La vacuidad de la política

Tradicionalmente la política ha sido una mezcla, una combinación más o menos equilibrada entre el desarrollo de proyectos que requieren de abundantes dosis de gestión, mezclados con elementos simbólicos, discursos que creen un imaginario y faciliten el apoyo de al menos una parte significativa de la ciudadanía. Razón y emoción, gestos y acciones. Desde hace ya unas décadas el potencial de decisión de las instituciones políticas se ha ido debilitando, pues una parte creciente de los decisiones que afectan a nuestras vidas no se toman en este ámbito sino en el de la economía y, por tanto, gran parte de lo que realmente importa está más allá del alcance de nuestros representantes y de nuestro control. A medida que la política ha ido quedando desarmada de capacidad de acción, se nos ha presentado cada vez más como una actividad con mucha carga simbólica, con mucha gestualidad y abuso de relatos que intentaran disimular su inoperancia práctica. Mucho recurrir a elementos emocionales ante la incapacidad de presentarse con ninguna progresión práctica. La digamos que «gestión» de la crisis que comenzó en 2008, ha tenido mucho de eso: comentarios bienintencionados, promesas de que las cosas mejorarían, brotes verdes que se divisaban, reconocimiento de sus incapacidades y frustraciones…; un mundo sin pilotaje, como una barca a la deriva a merced de los intereses de aquellos que tienen capacidad para hacerlos valer. Dirigentes políticos, y Trump es un buen ejemplo, que se expresan y parecen hacer poco más que tuits. Creación de entornos imaginarios que poco o nada tienen que ver con la realidad tangible. Posverdad.

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Cuando la política es poco más que una representación teatral, cuando los liderazgos no se fundamentan en proyectos definidos sino en apelar a la sentimentalidad, cuando no se modifica ni se incide en la realidad desde las instituciones sino que sólo se generan mensajes que permiten a los receptores instalarse en una burbuja onírica, es inevitable que más tarde o más temprano se descubra la farsa. En Cataluña llevamos más de cinco años dibujando y redibujando hojas de ruta que nos tenían que llevar a la vida plena. Hemos ido superando, nos decían, pantallas sucesivas que nos habían de conducir a ganar la partida. Se nos han mostrado escenarios de grandeza prácticamente a tocar y de los que se iban construyendo los entramados necesarios que los sostendrían. Se nos ha educado e indicado el camino de una necesaria emancipación espiritual que nos tenía que transformar desde una mentalidad de personas sometidas a la condición de hombres libres. Se nos ha imbuido en la creencia ciega que la astucia de David resultaría invencible ante la fuerza bruta de Goliat. Se han establecido objetivos muy ambiciosos como asequibles, se nos decía, a un país tan poderoso y unos dirigentes tan abnegados y preparados. Hemos vivido, según dicen, incontables días históricos que formaban parte de los imprescindibles pasos de la procesión hasta tocar el cielo. Ha habido, retransmitida en directa, buenas dosis de la épica necesaria para construir el país nuevo -la república- de la que nos habíamos hecho merecedores. Europa y el mundo se rendirían a nuestros pies, tendríamos tantos socios y soportes como nos fueran necesarios, en un proceso impecable en el que no habrían efectos colaterales ni se resistiría la economía, y menos el bienestar de los catalanes. Alrededor de la mitad de la ciudadanía creyó a pies juntillas en este discurso, un «pueblo» entusiasmado por esta nueva frontera para Cataluña, mientras los nuevos gurús políticos y sociales disfrutaban de unos larguísimos cinco minutos de gloria.

Las farsas lo son, justamente porque acaban por poner evidenciar su carácter truculento. Que todo esto era un engaño, que no había nada más que un discurso que sostenía una gran estafa, no es que se haya puesto de manifiesto con el sainete final de El Proceso y su implosión -que lo ha hecho-, sino porque los mismos que lo han dirigido ahora confiesan impúdicamente que no era más que un envite de póquer y que no había ninguna estructura, ni tampoco el apoyo social, que pudiera sostener la creación de un nuevo estado que, de hecho, dicen, ni siquiera sabían cómo se construía. Era lógico pensar que después de todo, de haber destruido el país y sus instituciones, pedirían disculpas y se encaminarían hacia casa. Pero se ve que no, creen merecer una segunda oportunidad y se presentan a las elecciones. Y parece que incluso hay gente dispuesta a volverlos a votar.

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