Cuando hay conflicto, y muy especialmente cuando éste se envenena, la primera víctima es siempre la verdad. A los animadores de las controversias les suele resultar bastante simple de justificar el uso sistemático de la falsedad como arma de acondicionamiento de opiniones y emociones, en nombre del bien mayor que se dice defender, aduciendo que los contrincantes también utilizan el instrumental de falsificación y porque, caray, el fin justifica los medios. Lo que menos importa es explicar los hechos, hacer análisis que descansen en la veracidad de los argumentos, contrastar todas las evidencias, articular causas, poner encima de la mesa cuestiones que puedan parecer contradictorias… Desde hace un tiempo, los comunicadores en general y los que se dedican a la política en particular, se han instalado en la idea de que no son importantes las cosas en sí mismas, sino el relato que se puede construir con el fin de imponer una visión «hegemónica» sobre determinados procesos o situaciones. La veracidad, si el discurso que se construye se fiel o no a la realidad, se ve que es cuestión secundaria. El triunfo del concepto de la «posverdad» no tiene que ver sólo y especialmente con las elecciones americanas y con Donald Trump, sino con una práctica generalizada por parte de asesores de comunicación que creen que la percepción y respuesta de la ciudadanía se basa en las sensaciones que experimenta a partir del bombardeo de imputs muy sencillos, los que van directamente a la dimensión emocional, que es allí donde buena parte de la gente decide qué partido tomar, sin requerir de argumentos explicativos ni hacer esfuerzos racionalizadores. Se ve que la verdad estaba sobrevalorada. ¡Que la realidad no nos estropee un buen storytelling!
En medio de la tensión que se vive estos días en Cataluña -me resisto a calificarla de política, pues requeriría de una mínima lógica racional que creo que no tiene-, asistimos a un uso y abuso de eslóganes y frases hechas, muchas de las cuales nos evocan otras épocas u otros lugares, que poco tienen que ver con lo que está pasando. «Recorte de libertades», «estado de excepción», «franquismo», «Turquía», «totalitarismo», «falta de libertad de expresión», «todo un pueblo en marcha»… Los tuits y las pancartas, al igual que el papel, lo aguantan todo, pero no lo convierten en real. Probablemente los conceptos «Estado de Derecho» o el de «Democracia» son los más castigados estos días, agitándolos continuadamente y utilizándose como proyectiles arrojadizos. La información ya casi sólo es propaganda y gran parte del periodismo ha quedado subyugado a esta lógica perversa, convertido el profesional de «la comunicación» en el mediador necesario para construir el relato y para darle credibilidad al mensaje. Esta derrota del periodista a manos del comentarista, no tiene que ver tanto con la precariedad a la que ha sido reducida esta profesión en los últimos tiempos, sino que son sus elementos más reputados los que aceptan el papel sin ningún pudor. El periodista como arte y parte. Los que, probablemente de manera ingenua, todavía creemos en un periodismo como servicio público que intenta explicar realidades complejas y contradictorias, a proporcionar un poco de luz a la ciudadanía, nos duele en el alma ver cómo se comportan muchos de ellos en medios privados, pero también públicos; como construyen un relato específico, como abordan los temas sólo desde el considerado único punto de vista posible, como van conformando la unanimidad y la espiral del silencio. Cuando el periodismo se pone el servicio de causas, por más que se crean justificadas, que no sea informar de manera honesta, pierde buena parte de su razón de ser o al menos deja por el camino su grandeza. Estos días que tanto hablan unos y otros de líneas rojas, a mí me ha preocupado mucho una que no me parece menor: que el vicepresidente del Gobierno catalán pueda llamar a una emisora de radio pública para increpar públicamente un entrevistado que no era de su agrado. Grave que se haga la llamada, pero aún más que la periodista-estrella le pase por antena.