En términos agregados, la suficiencia productiva actual puede proveer a la totalidad de la población, fenómeno que si no se produce es debido a la falta de mecanismos de redistribución y al no haber mudado desde el arraigado desperdicio hacia un consumo más moderado y responsable aquella parte del mundo instalada en la sociedad del consumo compulsivo. El progreso tecnológico, la robotización progresiva y el uso de automatismos en el proceso productivo, hacen prever unas necesidades de trabajo aún menores que las actuales. Globalización y tecnificación no son fenómenos coyunturales, y han venido para quedarse, con su correspondiente impacto negativo sobre el empleo. Incorporar estas variables en la ecuación del futuro de la sociedad es del todo inevitable. La reducción de las necesidades de trabajo debería verse como un progreso civilizatorio innegable. Se podría hacer honor a la perspectiva de Keynes que la economía se pudiera instalar en el asiento trasero de la humanidad y las personas dedicarnos a las múltiples dimensiones satisfactorias que nos ofrece la vida. Sin mecanismos de redistribución del trabajo y de la renta, lo que debería ser una bendición se convierte en una condena a la pobreza y la precariedad de la mayor parte de la población. Se quiera o no, el cambio de paradigma, la mudanza de las prioridades, se impone. La acumulación de riqueza en tan pocos no se puede justificar con la pobreza y el sufrimiento de tantos. Slavoj Zizek lo ha planteado de manera precisa: «la economía global que vendrá tenderá hacia un estado en el que sólo el 20% de la mano de obra será capaz de hacer todo el trabajo necesario, de manera que el 80% de la gente será básicamente irrelevante, de ninguna utilidad, y por eso probablemente desocupada, o muy mal ocupada. Un sistema que convierte al 80% de la gente en prescindible e inútil, ¿no es en sí mismo, irrelevante y de ninguna utilidad?
Hemos vivido en un mundo donde el estatus iba asociado a un trabajo estable, a una profesión definida y razonablemente bien remunerado. El reconocimiento social ha estado asociado a la condición de asalariados. La democracia se ha sostenido sobre el trabajo y unos mínimos de bienestar y seguridades garantizadas. El precariado no tiene la identidad basada en el trabajo, no tiene memoria social ni la sensación de pertenecer a una comunidad ocupacional basada en prácticas estables, códigos éticos y normas de comportamiento, reciprocidad y fraternidad. El hombre precario es un ser aislado y fragmentado, no tiene un espacio público donde comunicarse, de encuentro, y tiene la razonable sensación de estar constantemente maltratado. El resentimiento, que es un mal compañero de viaje, es su percepción predominante. No se le puede exigir ni esperar ningún tipo de acción política razonable, sólo la conformidad de la frustración, o bien la explosión descontrolada y violenta con tintes antisociales. La sensación de ostracismo y de desarraigo son los peores castigos a que se puede someter al ser humano.
Tyler Cowen también ha escrito sobre una tendencia futura del empleo y la sociedad altamente inquietante. Un tiempo nuevo donde alrededor de un 15% de la población dispondrá de buenos niveles de renta dado que su alta empleabilidad por el conocimiento tecnológico le supondrá formar parte de la exclusiva «gama alta» del mercado laboral, mientras el resto de los ciudadanos con empleo dispondrán de salarios mucho menores que en la actualidad, compitiendo por su puesto de trabajo con un porcentaje muy elevado de parados, los cuales serán contenidos con prestaciones sociales que los mantendrán al límite de la subsistencia. Una especie de nuevo contrato social, reformulando en profundidad y muy a la baja del que dio lugar al modelo social europeo. La desigualdad será un valor imperante, una condición de partida, ya que nos regiremos por la «capacidad de generar valor añadido» de cada individuo. Esta segmentación social intensa y profunda, también intensificará la segregación en el espacio: áreas residenciales de alquileres bajos pobladas de pobres, ancianos y parados, contrastando con los protegidos condominios de la minoría favorecida y los «gentrificados» barrios centrales de las ciudades. Un mundo orwelliano donde la exclusión social formará parte del paisaje, donde a las personas de bajos ingresos se les obligará a «salir» de la civilización autosatisfecha y minoritaria. ¿Quién quiere vivir en un mundo como éste?