Extraños en el paraíso

Paradise Papers. Oiremos hablar y mucho las próximas semanas, quizás incluso meses, de este nombre con connotaciones de club de carretera, de una filtración masiva de documentos que tienen que ver con los refugios fiscales. Hace un año y medio que pasó lo mismo con los «Papeles de Panamá». Nos escandaliza, condenaremos los nombres propios que aparecen, nos haremos cruces de cómo los ultrarricos que a veces admiramos y quizá seguimos en Instagram nos empobrecen a todos. Los gobiernos de la Unión Europea harán afirmaciones voluntaristas de que ahora sí que intervendrán y acabarán con estas prácticas, pero lo olvidarán y lo olvidaremos. Dentro de poco, quedará como una anécdota y sólo lo recordarán ellos activistas que ya hace muchas décadas que denuncian la perversión económica y moral que conlleva la existencia y la permisividad con este tipo de delitos. Hace bien el consorcio periodístico que lo publica, y seguro que es positivo que tomemos conciencia de que el problema de las finanzas públicas es de ingreso más que de gasto, y que los que deberían y podrían aportar más lo hacen de manera escasa o bien, sencillamente, dejan de hacerlo. Quizás incluso conseguiremos que el Gobierno actúe contra tan notorios defraudadores una vez está documentado y, seamos optimistas, que los foros internacionales de países, aunque sea por vergüenza, compliquen un poco la vida a la ingeniería financiera y fiscal tan bien organizada a la que pueden recurrir los que tienen mucho dinero. Desgraciadamente, el problema de fondo va más allá de unos pocos bufetes malignos que operan en pequeñas islas conocidas por su manga ancha en temas societarios y fiscales. Los refugios fiscales -se utiliza el nombre de «paraíso» justamente para quitarle connotaciones negativas- no son una anomalía combatida o la apuesta poco moral de unos pequeños estados insolidarios con los que no hay nada que hacer. Forman parte y están plenamente incardinados en el capitalismo contemporáneo, constituyen un instrumento necesario del sistema económico y financiero mundial.

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En España, 33 de las 35 corporaciones del Ibex tienen y operan en sociedades ubicadas en paraísos fiscales. El mayor centro mundial offshore no es ninguna pequeña isla del Caribe, es la City de Londres. Irlanda y Holanda actúan como paraísos para las grandes corporaciones empresariales en Europa, sumándose a los tradicionales de Suiza, Andorra, Mónaco o San Marino. Incluso la Unión Europea está presidida por un político que impulsó notoriamente esta actividad, Jean-Claude Juncker, cuando era primer ministro de uno de los grandes refugios: Luxemburgo. Las mismas Francia o Gran Bretaña impulsaron estas prácticas fuera de sus fronteras, en islas que servían de zona de excepcionalidad tributaria. Hay más depósitos bancarios de origen francés en una calle de las Islas Caimán que en toda Francia. Algunos mandatarios anunciaron hace unos años que «la era del secreto bancario ha terminado». Sarkozy incluso hablaba de «refundar el capitalismo». Palabras. Los paraísos florecieron después de la Segunda Guerra Mundial, y se han continuado expandiendo hasta hoy, para proporcionar válvulas de escape a los grandes capitales y las grandes fortunas familiares, para evitar actitudes reactivas hacia los estados sociales que se desarrollaban. Son instrumentos establecidos, especializados e interrelacionados con toda la economía y las finanzas internacionales. Los paraísos, como el fraude fiscal, no son un accidente o una anomalía. Son el gran instrumento de acumulación y depósito de la riqueza con mayúsculas. Tax Justice calcula que los 10 millones de personas realmente ricas, disponen en estos lugares idílicos de unos 25 billones de dólares, es decir, el equivalente al 30% del PIB mundial. Para las élites económicas, globales o nacionales, no es raro defraudar o disponer de trusts en las Bahamas o donde sea. Lo que es pintoresco, es pagar impuestos. ¿O como creemos que se construye la disfuncional y pornográfica desigualdad existente?

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