En un país muy acostumbrado a escuchar barbaridades, no es de extrañar que sobre los resultados electorales tengamos que oír todo tipo de valoraciones, cual más surrealista. El 21D, sin embargo, nos da un retrato incuestionable: la sociedad y la política catalana están profundamente divididas por la mitad. Respecto a elecciones anteriores no han variado sustancialmente los números globales, pero sí una mayor hegemonía de las posiciones más extremas dentro de los bloques. A la victoria de Ciudadanos algunos no le dan ninguna importancia, pero aunque sea a nivel simbólico, expresa que, más que nunca Cataluña no es ni mucho menos «un solo pueblo». Que en el bloque del Sí haya contado más el desafío desde Bélgica que los intentos de reconducción de su estrategia hacia posiciones más realistas, dificulta cualquier intento de transversalidad política. Quedaba poco espacio para equidistantes, como también por los que abogaban desde el constitucionalismo por superar la lógica perversa de las dos Catalunyas confrontadas. El país se encuentra en un callejón sin salida ciertamente complejo para encontrar vías de solución. El laberinto en que nos ha metido la ilógica política de los últimos años, no tiene como en el caso de Ariadna un hilo que permita volver a la casilla de salida. El independentismo puede argumentar que tiene una mayoría parlamentaria legítima para hacer Gobierno, porque a pesar de sólo tener el 47% del voto, la ley electoral vigente se lo facilita. No representan, sin embargo, una mayoría ciudadana como para hablar de «mandato popular» y reivindicar recuperar la república en quiebra. Tampoco Puigdemont puede hablar de apoyo mayoritario. Ha tenido mucho más de lo que nadie esperaba, pero ha quedado en segunda posición y con un 21,5% de los votos. No hay plebiscito que se gane con estos datos, porque si fuera así la presidencia debería ser automáticamente para Inés Arrimadas y su 25,5% de los votos. Como tampoco los apoyos electorales invalidan responsabilidades, delitos o procesos judiciales abiertos. A pesar de ser preocupante, más que el resultado electoral resulta inquietante la burbuja, el estado puramente imaginario en la que está instalada una parte de la ciudadanía, inducida desde algunos liderazgos políticos.
Los resultados electorales no restituirán automáticamente los cargos institucionales que había antes de la aplicación del 155, ni impedirán que este artículo se vuelva a aplicar en caso de vulnerar de nuevo el tablero de juego que fijan el Estatuto y la Constitución. Los que han rehuido las citaciones judiciales probablemente serán encarcelados y no existen salvoconductos para llegar al Parlamento y al Palau de la Generalitat. No estamos en la Edad Media. Esto, guste o no, tiene que ver con el predominio del Estado de Derecho. Tampoco se puede ser y menos ejercer de Presidente de manera telemática -ni de diputado-, desde la cárcel o con largos y complejos procesos judiciales abiertos. Quizás sería hora que los partidos independentistas optaran por la cordura política que parece claro que no tienen -al menos algunos- de sus dirigentes. No se puede vivir tan fuera de la realidad y condenar a la ciudadanía catalana a habitar en un país tan extraño y decadente, donde se ha hecho del surrealismo el máximo distintivo. Aunque cueste, habría que aceptar y afrontar que, a estas alturas, más que problema de encaje Cataluña-España se ha derivado hacia un problema interno de división profunda de Cataluña. Si hay algo absurdo a día de hoy es emplazar a Rajoy para que se asiente a negociar. Aparte de no lo hará, lo que parecería razonable es que fueran los cuatro grandes partidos catalanes (Ciudadanos, PDCAT, ERC y PSC) los que se sentaran, el tiempo que fuera necesario, para encontrar los mínimos comunes denominadores que hagan posible superar un bloqueo tan empobrecedor aceptando que el país y las instituciones son de todos y nos deberían representar a todos. Justamente en los países con cultura democrática más avanzada, cuando los grandes partidos o sus grandes bloques se encuentran en una situación de empate técnico o bien los problemas son de gran calado, se opta por pactos aunque pudieran parecer contra natura. Pero para ello harían falta políticos que, justamente, tuvieran dimensión de estadistas. Y de eso me parece que estamos bastante faltos.