Contener el rebaño digital

Los que nos dedicamos a la docencia, sabemos mucho del carácter invasivo de los dispositivos móviles, los cuales se han convertido no en un órgano más del cuerpo de los jóvenes, sino probablemente en el más importante. La posibilidad de acceder constantemente y de forma inmediata en internet y las redes sociales está cambiando y mucho el comportamiento de los individuos, y especialmente entre aquellos que llamamos los «nativos digitales». La dependencia incontrolable y enfermiza de esta prótesis tecnológica, sin embargo, no sólo lleva las conductas hacia lo que antes habríamos llamado mala educación por la desconsideración hacia los demás que le es inherente. Cambia los hábitos, el acceso el conocimiento, la capacidad de reflexionar, encierra en un burbuja, hace confundir la vida digital con la vida real, acaba con la privacidad, induce a un exhibicionismo estúpido, favorece la superficialidad, nos distrae a base de anécdotas, todo se convierte en un juego… La atención dividida en la que viven de manera constante los adictos al smartphones, tiende a generarlos estrés y al mismo tiempo ansiedad cuando se agota la batería o se pierde la cobertura, acaban creyendo que lo tienen todo a su alcance por medio sólo de un clic, desprecian la adquisición de conocimiento pues lo creen innecesario cuando todo está en la red y lo ven como una rémora de la cultura libresca que aspiran a que desaparezca. Vivir en las redes sociales hace perder la noción de la realidad y creer que en la comunidad de Facebook son todos ellos amigos nuestros. Podemos estar constantemente conectados e interactuando en la red, pero a la vez estar inmensamente solos. Las informaciones que recibimos convenientemente seleccionadas y personalizadas por los algoritmos de las grandes plataformas como Google, la mayoría son sesgadas según el perfil que se ha hecho de nosotros, cuando no directamente rumores infundados o vulgares falsedades. Como hemos ido abandonado la vieja e insustituible costumbre de hablar en persona, algunas universidades americanas ya están introduciendo en sus planes de estudio seminarios para «aprender a conversar». ¿Qué sociedad puede existir sin conversación?

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El mundo educativo, siempre tan pragmático, ha intentado durante tiempo hacer de la necesidad virtud incorporando las «nuevas tecnologías» en el aula y en la actividad formativa. Globalmente el fracaso ha sido estrepitoso, y no ha hecho otra cosa que «naturalizar» la dependencia absoluta de jóvenes y adolescentes respecto a la pantalla inteligente y un hecho aún más crucial: el medio es más que en ningún otro caso, el mensaje. El abuso del instrumental digital cambia la manera de pensar y reconfigura nuestro funcionamiento neuronal. Reputados neuropsicólogos están advirtiendo sobre esto. La pérdida de la capacidad de atención y para la lectura pausada y profunda no es una anécdota, ni hábitos que se puedan sustituir por utensilios tecnológicos. Nos induce a comportarnos de manera compulsiva, saltando de novedad en novedad, sin pausa ni tiempo para la reflexión. Todo ello, no son sólo efectos colaterales que se pueden corregir, forman parte de la naturaleza y de las pretensiones de negocio de las grandes plataformas tecnológicas, que ostentan regímenes de monopolio, y de las que hemos pasado a depender en todos los sentidos. En nombre de la libertad y de las «grandes posibilidades» de Internet estamos deviniendo completamente gregarios, previsibles y encarcelados por los algoritmos. En Francia, el presidente Macron es el primer gran dirigente que se atreve a empezar a establecer algunas necesarias regulaciones para evitar la pérdida de libertades individuales que está comportando el mundo de Internet. De momento se legisla para combatir la propagación de «fake news» en la red y al predominio organizado de los argumentos de la postverdad, responsabilizándose su control a las grandes compañías que operan y los esparcen. De manera paralela, se ha prohibido por decreto a partir del próximo curso el uso de los teléfonos móviles en las instalaciones escolares. Crear espacios libres de la omnipresencia distorsionadora los aplicativos que distraen e impiden la concentración, la tranquilidad y la posibilidad de conversación resulta, aunque parezca paradójico, un gran progreso.

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