La barbarie intimida como ninguna otra cosa. La indefensión ante la brutalidad gratuita nos deja perplejos. El terror atemoriza, esa es su función. El siglo XXI se inauguró con una exhibición de violencia convertida en espectáculo de masas, que no ha hecho sino continuar con nuevos y frecuentes episodios. El terrorismo ha dejado de consistir en acciones precisas contra determinados órganos simbólicos o reales, para convertirse en una exhibición teatral de capacidad destructiva que se sabe y que se hace para ser transmitida. Quién lo planifica, lo practica conoce el entramado de la comunicación de masas, los secretos de la viralidad para convertirse en trending topic global. Pánico el que provoca el macabro espectáculo, como especialmente este nihilismo que no distingue entre la vida y la muerte, la recuperación de una especie de brutalidad medieval con vestigios estéticos de posmodernidad.
No parece posible construir una narrativa, una explicación lógica a fenómenos como los que acabamos de vivir. Ni el choque de civilizaciones, ni la marginalidad social, ni la pobreza económica ni el factor de la confesionalidad religiosa sirven para entender cambios de valores y comportamientos tan repentinos y tan drásticos. A pesar de las coartadas y las cuatro frases islamistas de los atacantes, para entender que los lleva a esta acción tan destructiva, nos puede dar seguro más pistas la sociología que a la teología. No es necesario que nos flagelemos ni culpabilizamos colectivamente ante acciones tanto bárbaras, pero un poco extraño debe ser el mundo que hemos construido para que gente no especialmente maltratada por la vida, abandone el mundo real y, a través de una fanatización sin grietas, se sitúe en una ficción salvaje, como si un videojuego hubiera adquirido corporeidad.
Como después de cada masacre terrorista, las frases tópicas y los eslóganes oficiales ocupan el espacio comunicativo. No sé si sirven para resolver nada o para tranquilizar mucho más allá de una muy simplista terapia de autoayuda. Los poderes públicos y los medios de comunicación resultan torpes ante una sociedad que es mayoritariamente madura y que no piensa abandonar la calle aunque sienta miedo, que sabe diferenciar claramente entre creencias religiosas y la locura de unos pocos. Como tampoco tiene mucho sentido apelar a la unidad. Todo el mundo está en contra el terrorismo, excepto los que lo practican y unos pocos tarados que se recrean en las redes sociales. Entre la ciudadanía común, nadie ha enarbolado ningún tipo de bandera estos días, más allá del espíritu solidario para ayudar a las víctimas y la estupefacción por tanto dolor inútil. Nadie ha dejado de ser quien es, pero cada cosa tiene su lugar y su momento. Algunos lo olvidan.
Justamente los que apelaban a la unidad necesaria en este momento, en pomposas y reiteradas declaraciones, así como en titulares y editoriales de periódicos, exhibían bajo mano mensajes y actitudes poco edificantes. Los contenidos más o menos subliminales, siempre interesados y partidistas, han sido abundantes estos días. Se aprovecha todo y nada queda al margen de la «gran batalla» política. Los reproches son continuados sobre los errores o falta de previsiones de los unos sobre los otros, cuando en realidad la sociedad cree que las cosas se han resuelto razonablemente bien atendiendo a un enemigo tan etéreo y difícil de controlar y de combatir. En cuanto al periodismo, ha enseñado lo mejor y lo peor de su profesión. Trabajo serio y responsable de algunos, abuso de noticias falsas publicadas sin contrastar por parte de otros. Cuando la prensa quiere competir con la inmediatez y la frivolidad de las redes sociales se equivoca, y mucho. Como también lo hace cuando fuerza los hechos para hacer interpretaciones que convengan y agraden a quienes la subvenciona y la mantiene. Miserias.