El independentismo ha situado la política catalana en territorio de conflicto permanente con el Estado. A estas alturas las diversas familias que conviven y que se soportan de mala gana en El Procés, manifiestan tener un auténtico horror a tener que gobernar y de hecho no disponen de ningún proyecto político común para hacerlo, y diría que tampoco cada uno de ellos en el ámbito particular más allá de «construir República», lo que en realidad es como no decir nada. Nadie como el soberanismo catalán ha hecho nunca tanto para desprestigiar la política y el autogobierno a base de demostrar su ligereza y también su vacuidad. Ya llevamos unos años sin manejar las cosas que realmente influyen sobre la vida de los ciudadanos. Hasta ahora, sin embargo, la ocupación del poder era realmente efectiva, aunque no se preocupara de gestionar desarrollando un programa político definido. Por lo que se ve, ahora ya ni eso. El país ha vivido de renta, de un empuje que llevaba del dinamismo anterior a la crisis, pero a estas alturas el ahogo y el desperdicio de oportunidades ha convertido en terminal. Ciertamente había una sociedad civil que suplía los déficits de una política que ya hace décadas ha priorizado los gestos más que las estrategias de desarrollo elaboradas y sostenidas. Hablo de la sociedad civil real, no la que la política inventa para promover la agitación y la propaganda. Inestabilidad política, pero sobre todo la falta de responsabilidad política, se quiera aceptar o no, provocan la fuga de empresas y de inversiones, contraen el consumo y terminan por fracturar la sociedad. Hay gestualidades que satisfarán la condición «rebelde» que sienten y se permiten ahora las clases medias y algunas de adineradas del país, pero el daño reputacional y social que provocan es inmenso.
Creo que a estas alturas ya somos muchos los que hemos desconectado de este zigzag demencial con que nos intenta hacer comulgar el movimiento independentista. Han pasado diez semanas de las elecciones que los legitimaban a hacer un gobierno, pero parece que no tengan demasiado interés por recuperar de verdad el autogobierno que se decidieron jugar a la ruleta rusa. La obsesión legitimista con Puigdemont, además de notoriamente absurda, todo el mundo sabe que no lleva a ninguna parte más allá de eternizar el conflicto y no gobernar el país. Que el Parlamento se reafirme con una DUI que fuera del hemiciclo todos han negado como veraz es de una ridiculez que mata, como lo es pretender que la solución pasa por designar Presidente un preso que será inhabilitado en pocos meses, al cual se le pretende sustituir por nuevos encausados que se irán relevando hasta el infinito. Resulta infantil, inútil y un perjuicio incalculable para un país que afirman querer tanto. Lo mismo ERC que el PDCAT afirman con boca pequeña que Cataluña necesita un Gobierno de verdad, pero les falta la valentía necesaria para decir que se ha terminado el juego de los disparates de presidentes no presenciales, de comparecencias en plasma, de dobles institucionales y de territorios libres en Bélgica. También les falta, y no es menor, un programa de Gobierno que responda a los múltiples temas que como la sanidad, la educación, la dependencia o el modelo productivo; necesitan de una estrategia y unas políticas concretas en las que no parecen coincidir demasiado. No es lo mismo la privatización de servicios públicos que ya iniciaron algunos, que optar por su reforzamiento y ampliación. Que la discusión en los intentos de construir un acuerdo haya sido exclusivamente sobre quién se hace con el control de la comunicación gubernamental o como se reparte -quien controla TV3, Catalunya Radio y las subvenciones a los medios privados- es bastante indicativo de su concepción de la política, y del gobierno como la disposición de una gran aparato de propaganda, convencidos de que con ésta se puede seguir teniendo una buena parte del país obnubilada por una fantasía -proporcionar-un relato, se le llama ahora-, y así el modus vivendi continúe siendo operativo.