Las bravatas de Donald Trump generan muchísimas noticias. Y puesto a ser desagradable e intentar hacer feliz a su público suele ser especialmente poco considerado cuando habla de la inmigración que llega a los Estados Unidos. Hace días que ha encontrado un filón para estimular los votantes, y es la caravana de hondureños que se dirigen, a pie, hacia los Estados Unidos huyendo de la extrema pobreza de su país y de los de su entorno para intentar entrar en el codiciado vecino rico y hacerse con una pequeña porción del sueño americano. Trump ha concentrado a miles de guardias en la inmensa frontera de más de 3.000 kilómetros que Estados Unidos tiene con México para impedir esta llegada y promete hacer, si conviene, un despliegue del ejército con más efectivos que en Irak. Mucha fuerza bruta para contener un contingente de varios miles de personas que llevan caminando una inmensidad de kilómetros y sufriendo las penurias más inimaginables, para huir de la pobreza extrema, la inseguridad y la violencia de un país Honduras, que como otros vecinos de Centroamérica, se ha convertido en narcoestado y en zona de explotación extrema de la mano de obra en las maquilas de fabricación industrial o bien en el campo. Salarios miserables, siempre trabajando justamente para el potentado vecino del Norte.
Los países centroamericanos -Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua- son aún a día de hoy de los países más atrasados del planeta a la vez que tremendamente desestructurados económica, política y socialmente por unas históricas interferencias de los EEUU que han considerado en el sentido más literal del término esta zona como su «patio trasero». Viven allí, en conjunto, unos cuarenta millones de personas la mejor expectativa de las cuales es huir. En Honduras, el PIB per cápita está por debajo de los 2.500 dólares anuales. Para que nos hagamos una idea de su condena, sólo hay que decir que en los EEUU es de 60.000 dólares, o bien en España de 30.000. En un mundo extraordinariamente desigual, la situación de esta zona del planeta es inaceptable, al tiempo que insostenible. La globalización económica y su redistribución mundial de la actividad y la concentración de rentas, ha condenado estos territorios y su gente a ser explotados y a malvivir. Pueden hacerlo quedándose en su país trabajando por salarios por debajo de los 100 dólares mensuales que no dan para hacerse con una mínima cesta de la compra además de convivir con la inseguridad y la violencia extremas que suelen acompañar el mundo de los narcotraficantes o de la tenencia de la tierra en unas muy pocas manos. La otra opción es migrar para acabar haciendo de mano de obra barata, mal considerada y tratada en Estados Unidos, en Canadá o en Europa, engrosando el mundo de la precariedad y de los invisibles. Una disyuntiva poco estimulante.
La caravana de hondureños, que ya están en México, sin duda tendrá un final más penoso y dramático de lo que ya resulta su desplazamiento. Se calcula que, con olas sucesivas ya son 10.000 y el riesgo de conformar un auténtico alud de desesperados, sin duda existe. Donald Trump no desaprovechará la ocasión para canalizar los malestares de la población blanca de la América profunda hacia la criminalización de los inmigrantes en general y de los latinos en particular. De hecho, muchos de los que pretenden llegar fueron deportados y ahora reintentan construirse un proyecto de vida digna volviendo al corazón de la abundancia capitalista, aunque sea para recoger las migajas del gran festín. Ciertamente que las grandes oleadas migratorias generan dificultades de gestión y de acomodación y que probablemente los EEUU no pueden incorporar al 80% de la población centroamericana que es la que, de una manera o de otra, pretende entrar. El problema no radica en blindar fronteras, sino en la desigualdad y falta de expectativas de tanta gente. Cuando se han creado tantos desposeídos en el mundo, no vale la queja contra la presión migratoria.