«Europa es un monumento erigido a la vanidad de los intelectuales, el destino final del cual es el fracaso». Esto pensaba y decía Margaret Thatcher en los años setenta, y el predominio de esta idea es la que ha llevado al Brexit de una Gran Bretaña que nunca se ha sentido del todo formando parte de la Unión Europea, ni de los valores inclusivos y atemperadores de las desigualdades que ésta ha representado en el pasado. Unos valores que el continente europeo no ha perdido del todo en el terreno simbólico, pero que dista mucho de haberlos representado dignamente en las dos últimas décadas. Una escasa legitimación democrática de sus instituciones, una maquinaria burocrática ingente, una exagerada hegemonía alemana, una ampliación hacia el Este rápida y sin muchas exigencias, unas excesivas disparidades en el desarrollo económico interno como para que fuera viable un sistema de moneda única, imposición de políticas económicas de austeridad y de «sufrimiento inútil», poca disposición para atender la avalancha de refugiados, incapacidad para afrontar los retos geopolíticos que se producen en el mediterráneo… El desinterés progresivo de la ciudadanía europea hacia este proyecto muy economicista y con poca identidad política ha ido aumentando, hasta convertirse en desprecio y en la cabeza de turco de muy diversos malestares.
Lógicamente, es posible imaginar una forma diferente de construir y articular tanto la Europa geográfica, como sobre todo el marco portador de un modelo social europeo basado en la cohesión, la inclusión, el pluralismo, la libertad, la apertura, la tolerancia y, especialmente, en grados aceptables de justicia social y de igualdad real de oportunidades. Una Europa que priorice las políticas y los indicadores de progreso y no el crecimiento de la maquinaria burocrática. Una institución supranacional que sea un marco de referencia en el desarrollo renovado del Estado de bienestar, un ámbito de concertación política y económica que no pretenda suplir los Estados y regiones en aquello que se puede gestionar mucho más adecuadamente en los marcos subsidiarios. Un marco político global formado por sentidos de pertenencia muy diversos y diferenciados, con el fin de acometer la recuperación de los grandes mecanismos de redistribución económica que deberían impedir el disgregador aumento de la desigualdad y de la precariedad social y laboral, como es un sistema fiscal armonizado en el conjunto, asegurando que las rentas de capital coticen de manera adecuada y que se eliminen los numerosos paraísos fiscales que se contienen. Así también, establecer normativas laborales unificadas, que permitan trabajo digno y niveles de salarios adecuados, emprendiendo una reformulación del mismo concepto de trabajo así como la necesaria e inaplazable introducción de un sistema de renta básica. Poner unas ciertas barreras al globalismo desaforado, especialmente cuando éste descansa en una deslocalización basada en el trabajo indigno y el dumping social. Afrontar seriamente cambiar en profundidad un modelo de producción y de consumo compulsivos que nos llevan al cambio climático y la insostenibilidad, no sería tampoco un tema menor a asumir.
Aunque el proyecto europeo parece tenerlo todo en contra, el Brexit y la hostilidad americana de la mano de Donald Trump, crean unas nuevas condiciones que se podrían aprovechar. Se ha abierto ahora una «ventana de oportunidad» como lo llaman los politólogos. Tiene que haber, sin embargo, además de la voluntad de reformulación, que se den todavía nuevas condiciones. Rehacer el binomio franco-alemán como base del proyecto, incorporar al mando central de la UE a los hasta ahora excluidos países mediterráneos y aceptar que la Europa de los 28 deberá avanzar claramente a dos velocidades en el proceso, estableciendo períodos de convergencia y de desarrollo estructural reales y no voluntaristas como se hizo hacia el Este, además de reafirmar las exigencias de calidad democrática establecidas en el Tratado de Roma, y notoriamente relajadas en las últimas décadas. Se hace difícil pensar que un renovado relato y proyecto europeo pueda venir de la mano de aquellos que justamente han generado su deterioro, como es el caso de políticos conservadores como Àngela Merkel. Sobre todo le correspondería asumirlo a la izquierda europea. A una vieja socialdemocracia que también tendría que renovarse en profundidad después de tanta confusión y una nueva izquierda que todavía no se ha definido suficientemente bien sobre si quiere otra Europa, o bien acabar con ella. A Le Pen y a los populismos de derechas no se le combate acercándose a su discurso, sino eliminando las injusticias y malestares sobre los que se sostienen.