Los teóricos de la nueva derecha extrema, alt-right, que está tan en boga, consideran la crispación y el conflicto permanente como el contexto político deseable. Nada de medias tintas, posiciones conciliadoras, consensos y, aún menos, ningún acuerdo. No hay rivales, sino sólo enemigos a los que, aunque no se sepa muy bien para hacer qué, hay que derrotar y, aún mejor, humillar y echar fuera del tablero. La confrontación abierta, incluso exagerada, sería apetecible en la medida que crea bloques claros y homogéneos, establece posicionamientos más emocionales que no racionales, y permite conformar un «nosotros» que, con buenas dosis de propaganda, se convierte fácilmente manipulable frente al «ellos». Para estos planteamientos simplistas, pero tan efectivos, que están colonizando buena parte de la política no sólo estadounidense y de derecha extrema, sino europea y aún con ínfulas de representar el espacio central, la democracia ya es sólo un sistema formal en la medida que las cosas se deciden en «elecciones», pero se desnuda el sistema político de cualquier connotación de espacio común, de diálogo y transacción, donde establecer acuerdos y desacuerdos, siempre con los ojos puestos en mantener la cohesión de la sociedad, así como la posibilidad de deliberación y consenso, pero también de disensión y de pluralidad. Ahora la política, aunque llamada «democrática», parece haberse convertido en un espacio de confrontación de principios y vínculos que apelan a religiones absolutas, donde sólo hay victoria o derrota. Triste manera de entender las cosas y, aún más, una buena forma de destruir la noción generosa de sociedad, de cuerpo formado desde la diversidad y la discrepancia.
La moderación ha ido perdiendo la buena prensa, si es que nunca había disfrutado mucho de ella. Ahora se entiende como renuncia, cobardía, abandono e incluso traición. De hecho, este concepto en su sentido más honroso, justamente no implica renunciar a nada, sino aceptar que el respeto a los demás no se debería perder nunca o que, también, en política las formas también resultan ser el fondo. Que encontrar puntos comunes y situaciones cómodas para todos, resulta mucho mejor que la confrontación y el sometimiento de los unos por los otros. Que de hecho, no hay verdades absolutas, sino sólo algunas certezas y que aún lo son siempre sólo de manera transitoria y provisional. Que los demás también pueden tener una parte más o menos grande de la razón o, cuando menos, también tienen sus «razones». En la política catalana y española, el último fin de semana se han impuesto las posiciones extremas, las que quieren la bronca que les hace sentirse más cómodos, y no las posiciones abiertas a la transacción. Gran parte de la sociedad sólo podemos con ello perder, pero los que forman parte de las banderías y viven de ellas, parecen sentirse mejor así. Puigdemont se ha cobrado la cabeza política de Marta Pascal. Su «delito» ha sido colaborar en un cambio político en España que facilitara desescalar una tensión que nos llevará poco más que frustración y sufrimiento. Con Pablo Casado, el PP vuelve al esencialismo españolista más derechista y extremo de José María Aznar. No es que el «marianismo» y su continuidad a través de Soraya Sáenz de Santamaría fueran para tirar cohetes. Dejar pudrir las situaciones por inacción no es una buena política y ha dado muy malos resultados. Pero en todo caso no avivar el fuego con más leña verbal, manteniendo -o intentándolo- algunos puentes. Se han impuesto posiciones extremas, absolutamente excluyentes en fondo y forma, que de hecho se necesitan mutuamente para continuar existiendo. En ambos casos, resulta como mínimo curioso -aunque se podría definir de manera más contundente- como los teóricos avalistas, los padres, de lo que debían ser las opciones moderadas y conciliadoras se han puesto de perfil. Ni a Mas ni a Rajoy les ha oído la voz para defender a los suyos. Una manera de terminar para decantar su suerte. Después de mí, ya puede venir el caos.
Vamos a pasar de una lucha por tomar el «centro» político a buscar la hegemonía dentro del ala de la extrema derecha. En parte este giro se ha dado porque también la izquierda ha asumido estrategias radicales con el llamado «marxismo cultural», y también porque el nacionalismo catalán se ha decantado por el «ahora o nunca». Como dice el refrán: a grandes males, grandes remedios. Nos espera un rebote hacia la ultra derecha. El problema es el alcance que tendrá.
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