Quien no produce ni consume deviene superfluo. Esta es la lógica salvaje del capitalismo actual y no parece que se acabe haciendo nada para revertirlo. Cada vez más una parte creciente de la humanidad se va tornando sobrante. El trabajo va convirtiéndose en un bien progresivamente escaso ya que la tecnología suple la mano de obra. Precariedad laboral, bajos salarios que acaban por convertirse en desempleo de larga duración. La gente que el sistema económico -y la moralidad que lo sostiene- han convertido en innecesaria, deja de tener ningún rol en la sociedad y resulta expulsada hacia los márgenes donde malvive con unos cada vez más magros sistemas de ayuda pública y de las nuevas formas de «caridad» privadas. Sin renta, sin ingresos, no hay posibilidad ni siquiera de jugar a captar algunas migajas del consumismo del mundo capitalista. Se quedan fuera y, aún peor, el sistema va identificando a esta gente como un coste que, más tarde o más temprano, habrá que superar. Si esto ha ocurrido siempre en el Tercer Mundo, con ingentes cantidades de población luchando únicamente por una supervivencia difícil, también ha terminado por formar parte de la realidad menos reluciente del Primer Mundo, donde las bolsas de miseria de sus grandes ciudades ya no pueden ni tan solo ser maquilladas por lo que queda del Estado del bienestar. En este contexto, las élites internacionales con sus bien regados centros de estudios, plantean el problema de la superpoblación como una cuestión generada por una pobreza demasiado prolífica en la procreación y abogan por planes de reducción demográficos que permitan recuperar la «sostenibilidad» poblacional. Lógicamente, el mundo a reducir lo ven en África o en Asia, pero en ningún caso al Primer Mundo. Obvian dos cuestiones básicas. La pobreza, la gente «superflua» no tiene que ver con un exceso de población, sino en un sistema que lleva a una desigualdad extrema en la distribución de la renta. Que de eso llora la criatura. La otra cuestión no menor, y a veces somos poco conscientes de ella, las mayores densidades de población no están en el Tercer Mundo, sino al Mundo Occidental.
De todo ello habla de manera contundente Ilija Trojanow. En El hombre superfluo (Plataforma Editorial, 2018), el escritor búlgaro desmonta los tópicos interesados que proclaman los medios sobre unos problemas de exceso poblacional que, en realidad, son los problemas inherentes a un capitalismo tardío que lleva a una concentración de la riqueza como nunca se había conocido, lo que pone en cuestión su propia subsistencia. Nuestra sociedad y el sistema económico estaban fundamentados en el trabajo. La paradoja actual es que hemos ido a una sociedad de trabajadores sin trabajo. La carencia de todo aumenta en segmentos cada vez mayores, a los que incluso se les impide «distraerse», que había sido la compensación sobre la que sostener un sistema de inequidad. A veces olvidamos que, de hecho, seguimos viviendo en un régimen demográfico de tipo malthusiano, a pesar de producir de manera ingente por encima de las necesidades del conjunto de la humanidad. 1.000 millones de personas sufren hambre y para algunos centros de estudio como el del magnate televisivo Ted Turner, hay que generar una política demográfica contractiva y volver a un mundo que, en ningún caso, supere los 3.000 millones de habitantes para, afirman, recuperar la sostenibilidad medioambiental. Un cinismo que, de hecho, lo que persigue es devolvernos a una Edad Media tecnológica donde la élite podría volver a comportarse como la antigua aristocracia. Para Trojanow, el atractivo que tiene para mucha gente la serie The Walking Dead y el mundo de los zombis tiene que ver en el hecho de que cine y televisión lo que hacen es reconciliarnos con el horror de la distopía light del presente.