La «uberización» de la universidad

Ya hace tiempo que la precarización laboral progresa casi en todos los ámbitos favorecida por una cultura empresarial que la promueve y una legislación laboral que la ampara. Las empresas operan como si el éxito radicara en constituirse en estructuras etéreas sin apenas trabajadores fijos. Curiosamente, cuanto más se habla de la importancia del capital humano, del conocimiento y de hacer una adecuada gestión del talento, más se laminan los puestos de trabajo estables y aún más se reducen las remuneraciones salariales. Cuando no hay seguridad ni pleno empleo se aprovecha la ocasión para arrodillar a los empleados, convirtiendo costes que eran significativos y fijos en variables y menguantes. Afirman los modernos gestores que es para tener mayor capacidad de adaptación a los cambios y para ser más competitivos, pero en realidad es para hacer una distribución diferente del ingreso y mudar de beneficiarios las retribuciones salariales. Es la lógica del mundo neoliberal, un juego de «trileros» en el que no se ahorra, sino que sencillamente se hace un reparto diferente de los recursos.

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También las universidades ya hace tiempo que han ido evolucionando hacia el método del low cost, no para ser más baratas o accesibles económicamente para los estudiantes, sino que en el marco de su crisis institucional y sobre cuál debe ser en realidad su función, también se ha terminado por imponer una general cultura del simulacro. La no-ideología dominante ya hace tiempo empezó a poner en duda que estas instituciones tuvieran la función de proporcionar formación intelectual sólida y promover el conocimiento, en nombre que su aportación debía ser profesionalizadora, formando sólo empleados en función de las demandas específicas de la economía y del mercado laboral. Una visión bastante pobre sobre el saber y sobre la condición humana, cabe decirlo. Así, se fueron creando todo tipo de titulaciones que poco tenían que ver con áreas de conocimiento, en las que junto con una afluencia masiva de gente preparada para estar y mucha otra que no, se les proporcionaba un cierto conocimiento aplicado-práctico, lo llaman- que garantiza sin mucho esfuerzo salir con un diploma manteniendo notables niveles de ignorancia. Se pueden hacer las matizaciones que se quieran, pero las universidades ya hace tiempo que sobresalen más como lugar de entretenimiento para postadolescentes y expendeduría de titulaciones, que como àmbitos exigentes donde acceder a una buena formación intelectual.

En el proceso de redefinición de las instituciones universitarias, el menosprecio y el poco valor otorgado al profesorado -ahora lo llaman PDI, como si fuera una enfermedad exótica- ha sido clave. Cada vez es menor el personal universitario que dispone de las condiciones salariales y contractuales para vivir con dignidad de este trabajo y poder hacerlo a tiempo completo. La figura del profesor asociado, exageradamente mal pagado y sin continuidad, es ya a estas alturas dominante en las universidades catalanas y españolas. Las mentes pensantes, no valoran los efectos de esto sobre la actividad docente, porque esta función ha perdido cualquier significación en un mundo en el que predomina el conocimiento superficial y descontextualizado, la trivialidad tecnológica y la marca personal que te pueda facilitar empleabilidad. Todo el ahorro en costes de docencia -yo diría empobrecimiento- no abarata precios, ya que lo que se hace es desplazaron los recursos hacia el marketing y hacia la conformación de densas y costosas estructuras de gestión. Y esto sucede casi por igual a las universidades privadas, algunas de las cuales ya nacieron con esta cultura a pesar de la buena reputación de la que gozan, pero también es la dinámica de buena parte de las universidades públicas, a las que los recursos que se les destinan no han hecho sino disminuir progresivamente. En estas últimas, a día de hoy el 60% de los profesores son contratados y sólo el 40% funcionarios. Casi la mitad de los contratados lo son en la categoría de asociados, con salarios que oscilan entre los 300 y los 600 euros mensuales. En el liberalismo digital en el que estamos instalados, poco valor se da al conocimiento y a la creación de contenidos como evidencia como se trata a los que operan en ello. En el mundo Uber, sólo importa la plataforma y todo se convierte en leve, aparente, efímero y truculento.

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