Que internet y las tecnologías digitales han dado un gran vuelco a nuestra economía y nuestra sociedad es algo bastante fuera de duda. Unos cambios radicales, difíciles de digerir en muchos sentidos, con efectos multiplicadores e imparables. Y todo esto se produce y se dispara de manera exponencial sin que haya habido ninguna elección voluntaria y consciente, a pesar de la enorme trascendencia de los cambios tecnológicos, económicos, políticos, culturales y de valores. No nos han cambiado las condiciones de vida, nos han modificado la propia noción de lo que es la vida. La libertad ha dejado de tener el sentido que tuvo antaño, y en proceso de liquidación del ejercicio del libre albedrío nos está convirtiendo en seres predecibles y programables. Evidentemente la revolución digital no es algo circunstancial, sino que ha venido para quedarse y para actuar como un acelerador histórico de imprevisibles consecuencias. Sorprende la naturalidad con que gran parte de la ciudadanía está aceptando estos cambios tan disruptivos, como si fueran el exponente de los grandes ideales de progreso en que nos instalamos hace siglos, como su consecuencia lógica. En realidad, hay muchos aspectos en el mundo digital que recuerdan el oscurantismo medieval y el restablecimiento de relaciones de sumisión y dominio, casi de vasallaje. El devoto entrega a la que nos prestamos en relación a las grandes corporaciones convertidas en iconos tecnológicos, no tiene parangón. En palabras de Klaus Schwab, los cambios que se acercan son tan profundos, que no afectan sólo al «qué» y el «cómo», sino también «lo que» somos.
Los dispositivos inteligentes transforman nuestra realidad, la modifican. El acceso inmediato a datos y en informaciones acaba por provocar un efecto de humanidad aumentada. Las consecuencias psicobiológicas que tienen los cambios en los procesos de memoria y razonamiento que nos introduce lo digital, son enormes. El continuo recurso a la conectividad de agentes externos nos provoca un efecto túnel. Habitamos en una burbuja hecha de algoritmos que responden a la idea de que ellos han hecho de nosotros. Se nos construye una caja de resonancia en la que convertimos programables y previsibles, donde no hay posibilidad de ningún factor sorpresa. Todo establecido, facilidad y, sobre todo, sesgado por los algoritmos y para la minería de datos. Nos han convertido en sumisos y «informados» consumidores. Somos víctimas propiciatorias del exceso. No hace muchos años, nos parecía un lujo insuperable el acceso ilimitado a la información y al movimiento; hoy en día lo que sería una auténtica recompensa sería vernos libres de tanta información y la oportunidad de estar quietos. La modificación y dirección del consumo de conocimiento que están realizando las grandes plataformas tecnológicas resulta comparable con los cambios que produjeron las grandes multinacionales alimentarias en nuestra dieta. También aquí el peligro de una alimentación excesiva y demasiado rica en grasas está provocando problemas de «obesidad informativa».
Internet provoca transformaciones cruciales en forma de desmaterialización, deslocalización y un nuevo tipo de centralización. Hace desaparecer la ancestral distinción entre lo privado y lo público, lo que es universal y lo íntimo. Como ha escrito el filósofo italiano Mauricio Ferraris, internet es mucho más que una opinión pública, es un nuevo inconsciente colectivo. Lo que resulta difícil de entender, es que hayamos aceptado sumisa y alegremente someternos a mecanismos tecnológicos y que nos prestamos continuamente a recibir órdenes de aparatos. Nunca la renuncia a la libertad resultó tan poco costosa. Contrariamente a la llegada del fin del poder que defienden los optimistas digitales, en realidad con internet el poder sólo ha cambiado de formas y de manos. Los publicistas de las bondades inherentes a la tecnología no aceptan someter esta y su desarrollo a consideraciones éticas y sociales. Predomina la creencia de que nada podemos hacer contra la marcha autónoma de la tecnología. La lógica tecnológica dominante continúa basándose en el pueril principio de que «la ciencia descubre, la industria aplica y el hombre se adapta». La tecnología, afirman, debe seguir su curso y los efectos sobre las personas son daños o beneficios colaterales. Ahora ya no se conoce, se integra, se sintetiza o se recuerda, sino que se accede. No hay lugar para la teoría, el saber o la abstracción. Todo se reduce al motor de búsqueda y no hay pensamiento más allá del algoritmo.