Ha habido finalmente la sentencia del juicio del 1-O. Era un paso inevitable y necesario para que las cosas se pudieran reconducir por parte del independentismo, o al menos intentarlo. Pero no. Llevamos muchos meses en que por tierra, mar y aire se ha martilleado a la población que todo lo que no fuera absolución era inadmisible y que había que reaccionar de manera furibunda. Y así está siendo. El discurso apocalíptico y desatado, ahora ya abiertamente, ha llevado la violencia en la calle y sitúa las cosas no sólo en un callejón sin salida, sino que provoca una fractura política y social de tal calibre, que será muy difícil de superar en años. Las movilizaciones ya han perdido cualquier connotación de afirmación política, para convertirse en expresiones de odio y de resentimiento. ¿Qué estrategia hay detrás de todo ello? Una sentimentalidad elemental, infantil, con exigencias absolutamente irrealizables. Hay una Cataluña instalada en la irrealidad que niega cualquier vigencia de las normas básicas del Estado de Derecho y se establece en pulsiones primarias que niegan cualquier posibilidad de orden social y de formas políticas elementales. El poderoso aparato mediático de El Procés ha insistido durante mucho tiempo sobre la ilegitimidad de las leyes y de la justicia española para juzgar los políticos catalanes, después de que estos se saltaran las normas más básicas del sistema democrático. Se tacha el estado de no-democrático, de que sus gobiernos son franquistas y se niega la división de poderes. Lógicamente, a partir de aquí vale todo. Se blanquea cualquier comportamiento insurreccional. Los que afirman constantemente el carácter cívico y pacífico no hacen sino crear contexto por el extremismo violento, ya que niegan legitimidad y veracidad a las instituciones democráticas. Todo el mundo se ve capaz de ejercer de jurista y de politólogo aficionado. La ignorancia suele ser muy atrevida.
Y se puede no estar de acuerdo con la sentencia del 1-O, y decirlo públicamente. Lógicamente toda resolución judicial resulta excesiva en los ojos de los afectados y de sus simpatizantes y toda condena de prisión sabe mal por los que la tienen que sufrir. Con todo, la sentencia abre la puerta a la posibilidad de beneficios penitenciarios e indultos que puedan facilitar la reconducción de un tema que habría que encontrar salida política, resituarse en otra dimensión. Pero hay que crear entorno y actitud para ello, y seguro no son manifestaciones violentas ni la quimera del «lo volveremos a hacer». Hay quien, hace tiempo, está instalado en la estrategia del «cuanto peor, mejor», y lo que se busca es ir hacia la intervención del autogobierno a través de las vías que, de manera extraordinaria, prevé la Constitución. Si queda sentido de la responsabilidad a alguien, habría que evitar inmolar las instituciones y la ciudadanía de Cataluña en el altar de delirios patrióticos. El patriotismo debería ser actuar en beneficio del progreso y el bienestar, de la cohesión y la estabilidad, y no en la generación del caos. Todos los abundantes nacionalpopulismos que campan actualmente por nuestro mundo tienen en común el no reconocer y atacar los poderes judiciales respectivos, con la pretensión de que el poder ejecutivo esté libre de todo control y de cualquier contrapeso. En este ataque sistemático, se niega la validez de las leyes y las reglas del juego que son inherentes a cualquier sistema democrático y de libertades. Por ello, todos estos planteamientos que son profundamente reaccionarios, se afanan en reducir la «democracia» a un instrumento para llegar al poder, obviando que ésta se caracteriza sobre todo por una cultura y unos comportamientos especialmente respetuosos con las formalidades, y donde elecciones y referéndums son la culminación de la deliberación social. La propaganda continuada, las dinámicas uniformizadoras, el monopolio de la información transmutada en la difusión de posverdades, el fomento organizado de la sentimentalidad, el uso de formas organizativas y comunicativas de encuadre, en poco contribuyen a concebir individuos y sociedades libres, más bien a la conformación de rebaños con personas muy obedientes.