «decidir su destino» y aunque desconocen las consecuencias profundas, entienden que así lo han hecho. Hablar de demagogia, abuso de la mentira o desinformación en relación al referéndum del Brexit de 2016 es quedarse muy corto. Se podría decir que los referéndums los carga el diablo y que reducir temas complejos a una pregunta binaria puede tener estos efectos, ya que el elector vota según los malestares del momento. Pero ha habido una segunda vuelta en forma de elecciones, y el apoyo a un personaje tan detestable como Boris Johnson ha sido claramente dominante, mientras el Partido Laborista hacía, una vez más el papel de la triste figura, sin relato alternativo, perdido entre el sí el no o bien todo lo contrario. Johnson pues cabalgará de manera desbocada una salida en la que no hará sino doblar la apuesta de su lenguaje grosero y la toma de decisiones poco sensatas. De momento se focaliza en el tema de la inmigración, que es lo que le da popularidad y le hizo ganar. Se endurece y mucho la posibilidad para los extranjeros de radicarse en Gran Bretaña, pretendiendo que lo hagan sólo gente muy cualificada y socialmente bien asentada como si aquel país fuera una economía puntera. No lo es. Probablemente su bifurcación con Europa llevará a acentuar la relación comercial, económica y política con los Estados Unidos, especialmente interesados en la época Trump a debilitar y a poder ser dinamitar la competencia de la Unión Europea. Posiblemente, la economía británica descansará, aún más, en la capitalidad financiera de la City de Londres y su función orquestadora del entramado de paraísos fiscales que hay repartidos por el mundo. Hoy ya representa un ilógico y desmesurado 20 por ciento de su PIB. En este contexto y durante los próximos años, Europa haría bien en olvidarse de Gran Bretaña y a poder ser no caer en la tentación de hurgar en sus contradicciones políticas, económicas y territoriales, que son muchas. A pesar de sus dirigentes, su ciudadanía no se lo merece.
Josep Burgaya