Hubo un tiempo en el que se pedía a los políticos que supieran comunicar lo que pretendían y hacían, ya que al no hacerlo a veces las cosas no se entendían bien, no se disponía del contexto necesario para comprenderlas. Saber comunicar resultaba un valor añadido a la capacidad política, que significa construir proyectos posibles a partir de necesidades y demandas de la sociedad, y saber llevarlos a buen término. Durante siglos, ha habido grandes políticos sin capacidad ni medios para explicarse muy bien, y demasiado a menudo más que para ser entendidos, algunos han apostado por ser temidos, un lenguaje este que entiende todo el mundo. «Política es pedagogía» afirmaba hace más de 50 años un eminente político socialista catalán. Pedía a la práctica política un esfuerzo por explicarse y para hacerse comprensible, y no sólo en términos de lenguaje, sino también como ejercicio de transparencia a la vez ideológica y posibilista. Esto quería decir, antes del predominio abrumador de los medios de comunicación, hablar de manera elocuente y escribir buenos artículos de cara a convencer y liderar unos ciudadanos que ejercían como votantes. Los últimos treinta años, con eso que se llamó la crisis de las ideologías -que en realidad quería decir la hegemonía de una de ellas-, a menudo se acusaba a los cargos políticos, especialmente si eran del propio partido, de hacer «sólo gestión», aduciendo que tomar decisiones por más adecuadas que puedan resultar, si no se explican «políticamente» acaban siendo escasamente rentables para quien las toma. La máxima era, «hacer, sí, pero que se sepa». Especialmente para las izquierdas, no había acción política válida sin el marco ideológico referencial que la explica y le da sentido. Gobernar se trataba de que fuera algo más que administrar.
Pero los tiempos han cambiado, y aún más la política, la cual parece haberse incorporado de manera plena en el sector del espectáculo. Los marcos ideológicos continúan desaparecidos, sustituidos si acaso por una terminología empobrecedora que sólo trata de la posición física en el espacio intergaláctico: encima-bajo, arriba-abajo, pueblo-élite… Se ha impuesto el populismo a derechas e izquierdas -¿qué política no es populista hoy?- y ya sólo se apela a pulsiones emocionales y a la conformación amigo-enemigo que, afirman, es el que induce a la acción. No hay por tanto proyecto político más allá de emocionalidades variables que llaman más a la pulsión tribal que a el uso de la Razón, pero tampoco tiene ya mucha importancia si, mientras tanto, se gestiona o no. De hecho mejor no hacerlo, pues se podría caer en alguna contradicción. Ahora toda política es la construcción de un «relato» que, para hacer que se convierta en hegemónico, hay que disponer de un plan y de los recursos de comunicación adecuados. Ya no cuenta lo que se piensa hacer, y menos que se hace. Se trata de construir una narrativa adecuada, con frames precisos, para terminar conformando la realidad. O al menos esa «realidad» que convenientemente «propagandeados» por tierra mar y aire, acabaremos por hacer nuestra. Ahora más que nunca, «el medio es el mensaje». Por eso no es de extrañar que cuando se conforman gobiernos, tanto en Cataluña, en España como en Sildavia, la batalla entre e intrapartidos es sobrequien se hace con el control de los medios de comunicación públicos y con los resortes de compra de voluntades de los medios privados. En Cataluña ERC y PDCAT se han repartido TV3 y Cataluña Radio de manera nada discreta. Para apoyar Pedro Sánchez, parece que a Podemos sólo le interesaba hacerse con RTVE, y se la han dado. No se compite a degüello para explicar mejor que se hará en las consejerías o ministerios, sino para convertirse en el creador de un relato que, de hecho, es lo único que se hará. Bueno, en medio se producirán algunos fuegos artificiales que tengan carga simbólica para poder sostener la narración. Ah, pero que todo siga básicamente igual.