La política está especialmente removida en Europa y en buena parte del mundo occidental. La credibilidad de las fuerzas tradicionales está bajo mínimos y el apoyo electoral que reciben en franca decadencia. Parece que se lo ha ganado bastante a pulso la derecha conservadora, pero también la izquierda tradicional. Además de haber tenido comportamientos que los han degradado los ojos de los votantes, han sido incapaces de mantener los valores de cohesión y progreso compartido que habían sostenido durante los años de la alternancia y de construcción y mantenimiento del Estado de bienestar. La derecha de toda la vida con la apuesta neoliberal ya hace tiempo desconectó de la sociedad y la realidad para dedicarse sólo a dar cobertura a los insaciables instintos de saqueo de unas nuevas clases dominantes que ya no quieren permitirse la existencia de clases medias. Mientras tanto, la socialdemocracia optó por unas terceras vías y desplazarse hacia el centro dejando de ser representación e identificación para las clases populares. Ya no eran ni son alternativas a los ojos de un progresismo desnortado. Y la política, como la física, tiene horror al vacío. Los espacios y la falta de representación y de relato, la ocupan nuevos actores y no siempre se mejora con el cambio. Ha llegado la «nueva política», pero las propuestas de la cual, en demasiados casos, son intereses y proyectos muy viejos, revestidos con indumentarias vistosas y llamativas, más demagógicas que efectivas, y con pulsiones autoritarios cuando no directamente repugnantes.
Lo que acaba de pasar a las elecciones italianas es bastante representativo de los actuales tiempos de predominio de la «ligereza política» y probablemente retrata aunque de manera descarnada, a la italiana, lo que sucede y se irá produciendo en toda Europa. Los problemas de fondo son más o menos los mismos y las sociologías bastante similares. Aunque los resultados de Italia se describen como un «terremoto», en realidad no son sino la acentuación de lo que hace tiempo iba aconteciendo. Triunfo de un populismo de derecha extrema a la mitad Norte del país, con el neofascismo de la Lega liderando una coalición conservadora en la que también está Berlusconi. Han captado el voto de las clases medias y populares afectadas por los efectos y temores que ha generado la crisis, apostando por el voto del miedo insolidario frente a la inmigración, la globalización y la tecnocracia de Bruselas, así como con el señuelo de la rebaja de los impuestos. Planteamiento donde confluyan pulsiones del fenómeno Le Pen, Trump, el Brexit y el euroescepticismo. Y triunfo de un, digamos, populismo originariamente de izquierdas ahora bastante descafeinado, en la mitad Sur del país, del movimiento M5S que fundó el cómico Beppe Grillo. El Mezzogiorno olvidado y empobrecido en una Italia dominada por el Norte, ha hecho un salto sólo aparente de pasar de votar masivamente la Democracia Cristiana de Andreotti que le condenaba a perpetuar su atraso, a decantarse masivamente por el conocido como partido del «Vaffanculo» -que significa literalmente que se vayan a tomar por el culo-, hartos de encabezar los rankings de las regiones con más paro y exclusión social de todas las de la Unión Europea. Un típico partido anti-establishment, falto de programa político, que pesca votantes a derecha e izquierda y que tiene un discurso antieuropeo y que ha incorporado el rechazo a la inmigración y algunas pulsiones autoritarias típicamente de derechas. Se ha llevado globalmente una tercera parte de unos votantes italianos, mientras muchos de ellos como ocurre cuando se degrada de la política, se han quedado en casa.
La situación política de Italia, después de las elecciones, es incierta y la gobernabilidad extremadamente difícil, destacan los analistas, ya que no hay mayorías consistentes ni a derecha ni a izquierda para sostener gobiernos duraderos. A mí la situación me parece más preocupante que a la inestabilidad parlamentaria que pueda haber. El problema en Italia y en tantos otros lugares no es ni de aritmética ni de geometría de los actores políticos. Lo veo más como una crisis profunda que afecta a la política y al sistema democrático. Tiene que ver con el descrédito autogenerado, pero también por la actitud de una ciudadanía que tiene la sensación de que la política ya sirve para poco más que ser el ámbito donde hacer espectáculo y proyección de todo tipo de frustraciones, resentimientos y prejuicios.