La dimensión y calidad del espacio público suele definir la salud de un sistema democrático. El espacio público es el espacio común, el ámbito compartido donde se practica y se fortalece la noción de ciudadanía. Las sociedades más avanzadas valoran y cuidan mucho los ámbitos de sociabilidad. Las plazas y calles no son sólo espacios no privados que tienen la función puramente instrumental, mecánica, de facilitar que nos desplacemos entre el trabajo y el hogar. Aunque hagan la función, no sirven sólo de lugares donde ir de compras, al cine o a la escuela. Son nuestra geografía, nuestro referente y el ámbito donde nos relacionamos e interrelacionamos con los otros, conforman más que nada nuestra identidad. Justamente las ciudades orgullosas de constituir una ágora se cuidan mucho de preservar y mejorar el espacio público, pero sobre todo de asegurar que sea un espacio de todos, en el que todo el mundo se pueda sentir acogido y cómodo, evitando que grupos de personas, estéticas o creencias se lo puedan apropiar, actuar como que les es algo propio de manera exclusiva, ahuyentando así otras personas o grupos que forman parte de una imprescindible variedad. Y es que precisamente lo que se define como «público» debe ser a la vez de todos, pero no de uso privativo de nadie en particular. Se deben poder expresar todos, pero nadie tiene el derecho de monopolizar y convertirlo en un lugar extraño para los demás. Justamente un aspecto básico del comportamiento democrático, y de las sociedades que quieren conformar, es la consideración a los otros, en la diversidad y la pluralidad, no sólo practicando una obligada tolerancia, sino y especialmente el respeto. Es esta una actitud que actúa como un signo de distinción de que se valora por encima de todo la libertad. En el espacio común deben poder expresarse, y bueno es que lo hagan, todo tipo de ideas, preocupaciones, anhelos, malestares o protestas. Es lugar para hacerlo. Pero el derecho a ejercer la expresión pública no debería servir para ocupar lo que es común de manera total e indefinida, haciendo que se sienta excluida de un lugar por definición compartido y de diálogo, el resto de la población. Si a veces algunos sectores de la ciudadanía, ya sea por exceso de fogosidad o por simple fanatismo olvidan cosas tan básicas, justamente a las administraciones les tocaría recordarlas y garantizar que los lugares comunes continúen siendo justamente eso, comunes.
Hay una Cataluña políticamente muy irritada que parece obviar alguno de estos aspectos fundamentales de la convivencia, y los que deberían mantener las reglas, preservar la ecuanimidad en el espacio público, parecen contribuir justamente a lo contrario. Es muy mala noticia que el Ayuntamiento de Vic facilite y promueva actos políticos en plazas y calles -es muy legítimo-, pero impida la celebración de otros de manera interesada, impropia y arbitraria. Todos los partidos democráticos deben tener el derecho a utilizar y a expresarse en el espacio público. A veces incluso se ha dejado hacerlo a formaciones dudosas en las convicciones democráticas, y me parece bien que haya sido así. ¿Qué razón sensata puede haber para no dejar que Ciudadanos pueda utilizar un espacio que se ha cedido, recientemente y de manera generosa, a otros? El hecho de ser a estas alturas el partido más votado de Cataluña no es el elemento clave, aunque añade irrealismo a la decisión del Ayuntamiento, ya que tendría derecho aunque hubiera sido el menos votado de todos. Todo esto dista mucho de ser anecdótico, como no lo es que haya quién se crea con el derecho de impedir y abuchear -e incluso enseñar el culo- a aquellos que no les gustan políticamente. Se ha perdido la cortesía y la consideración y algunas normas elementales de civismo. Y no es tan raro que esto ocurra, cuando ayuntamientos como el de Vic en lugar de dar luz, proporcionan humo. El Ayuntamiento de Vic, durante años y años, en lugar de ser la institución de todos que garantice que el espacio común se territorio de todos y preserve una cierta neutralidad y accesibilidad, se pasa por el forro las propias ordenanzas de civismo y no sólo deja sino que fomenta que la Plaza Mayor parezca «el corazón de la yihad», campanario del Ayuntamiento incluido. No es especialmente una cuestión estética. Es un tema de libertad, pluralidad, decencia y, sobre todo, de respeto.