La huelga de taxistas ha colapsado durante días Barcelona y otras urbes, afectando notoriamente la vida ciudadana, y muy especialmente a la turistada que las tiene copadas. De hecho, el paro se ha producido justamente en días fuertemente vacacionales por el fuerte impacto social y mediático que tendría. Un sector el del taxi que, más allá del incuestionable derecho de huelga, suele pronunciarse con unas formas más bien brutales e intimidatorias, casi mafiosas, que los distancian bastante del sindicalismo democrático. El discurso de sus líderes, siempre cercanos a la derecha más extrema, exigiendo prerrogativas y privilegios fuera de lugar, hace que se desdibujen las razones que poseen a la hora de denunciar la irrupción en su actividad de plataformas tecnológicas que facilitan la práctica de la competencia desleal por parte de operadores que precarizan esta función clave.
La aparición de Uber y de Cabify ha puesto los taxistas en pie de guerra, por lo que implica la pérdida de la condición de monopolio sobre la que practicaban este trabajo, fijando así las condiciones. Para algunos, la emergencia de estas plataformas no es sino una manera de liberalizar un sector demasiado encorsetado por la regulación y control público, así como atrasado y poco evolucionado justamente por un exceso de protección pública que limita mucho el número de licencias para de satisfacer a los que ya la tienen. La consideración de la actividad de los taxistas como servicio público, es lo que provoca una regulación muy limitadora de la oferta, a beneficio de los que ejercen la actividad y no tanto de la ciudadanía que debería disponer de un buen y eficiente servicio. Que la protección del sector se ha convertido en establecimiento y mantenimiento de privilegios lo evidencia la existencia de un mercado secundario de compra-venta de licencias por las que se pagan precios astronómicos. Cuesta entender que una autorización pública acabe por convertirse en un documento con el que especular y hacer negocio, que las licencias no sean un documento personal e intransferible que se agote con la vida laboral de su poseedor. Más allá de que en esta actividad hay, lógicamente, magníficos profesionales, el sector tiene mala prensa y parece habérsele la ganado a pulso. La eficiencia como servicio también es bastante dudosa, pues ni se responde a las puntas de demanda que lógicamente hay, y no parece que a estas alturas sea muy sostenible ni lógico captar clientes a base de ir circulando por la ciudad. Todo muy antiguo y tirando a cutre.
Pero la respuesta adecuada no son las plataformas, las cuales fundamentan su negocio en la posición de dominio que tienen sobre unos empleados que, en realidad, no lo son. Uber no es más que una app que se vale de la falta de trabajo de mucha gente, con un discurso de modernidad y «economía colaborativa» de maquillaje, someterlos a una explotación indecente que los obliga a trabajar multitud de horas, reventando además los precios del sector del taxi. Economía sumergida, que no paga impuestos y que puede acabar no sólo con todo un sector de actividad, sino con la prestación de un servicio público. No obedecen a más regulación que la de la propia plataforma y, en realidad, adecuando los precios de las carreras en función de la demanda del momento. Dicen prestar un mejor servicio por que te dejan elegir lo que los taxistas tratan como una prerrogativa suya -dial de radio, temperatura, estado de ventanas o comentarios sobre la actualidad-, pero en realidad ni los que te prestan el servicio son profesionales ni una aplicación informática radicada en Silicon Valley te puede garantizar nada más allá de arrasar con todo un ramo de actividad y contribuir a una mayor precarización de la economía. Probablemente el sector del taxi debe continuar siendo protegido como servicio público, pero sería bueno no confundir seguridad con privilegios. Fijar contingentes y otorgar licencias debería corresponder a la administración pública, así como el establecer una normativa y unas condiciones algo más puestas al día. Si la solución no pasa por la «liberalización» del servicio, tampoco por dejarlo en manos de un corporativismo rancio e ineficaz.