Hay un anglicismo por todo. Y parece mentira como cambian las cosas cuando en lugar de decir lo que realmente significan, usamos la conceptualización anglosajona y así, lo que es una definición de precariedad laboral casi parece algo interesante y glamourosa. La economía de los «pequeños encargos» se está imponiendo en un mundo hipertecnológico en el que la mayor sofisticación técnica va ligada a la degradación de las condiciones y salarios en que cada vez más se está obligado a trabajar. El capitalismo actual -también los teóricos y políticos que el defienden-, considera que los vínculos laborales continuados que generan derechos y deberes por ambas partes contratantes, han quedado obsoletos. Desaparece el concepto «lugar de trabajo» para ir hacia un más laxo de «prestación de servicios», en el que ya no hay obligaciones por empleador, paga salarios mucho más bajos y así la disminución de costes acaba repercutiendo en márgenes de beneficios mucho más elevados. Está claro que por el trabajador convertido ahora en un «colaborador circunstancial» las cosas empeoran notablemente, ya que pierde cualquier noción de seguridad y de continuidad en trabajo y salario, que son aspectos imprescindibles para construirse cualquier pretensión de vida independiente y autónoma . La remuneración, sin un marco definido de relaciones laborales, deriva en poco más que en una compensación en forma de limosna. A los jóvenes se les dice que se vayan acostumbrando, pues los próximos años el binomio letal que significan la deslocalización y la robotización acabarán con casi el 50% de los empleos.
Las malas noticias y las ínfulas de mayor explotación por suerte en nuestro mundo siempre están los encargados de proporcionar una versión edulcorada y en positivo. Como escribió John K.Galbraith, para satisfacer la avaricia de las clases dominantes, siempre hay algún economista dispuesto a construirles una doctrina adecuada. Se nos dice que de lo que se trata, en la economía moderna digitalizada, es que todos nos convertimos en emprendedores y empresarios de nosotros mismos, que ganamos «empleabilidad» y nos hacemos una marca -personal branding, llaman-, que nos deberá permitir pasar a formar parte del ejército de gente que puede recibir encargos ocasionales a la manera de los músicos que van a hacer un «bolo» y se vuelven a casa al terminar. No aclaran que hay que aceptar cualquier condición, estar dispuesto a todo y pagar el porcentaje a la empresa intermediaria que nos deberá proporcionado. Todos acabaremos trabajando freelance, como si fuéramos músicos. Haremos multitud de microtreballs que más mal que bien nos permitirán movernos poco más allá del estricto supervivencia, esperando un golpe de suerte ligada a una idea innovadora, que de hecho la inmensa mayoría no le llegará nunca. El cinismo del que hacen gala los inspiradores de este sistema los lleva a argumentar que es sensacional, que nos proporciona una nueva relación con el trabajo, que labora cuando queramos, que nos podremos organizar la vida y nuestro tiempo según nuestros deseos … En realidad, significa estar siempre dispuesto a trabajar de lo que sea por malviure’n, a beneficio de las plataformas intermediarias que ya florecen en internet y de unos contratistas ocasionales que harán honor a la ya antigua dicho del presidente de Nike: una empresa necesita una buena marca pero, sobre todo, cargar con muy pocos trabajadores.
Escribo esto la tarde del 1 de mayo. Las reivindicaciones y mensajes de unas manifestaciones sin duda necesarias, me resultan fuera de lugar, antiguas. Los sindicatos ya parecen sólo representar lo poco que queda de los trabajadores estables, en defensa de unas seguridades y prerrogativas que ven amenazadas. Probablemente los mismos sindicatos deberán jubilarse con ellos. No veo quien representa a la masa de outsiders que se han de buscar la vida en el mundo del no-trabajo, ni tampoco a nadie que elabore una narrativa explicativa del porqué se están liquidando los mecanismos esenciales de una imprescindible redistribución de la riqueza.