Víctimas del turismo

El turismo como actividad económica complementaria, puede resultar una bendición para un territorio, contribuyendo a reforzar el desarrollo económico a través de la prestación de servicios, el aumento del empleo, la puesta en valor del patrimonio, una buena dinámica de demanda y también por la mentalidad de apertura y un cierto cosmopolitismo que difunde en la sociedad. Esto era antes, cuando a nadie con dos dedos de frente le podía pasar por la cabeza que una sociedad o un territorio se pudiera sostener y progresar únicamente con la explotación intensiva de las posibilidades turísticas dañando, a su paso, la calidad de vida y el desarrollo futuro. La actividad turística como monocultivo económico termina por provocar muchos más problemas que los que contribuye a resolver. Las ciudades europeas -y Barcelona de una manera muy especial-, se han convertido en templos de peregrinación del turismo barato, que acaba por generar ingentes masas móviles haciéndose fotografías, ya no saben muy bien en dónde y por qué. Para la gente de las zonas «de atractivo turístico» y que no viven de él, este fenómeno ha devenido en una auténtica plaga. Se encarecen y se pervierten los servicios, la movilidad se hace desagradable y las viviendas ya sea de alquiler o de compra se convierten de la mano de la especulación con los visitantes, en totalmente inaccesibles. La gente tiene que abandonar progresivamente muchas zonas de Barcelona, ​​pues este fenómeno lo que hace es ir «desalojando» vecinos, los cuales no pueden competir con el dinero fácil que mueven estos conglomerados inacabables venidos vete a saber de dónde.

Vivimos en una cultura del desplazamiento continuado, del movimiento perpetuo, para huir de la insatisfacción y, quizás, de nosotros mismos. El abaratamiento del transporte y muy especialmente los vuelos low-cost, han dado lugar a este viajar compulsivo arriba y abajo para tener unas «experiencias» que consisten básicamente en recorrer lugares considerados emblemáticos, donde fundamentalmente lo que uno se encontrará son turistas. Y es que hacer el turista ya no es viajar, de vez en cuando, a conocer otros lugares, gentes y culturas, sino ir a «parques temáticos» urbanos donde todo lo que se encuentra son cosas pensadas y destinadas a hacer soltar el dinero a los transeúntes circunstanciales. Si en 1950 hacían viajes turísticos al extranjero 50 millones de personas/año, ahora ya estamos a 1.500 millones, y aumentando. En Cataluña ya nos visitan a estas alturas 20 millones de extranjeros/año. Los que viven de esta actividad afirman ufanos que esto es nuestro petróleo, pero en realidad es una de las causas fundamentales de nuestro atraso, como lo fue en su momento la obsesión por el sector inmobiliario.

Resultado de imagen de turismo masificado

El sector turístico capta recursos e inversiones que dejan de ir a actividades más sostenibles, con más futuro y que creen riqueza real y no flujos puramente monetarios, que es lo que hace este sector que, además, de manera natural tiende a apuestas masivas que degradan la calidad del turismo que se recibe y de la capacidad adquisitiva de los visitantes. Cuesta ver que tiene de innovador atraer turismo de pantalón corto, borrachera y de «despedidas de soltero». El turismo masivo tal como se practica ahora, tiene poco que ver con desarrollo: mano de obra temporal y precarizada, bajos salarios, desalojo de la población por procesos de gentrificación, pérdida de calidad de ciudad, depredación del espacio público… Pan para hoy y hambre para mañana. La fractura ciudadana en Barcelona es ya no sólo notoria, sino tensa. Los agentes económicos beneficiarios piden más barra libre para más hoteles, espacios de restauración y terrazas hasta convertir la ciudad en Disneylandia, mientras la ciudadanía ya no sólo tuerce el gesto ante las molestias de tanta multitud, sino que reclama detener un proceso que hace que la ciudad se haya convertido en insostenible e inhabitable. Un caso claro en el que, una vez más, la especulación privada y el bien común tienen poco que ver.

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