Se atribuye a Tarradellas la frase de que «en política se puede hacer todo, menos el ridículo». El Proceso catalán ya hace días que ha llevado a sus dirigentes «a hacer de todo» superado largamente las líneas rojas de lo grotesco, aunque los líderes y sus acólitos previamente «propagandeados», afirmen están haciendo genialidades que en el futuro se estudiarán en las facultades universitarias. Los últimos acontecimientos y cambios continuados de planteamientos entre eso tan multisectorial que es el independentismo catalán supera todo lo que se pudiera suponer capaces de decir y hacer los políticos más frívolos, irresponsables e ineptos del mundo mundial. Este pasado jueves, aunque fuera poco antes de que sonara el gong del 155 de la Constitución, el gobierno catalán parecía renunciar a la Declaración Unilateral de Independencia y convocaba elecciones para evitar la suspensión del autogobierno e incurrir en multitud de delitos penales. Aunque buena parte del mal en el país por parte de El Proceso ya estaba hecho -esto que el periodista Guillem Martínez llama de manera muy elocuente La Cosa-, creo que éramos muchos los que nos inclinábamos a darlo por bueno, y nos agarrábamos a la posibilidad de ver la botella medio llena, aunque en realidad estuviera medio vacía. La convocatoria electoral no iba a resolver nada, ni retornaba a la gente al camino de la sensatez, pero permitía ganar tiempo tanto para bien -no caer inmediatamente en el precipicio-, pero también para mal -el procesismo continuaba vivo mientras el país se autodestruye -. Una representación de tensión política digno de un filme de intriga de serie B.

Pero ha resultado que no era suficiente haber desangrado en Cataluña en el ámbito económico, de haber situado el país fuera de cualquier ley, de haber roto la convivencia política y social y de haber dinamitado cualquier posibilidad de cohesión. Tampoco bastaba haber apurado irresponsablemente los tiempos, parando máquinas y de mala manera en el último momento, con la inquietud, inseguridad y sensación de precariedad que esto genera en la sociedad catalana, pero también a la española y europea. Había que crear una situación de auténtico desbarajuste, con declaraciones contradictorias, descalificaciones entre los hasta ahora socios, desdiciéndose finalmente de lo anunciado… Las contradicciones y confrontaciones en sí del independentismo impidieron que finalmente se impusiera la cordura de la moderación. Nadie quiere pasar por traidor. Un auténtico caos que resulta una vergüenza que inhabilita moral y políticamente a sus participantes para la práctica de cualquier liderazgo y responsabilidad. Da miedo ver en manos de quién estamos. Como largamente pretendía el independentismo, ciertamente el mundo nos mira sin embargo, que no se engañen, por ser el hazmerreír del mundo civilizado. Calificar los acontecimientos y la situación en la que cierta gente nos ha conducido como surrealista, sería faltar al respeto a un movimiento artístico que hizo aportaciones importantísimas al conocimiento y significó un marco bien respetable para la expresión creativa. Embriagados de tantos días históricos, los dirigentes independentistas actuales han terminado por generar «días patéticos». La historia de Octubre se ha repetido, por suerte no como tragedia, pero sí como una inmensa y vergonzosa farsa. El 26 y 27 de octubre pasarán a la historia, pero por su carácter vergonzoso. Los propagandistas de la nueva república catalana que debía nacer estos días, nos han ido repitiendo que si nos sacamos de encima España -más que nada porque son más pobres-, se construiría un nuevo país nórdico, poniendo de ejemplo a Dinamarca o bien Finlandia. No nos dijeron que, en realidad, los que nos esperaba era la Syldavia de los cuentos de Tintín.