Estamos en una época en que la capacidad de interés y atención de las personas se ha reducido tanto, que se ha incorporado la noción de juego a casi todo. Jugar ya no es una dimensión o un aspecto residual de nuestras vidas a medida que nos hacemos mayores, si no que reconquista numerosos ámbitos y aparece en lugares donde no había estado nunca. Nada tiene sentido por sí mismo si no incorpora elementos lúdicos, de entretenimiento, con el correspondiente reconocimiento en forma de premio, incentivo o mención honorífica. Y no sólo en las tradicionales horas de ocio. Del trabajo en las aulas escolares, del comercio a la cultura, todo se tiene que «gamificar», a fin de hacerlo más distraído y digerible. El problema es que acabamos por perder una noción más o menos aceptable de la realidad. El precio a pagar es una actitud predominantemente superficial y una tendencia ya innata a la práctica de la frivolidad. Que todo el mundo se desentiende de los efectos que esto pueda provocar, se da por supuesto.
En pocos lugares la política se habrá tornado tanto tan un juego como en Cataluña. Un poco siniestra como algunos juegos de rol, cuenta con elementos de reto y fanfarronada de feria, con componentes de «tocar y parar» o de esconderse. Un juego de larga duración, con un in crescendo de años donde los jugadores están preparando los empujes finales con una dedicación absoluta, sin tiempo para nada más. Grotesco. Huelga decir que las fichas con las que se juega son los ciudadanos y el país. En su orgullo, parecen dispuestos a sacrificar lo que sea necesario, excepto a ellos mismos y su patrimonio. Unos gastan mucha épica en las declaraciones, excesiva grandilocuencia, disimulando los conflictos, los intereses que los dividen y el no saber hacia dónde se va, tras lo que llaman la pillería y la puñetería necesaria que debe tener todo buen jugador. Los otros, han hecho de la inacción su signo de identidad, convencidos de que la inercia de la historia y la geopolítica les juega a su favor, y habiendo abandonado algunos excesos verbales iniciales, ahora se han plantado en la seguridad impostada del que se sabe ganador y cree tener prevista cualquier salida, más o menos astuta, del adversario. Resulta curioso como nadie se plantea desmontar un juego que llevado a las últimas consecuencias, podemos hacernos daño y en el que no ganará nadie. Al contrario, unos van subiendo la apuesta y la radicalidad del lenguaje, mientras los otros quieren que se evidencie el «farol» haciendo que la partida vaya hasta el desenlace.
No se puede negar que una parte significativa de la ciudadanía de Cataluña ha tomado progresivamente parte en este juego insensato de suma cero. Y especialmente por uno de ellos. Hay pero, también, una Cataluña no sé si numéricamente mayoritaria, pero sí numerosa, que se siente encajonada entre dos relatos que no la representan y en medio de un juego de los disparates que no es el suyo. Una ciudadanía, no organizada ni activada, poco representada políticamente, que vive con perplejidad un conflicto tan artificial, impostado y peligroso. Más que la Cataluña silenciosa, una Cataluña silenciada porque la dinámica de los grandes contrastes es de trazo grueso y no quiere saber nada de matizaciones. Una Cataluña tachada por los dos lados como «tibia» y de «hacer el juego» a los contrincantes, pues es sabido que en tiempos de bandosidades se impone el maniqueísmo y no se acepta de ninguna manera la indiferencia. Una Cataluña cansada, casi ya exhausta, de discursos voluntaristas, de imaginarios idealizados y de referencias decimonónicas; pero también de pasmarotes. Una Cataluña que no cuenta y con la que no se cuenta, que ha esperado en vano que alguien pusiera cordura entre tanto despropósito y a la que no estimulan ni las fechas ni las citas mágicas. Hay una Cataluña que quisiera que la política volviera a ser algo serio y aburrido, que no se le prometiera el paraíso ni la quisieran redimir, pero que desearía que se afrontaran los retos reales del país. Que siete años sin hacerlo, son muchos.