Olímpicos

Estos días vivimos una profusión, casi un alud, de recordatorios en los medios de comunicación sobre el vigésimo quinto aniversario de la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Quizás porque soy poco dado a las conmemoraciones de todo tipo, le encuentro un exceso de nostalgia, de postales queriendo demostrar que estábamos allí, demasiadas valoraciones triunfalistas, mucha redundancia en los tópicos, exageración sobre el espíritu colectivo del evento, reiteración de lo de «los mejores juegos de la historia”, intentos flagrantes de manipulación y utilización política… Que queréis que os diga, todo ello muy ramplón, además de un poco irreal. Lo que ahora se retrata sobre entonces tiene un deje de que aquello fue un momento único, pero también una especie de oportunidad perdida. Quizás en esto se refleje un poco mejor la realidad. La vocación de modernidad asomaba en Barcelona, ​​después de más de una década de un discurso pujolista el cual, quiero recordar ahora, especialmente fuera del entorno barcelonés resultaba asfixiante y empobrecedor. Convendría dar a conocer, también, que los que entonces combatieron el éxito barcelonés porque intuían que era portador de un cosmopolitismo que consideraban disgregador de su noción de Cataluña orgánica y con olor a sacristía, son los que hoy gobiernan el país, y no hacen ascos a instrumentalizar la celebración de los Juegos a su favor,  especulando con la escasa memoria de la ciudadanía.

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Sin duda todo lo que rodeó y conllevó la celebración de los Juegos de 1992 en Barcelona tuvo bastante trascendencia estructural, pero también en el estado de ánimo y el espíritu colectivo. Ciertamente se repensó Barcelona, ​​se dio urbanísticamente la vuelta a la ciudad, se la abrió al mar y se la rehabilitó y se construyeron infraestructuras indispensables tanto deportivas como ciudadanas. Pero como todo tiene su reverso, se fomentó la especulación urbanística potenciando una burbuja inmobiliaria inmensa en la que la ciudad y el país ya estaban inmersos. Se dignificaron barrios, sí, pero a costa de «gentrificarlos» desplazando los que allí vivían hacia las afueras, se dio una importancia excesiva a facilitar un tráfico rodado en crecimiento exponencial imparable e inasumible. Se hicieron también algunas acciones vergonzantes para ocultar pobres y prostitutas bajo la alfombra, empujados hacia el extrarradio para que no estropearan la fotografía de catálogo de una ciudad que, intuía, en el futuro sólo podría vivir de los turistas que vendrían a la búsqueda de autenticidad y de diseño, de su «marca». El progresismo y las actitudes clasistas se daban bastante la mano entonces.

Aunque no conviene exagerar esto, los Juegos crearon en su momento valores intangibles de una cierta importancia. La autoestima colectiva que generó el mensaje olímpico de Pascual Maragall fue innegable, como una cierta noción compartida de participar en algo colectivo que, más que un evento deportivo, era un intento de configurar una sociedad catalana, básicamente urbana, que abandonaba definitivamente los colores sepia y apostaba por los retratos en color. No fue un fenómeno exclusivamente barcelonés, ya que en la Cataluña-ciudad todos somos Barcelona. Casi siempre los movimientos colectivos tienen algo de narcotizante y, revisitado hoy, el espíritu olímpico que creía representar una sociedad «rica, plena, despierta y feliz», da un poco de grima; más que nada, por lo que ha venido después. De todo aquello, a pesar de algunos discursos institucionales actuales, no queda nada. Repugna especialmente la desfachatez que demuestran los combatientes contra los Juegos y contra el papel de la Barcelona entonces, al intentar apropiarse de la figura simbólica e irrepetible del alcalde Maragall. Para Pujol y los pujolistas, fue siempre la bestia negra, el hombre a batir. Liberal de izquierdas, más que estrictamente socialista, y de cultura novecentista, Maragall representaba una manera moderna, laica y avanzada de entender el país. La cultura política nacional-católica dominante, ahora y antes, la cosmovisión hecha a medias desde el mostrador y del business friendly, nunca lo pudieron soportar y se esforzaron mucho notoriamente en calumniarlo. Ahora, que lo dejen tranquilo.

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