Leo que Donald Trump acaba de afirmar públicamente que la solución a los tiroteos dramáticos que desgraciadamente abundan en centros educativos de Estados Unidos no se resuelven limitando el acceso de los particulares a las armas de fuego -tan fáciles de obtener en esa sociedad-, sino armando los profesores, los cuales deberían ser adiestrados de manera conveniente en el uso de estas herramientas sofisticadas. Se necesita tener inconsciencia y descaro para decir esto, además, en una recepción con los familiares de las últimas víctimas ocasionadas por un adolescente enloquecido en un instituto de Florida. Reconozco que la imagen de un profesor entrado arma en mano en el aula no es que me parezca inverosímil, es que me resulta casi surrealista. La idea de educar mediante las armas es en ella misma una contradicción insuperable. Cuando los enseñantes nos quejamos de que a veces tenemos que hacer de policía en el aula, solemos decirlo como una metáfora, en un sentido figurado, pero difícilmente se nos ocurre imaginarlo en términos reales. Dudo que con armas sobre la mesa progresaran mucho los procesos de aprendizaje, que los estudiantes nos escucharan más o que mejorásemos los resultados del sistema educativo en los informes Pisa. Lo que conseguiríamos, seguro, es que la mortalidad en los centros de enseñanza se disparara de manera notoria, fuera de forma voluntaria o accidental, que las armas, como se ha dicho toda la vida, «las carga el diablo» y si están muy cerca siempre habrá quienes las utilizen.
La realidad es que en Estados Unidos, la posibilidad de que cualquier persona, sin ningún tipo de control ni demostración de capacitación, pueda comprar armas y, como en muchos casos, acumulando auténticos arsenales en casa termina por generar una cantidad de situaciones dramáticas que parece increíble que se siga permitiendo tan alegremente un país civilizado. Las armas, y sobre todo cuando están abundantemente en manos de particulares, no disuaden de la violencia sino que la provocan y la estimulan. Está sobradamente demostrado. Pero en Estados Unidos la capacidad de lobby de la NRA (Asociación Nacional del Rifle) de impedir no sólo su prohibición, sino incluso su limitación de venta a personas que acrediten salud y estabilidad emocional o bien restringir la venta de armamento automático y semiautomático de guerra, acaba por resultar siempre bloqueado. Ni Obama lo consiguió. Financian abundantemente las campañas electorales y con ello blindan sus intereses sus poderosos fabricantes y comerciantes. Las cifras estremecen. Hay 300 millones de armas de fuego en manos de particulares, las cuales están repartidas entre un tercio de la población civil. No sólo pistolas, sino tantos fusiles ametralladores como para invadir todo el continente americano. Se producen unos 35.000 muertes al año por su uso, 3.000 de los cuales son niños o adolescentes. Como mínimo se produce un tiroteo masivo con víctimas cada día, y el balance medio es de 3 muertes cada hora debido a armas de fuego si contabilizamos también los disparos policiales.
A menudo se argumenta que la posibilidad de armarse en los Estados Unidos es una tradición que está consagrada en su constitución. Esto es cierto, pero la famosa Segunda Enmienda a la que se hace referencia, está fechada en 1791, cuando en el país recientemente independizado no había ejército ni policía, y la necesidad de autodefensa era grande en un territorio inseguro en el que se practicaba una violenta colonización interna y donde en las costas aún tenían que hacer frente a las incursiones de la piratería. A veces la apelación cínica a la libertad, como se hace para mantener esta práctica y este negocio bien arraigado, no ha hecho sino generar monstruos. Armarse privadamente no disminuye la delincuencia, sino que la aumenta al igual que la siniestralidad. Una buena parte de los amantes de las armas en casa, son gente poco equilibrada o trastornada, «raritos» que fantasean con la posibilidad de hacer una matanza que o bien los saque del anonimato y les proporcione sus cinco minutos de gloria, o bien les permita dar salida a su resentimiento de forma atroz. Y a veces lo acaban por hacer. Dice la estadística americana, que es seis veces más probable que un arma de fuego guardada en casa se utilice contra un familiar que contra un intruso. Yo, por si acaso, seguiré entrando en las aulas a las sólo armado con algún conocimiento escaso, que me parezca que vale la pena de transmitir.