Paisaje después de la batalla

Hay quien dice y cree que la reciente moción de censura a la que ha sobrevivido Mariano Rajoy no ha servido de nada, que nos la podían haber ahorrado los que la presentaron ya que sabían que no levantarían una mayoría alternativa, que era pura teatralización destinada al fracaso, que no haría sino reforzar al Partido Popular, que sólo se presentaba para humillar aún un poco más al PSOE. Una parte de razón tienen los que lo argumentan, pero no del todo. La política también tiene una dimensión de representación, de gestos que den significado a preocupaciones colectivas, la construcción de relatos de lo que podría ser aunque ahora no sea, a poner en evidencia excesos de conformismo, a expresar las múltiples razones que avalan una rebelión democrática contra el que está significando el Partido Popular para la ética y para la estética.

Ciertamente Mariano Rajoy es un animal político infravalorado. Su capacidad para siempre «caer de pie» es inigualable. Resistir es su emblema, y ​​lo consigue. Un partido corroído por unos niveles de corrupción inimaginables, pero que el electorado cree que no van con él o son un mal menor a pesar del «sé fuerte, Luís». Ciertamente se ha visto beneficiado por el debilitamiento del PSOE y por la misma existencia de Podemos, grupo el cual le permite presentarse como el hombre de orden frente a la alternativa «chavista». Incluso el PSOE le ha ayudado mucho en los últimos tiempos en la construcción de este estereotipo de los de Pablo Iglesias. El Proceso catalán, es sin duda su gran argumento de sostenimiento. Hay un electorado que valora y mucho su actitud pública de firmeza displicente y aquello de «al enemigo, ni agua». Incluso ha conseguido eliminar a Ciudadanos como alternativa centrista y convertirlos en formación subyugada. Albert Rivera parece haber aceptado de buen grado un desplazamiento hacia la derecha que hace que los orígenes a la izquierda del partido sean cosa del pasado. Quisiera ser Macron, pero las fotografías y los abrazos se los hace con Aznar.

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Todo el mundo ha acabado por valorar que Podemos ha jugado muy bien sus cartas (excepto el diario El País, convertido ahora en más gubernamental que el diario del Marhuenda), tanto en los aspectos estratégicos de fondo, así como en las formas, ya que todos nos temíamos una puesta en escena más histriónica y sobreactuada. Curiosamente, derrotado Errejón, Pablo Iglesias parece haber aprendido de su escenificación más contenida y construir más bien puentes que no trincheras respecto del partido socialista. Desde el punto de vista simbólico, la formación morada ha conseguido presentarse como quien lidera la izquierda, reforzada su cohesión después de tiempo de convulsiones internas y quien marca y marcará la agenda política, condicionado fuertemente la nueva dirección del PSOE. Ha construido un retrato demoledor sobre la corrupción cronificada en el mundo del PP, ya la vez dar fuerza vestimenta programática a una alternativa de izquierdas que, a pesar de los intentos de los portavoces populares, está bastante alejada del radicalismo revolucionario o del modelo venezolano. Probablemente, también, la única voz en la política española que busca una salida política a los problemas territoriales y al contencioso planteado desde Cataluña.

A pesar de haber sido casi el invitado de piedra en la moción debatida estos días y haber superado con cierta dignidad el hacer el papel de la triste figura, lo que haga el PSOE a partir de ahora es fundamental no sólo para su futuro, sino muy especialmente por la política española y por el porvenir de la izquierda. Ni PSOE ni Podemos, con el orgullo de los antiguos los unos y la arrogancia de los nuevos los otros, no pueden aspirar a comerse el espacio político de la otra; por lo menos no en su totalidad. Se impone la confluencia en un proyecto compartido, aunque solo sea en lo fundamental, manteniendo perfiles diferenciados, convirtiendo lo que ahora es una izquierda frustrada por su división frente a un derecha homogénea, en una izquierda plural que afronte la transformación profunda que requiere España a nivel político, económico, social y, también, territorial. La ciudadanía se merecería un «compromiso histórico» de estas características.

 

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